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22. 5. 16. Fiesta de la Trinidad, con Ricardo de San Víctor

Domingo, 22 de mayo de 2016

vei-203Del blog de Xabier Pikaza:

Difícil es entrar en la fiesta de la Trinidad con mejor pie que volviendo a la obra clásica de Ricardo de San Víctor, que fue un monje de la Abadía de San Víctor en Paris, en el siglo XII.

Era de origen británico, especialista en oración, maestro de novicios, buen agustiniano, experto en el amor como principio de toda comunicación y toda vida, tanto en Dios como en la historia de los hombres.

Ricardo se mantuvo fiel a la gran tradición de la Iglesia, se inspiró en San Agustín, tomó como clave de bóveda de su pensamiento la comunidad de vida entre los hombres, y presentó de esa manera al mismo Dios, como génesis (despliegue) de amor y como amor cumplido (en comunión), tanto en la eternidad como en la historia de los hombres.

En esa línea quiso definir al ser humano como “ex-sistencia”, una persona que proviene del amor de otras personas y que sólo tiene entidad en sí (sistencia) al ser desde (ex-) y al entregarse desde sí, viviendo de esa forma en otros y con otros.

Desde ese fondo escribió este tratado de la Trinidad, el más perfecto de todos los que se han escrito, de un modo unitario, tanto en oriente como en occidente, en un momento en que las iglesias no se hallaban todavía plenamente divididas, antes de la irrupción de la “escolástica” del siglo XIII, que ha marcado hasta hoy la historia de la teología y de la iglesia de occidente.

13260242_591999657643897_7436961372818295569_nÉste es el mejor canto que yo puedo elevar a la Trinitas-Unus-Deus, al Dios que es Padre, es Hijo y es Espíritu esta víspera de su fiesta.

He desarrollado el tema en otras ocasiones. Hoy quiero presentar gozosamente la traducción castellana de este libro, aquí precisamente, en Salamanca, en le Editorial Sígueme, a la que felicito por el buen trabajo realizado, al servicio de todos los amigos de los buenos libros sobre Dios. Buen día a todos.

Imagen 2: Maestro de San Víctor enseñando

Ricardo de San Víctor, La Trinidad, traducción, notas e introducción de E. Otero, Sígueme, Salamanca 2015, 368 págs.

Edición bilingüe de la obra clásica de Ricardo de San Víctor, con el texto latino fijado por la edición crítica de J. Ribaillier, Richard de Saint-Victo. De Trinitate, TPhMA 6, Paris 1958, que no ha sido mejorado, por el que ofrece G. Salet en Richard de Saint Victor: la Trinité, S.Ch, Paris 1959. La traducción, de tipo más filológico que teológico, ha sido realizada por E. Otero, que ofrece también una breve introducción, con una bibliografía básica (págs. 11-29), con algunas notas aclarativas, de tipo fundamental, que van apareciendo en los lugares algo más conflictivos del texto. El prof. A. Cordovilla ofrece un Breve Prólogo en perspectiva teológica (págs. 7-9), para situar la obra dentro de un contexto teológico básico.

Ésta es una obra básica de la teología católica y del pensamiento de occidente, que todos los especialistas hemos estudiado y comentado, al ocuparnos no sólo de la historia de la Trinidad en el pasado, sino también de su sentido actual, pues la experiencia eclesial y la argumentación de fondo de Ricardo de San Víctor no ha sido todavía plenamente asumida y desarrollada en la teología trinitaria. Los editores (Sígueme, Salamanca) han ofrecido la mejor presentación posible del texto latino y castellano, a dos caras, de manera que especialistas, los estudiantes y todos los interesados por la teología podrán situarse con toda fiabilidad (y facilidad) ante el texto.

Quiero ofrecer aquí mi felicitación al traductor y a los editores de esta obra que, a mi juicio, debería ser completada con un estudio, igualmente bien editado, del origen, aportación y actualidad de la teología trinitaria de Ricardo de San Víctor, en la línea de lo que yo mismo he venido realizando, desde mi tesis doctoral en Teología (Amor y Trinidad en Ricardo de San Víctor, Salamanca 1971), pasando por las reflexiones que orezco en El Dios Cristiano. Diccionario de Teología (Salamanca 1991), en Enquiridion Trintatis (Salamanca 2005) y en mi reciente tratado Trinidad. Itinerario de Dios a los hombres (Salamanca 2015). En esa línea me atrevo a condensar tres rasgos distintivos de la aportación de Ricardo a la teología y actualidad trinitaria de la Iglesia, que aparecen con toda claridad en esta edición de su obra:

Ontología del amor en comunión. Apoyado en la experiencia cristiana (Hch 2, 43-47; 4, 32-36) y en el valor radical de la amistad (en una línea cercana a la del Evangelio y Cartas de Juan, retomando intuiciones esenciales de San Agustín), Ricardo ha concebido a Dios como un itinerario de amor, conforme al cual las personas surgen unas de las otras y se implican mutuamente. En esa línea, él vincula dos modelos:
(a) Uno más metafísico, de carácter genético, propio de los neoplatónicos que conciben el ser como proceso de realización interna.
(b) Otro de tipo relacional, de tipo más cristiano, que interpreta a los hombres (personas) como miembros de un encuentro de amor, en un contexto en el que Dios se entiende como Padre que engendra a su Hijo Jesucristo.

Vinculando esos modelos e insistiendo en la experiencia original del cristianismo, Ricardo ha unido génesis y encuentro personal, entendiendo el amor como un proceso de ser (generación) que lleva de Dios Padre a Jesucristo, su Hijo, y como unidad relacional, comunión de amigos que se encuentran y gozan al hallarse mutuamente vinculados. De esta forma enlaza ontología y antropología trinitaria, concibiendo el ser fundamental (ousia) como amor, e insistiendo en la visión del hombre como realidad comunitaria. Por eso, a su juicio, no se puede hablar de Trinidad partiendo del proceso individual de una mente que se sabe y se ama (en una línea que desarrollará la tradición de San Anselmo y de Santo Tomás), pues sólo donde existe comunión de amor puede hablarse de personas, es decir, de Trinidad.

Esta ontología culmina en la visión del Espíritu Santo como “condilecto”: El amor de dos (Padre e Hijo) no puede encerrarse en ellos mismos, sino que ha de abrirse desde los dos a un “tercero”, suscitando el Espíritu común, fruto del amor que ambos se tienen, pues allí donde sólo hay dos personas no se puede hablar aún de personas verdaderas. Así pasamos de la fuente única de amor que es el Padre, y de la comunión de amor compartido, que forman el Hijo y el Padre, a la comunión ternaria, del Padre y el Hijo en el espíritu, pues sólo en comunión abierta a un tercero existen auténticas personas (cf. De Trin III, 2-4).

El tema del tercero. En esa línea culminan los grados del amor, la generosidad engendradora (Padre) y la acogida agradecida (Hijo), de tal forma que, amándose uno al otro, ambos aman juntos a un tercero o Condilecto (Espíritu Santo) a quien ofrecen aquello que ambos son en común, uno y otro. Por eso, el Espíritu Santo no puede concebirse sólo como amor de la naturaleza divina que culmina su proceso y, conociéndose a sí misma, ratifica su ser en plenitud y gozo. Tampoco es el amor de dos (Padre e Hijo) que se cierran en sí mismos, uno para el otro, en una especie de personalidad dual. El Espíritu es el amado en común, de forma que, siendo Amor de dos entre sí (en comunión dual), es el Tercero/Amado, el Condilecto que, procediendo del Padre y del Hijo, les vincula ya de forma definitiva.

El amor verdadero sólo surge allí donde, amándose uno al otro, los amantes (Padre e Hijo) suscitan en común a un tercero que es fruto y realidad del amor compartido. La Trinidad de amor perfecto es la que forman, por tanto, dos amantes (en latín diligentes), de los cuales uno brota del otro, y un co-amado (condilectus) que surge de ambos, ratificando y culminando así el amor dual, que, sin dejar de ser, es amor triádico. Se supera así una dualidad simétrica y cerrada (dos en sí mismos, uno para el otro, sin fecundidad), y surge una dualidad gratificante en la que, amándose entre sí, los dos amantes se abren no sólo uno al otro, sino ambos juntos a un tercero, que es fruto más alto y garantía de su amor (Espíritu Santo).

El tema de fondo es la persona en la historia, entendida no sólo como habens naturam (De Trin IV, I 1-12), es decir, como sujeto que posee una naturaleza (substancia), sino como donans/communicans naturam, pues el sujeto personal sólo puede poseer la naturaleza al darse (al darla), recibiéndola y compartiéndola. El Padre es dueño de sí en su mismo origen, como ingénito (no ha recibido la naturaleza de nadie, sino que la tiene por sí mismo), pero sólo puede tenerla (ser “dueño” de sí) al entregarla, dándose a sí mismo. El Hijo es dueño de su propia naturaleza, pero habiéndola recibido desde el Padre, y dándola (dándose a sí mismo, con el Padre) al Espíritu. El Espíritu posee esa misma naturaleza recibiéndola del Padre y el Hijo, para dársela de nuevo. Según eso, la posesión o dominio de sí puede vivirse desde diferentes perspectivas.

En ese contexto, en el lugar quizá más significativo de su obra, Ricardo de san Víctor define la persona como rationalis naturae incomunicabilis existencia. No es una substancia, como decía la tradición anterior (a partir de S. Boecio), ni persona en el sentido antropológico moderno, sino una existencia de naturaleza racional, es decir, capaz de conocer y amar, siendo incomunicable al comunicarse en plenitud (Trin IV, 17-18; V, 1). (a) Por una parte, la persona es incomunicable (dueña de sí misma, distinta de todas las demás, de manera que no puede confundirse ni cambiarse con ninguna otra). (b) Pero, al mismo tiempo, en sentido radical, la persona sólo puede ser incomunicable siendo comunicación plena, ex-sistencia, una realidad recibida y entregada (compartida). En esa línea decimos que la persona es incomunicable precisamente al comunicarse, no sólo en sí, sino en la historia.

Pues bien, esa comunicación de Dios en la historia forma el sentido (esencia) de la realidad humana, que es originariamente (en su fondo) divina. Según eso, un Dios pretrinitario, sin donación interna de amor, sin engendrar desde sí mismo, sin darse y compartir su naturaleza (sistencia) no sería divino, tal como se ha revelado en la misma historia humana en Jesucristo. En esa línea, quizá sin advertir todas las consecuencias de su planteamiento, Ricardo de San Víctor ha ofrecido la mejor visión de conjunto del Dios cristiano, en una perspectiva que ha sido explorada por Juan de la Cruz en el siglo XVI y que deberá serlo también, en una nueva perspectiva, en el siglo XXI. Por eso, recibo con gozo esta edición de la obra de Ricardo de S. Víctor, esperando que ella sea continuada en una segunda obra en la que se explore y exponga su sentido profundo y su actualidad.

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