Dom 24.4.16 Que os améis unos a otros, porque el amor es Dios (y el prójimo, también)
Dom 5º de Pascua, domingo del mandamiento nuevo: “Que os améis unos a otros como yo os he amado”.
Es el mandamiento de la vida de Jesús, que “manda” siendo, que abre con su vida una mutación de vida, que es amor.
— Éste es el mandamiento de la revelación de Dios, de la revelación del ser humano, mujer y varón, varón y mujer, padres e hijos, hijos y padres… judíos y gentiles, del norte y del sur…
— Éste es el mandamiento de la nueva humanidad de Dios, un mandamiento cristiano precisamente por ser humano. Es la revelación de la esencia del hombre.
Éste es el único mandamiento, los diez mandamientos en uno: que os améis, como ama Dios, como os he amado.
Éste es el único mandamiento, los dos mandamientos en uno, porque “amar a Dios y amar al prójimo” se resume en esto: amaos unos a los otros, porque aquí está Dios y amando al prójimo estáis amando a Dios (y manifestáis en vuestra vida el amor de Dios)
Así presentaré el texto del domingo, del evangelio de Juan…. Y lo comentaré con la carta que el mismo Juan escribió para explicarlo, diciendo que Dios es amor, es decir, que nosotros somos (=hemos de ser) amor en Dios. Buen domingo.
Este mandamiento del amor, entendido como experiencia radical de gratuidad, como misericordia y justicia, define la vida del cristiano:
— Es amor íntimo, de gozo… Amar es ser, amar es vivir, en esperanza y fe, en gratuidad e intimidad
— Pero amor es, al mismo tiempo, misericordia… Es convertir la vida en pan para los otros (segunda imagen).
Buen domingo a todos… porque Dios es Amor, y si amamos somos en Dios, él en nosotros.
1. Texto: Juan 13, 31-33a. 34-35
Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: “Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará.
Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros.
Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros.”
2. Comentario. Primera de Juan
La primera carta de Juan (1 Jn) ha relacionado de manera muy intensa el amor mutuo (amor interhumano) con el ser de Dios, entendido como amor y de esa forma ha comentado el mandamiento del amor.
Parece que en un determinado momento la comunidad de Juan (es decir, del Discípulo Amado) había sufrido el riesgo del exclusivismo, cerrándose en un tipo de amor puramente interior, entre los miembros del grupo. Pero, más tarde, esa comunidad se ha integrado en la Gran Iglesia, ofreciendo su experiencia y exigencia de amor no sólo a los cristianos sino a todos los hombres y mujeres, entendidos desde Cristo como hermanos y amigos. Esta es la palabra clave de la comunidad de Juan, la palabra clave de la revelación y teología cristiana, 1 Jn 4, 7-21
[a. A Dios nadie le ha visto].
Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie le ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud.
[b. Hemos conocido y creído. Confesión cristológica].
En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu. Y nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo, como Salvador del mundo. Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios. Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él.
[b’ Dios es amor. Confesión teológica].
Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él. En esto ha llegado el amor a su plenitud con nosotros: en que tengamos confianza en el día del Juicio, pues como él es, así somos nosotros en este mundo. No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor.
[a’. Conclusión y mandamiento].
Nosotros amemos, porque él nos amó primero. Si alguno dice: “Amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano (1 Jn 4, 7-21).
He dividido el texto en cuatro partes, que voy a comentar.
Entre la primera (a) y la última (a’) hay una relación interna: ambas insisten en que Dios nos ha amado primero y vinculan amor a Dios y al prójimo, empleando el argumento de la visibilidad: nadie ha visto a Dios, pero su presencia se ilumina en el amor al prójimo a quien vemos. Las partes intermedias (b y b’) son de tipo más teórico/temático: una vincula el amor con Cristo, la otra con Dios.
a. A Dios nadie le ha visto (Amémonos unos a otros! (1 Jn 4,7-12).
Hemos puesto como título las palabras del final de este pasaje (“a Dios nadie le ha visto…”) donde se retoma y replantea, desde el amor, el argumento básico de Jn 1, 18: “a Dios nadie le ha visto jamás; el Dios único que está en el seno del Padre, ése nos lo ha manifestado”. Aquí se refleja un tema central del Antiguo Testamento, que dice: “no te fabricarás escultura, imagen alguna de lo que hay arriba en los cielos o abajo en la tierra o en los mares por debajo de la tierra” (Dt 5, 8; Ex 20, 4).
En el hueco que deja la invisibilidad de Dios emerge la Palabra: no vemos a Dios, pero le escuchamos y podemos cumplir sus mandamientos. Pues bien, dando un paso más, el mismo Antiguo Testamento sabe que no se pueden hacer imágenes de Dios, porque su imagen y presencia son hombres y mujeres: Dios creó al hombre; a su imagen y semejanza lo creó; varón y mujer los creó… (Gen 1, 26-27). No se pueden hacer imágenes de Dios porque el ser humano es imagen: sacramento de Dios sobre la tierra.
Ésta es la experiencia que está al fondo de nuestro pasaje: el Dios invisible se revela en el amor entre los hombres. Algunos judíos legalistas han tendido a identificar la presencia del Dios ausente con su Ley propia de pueblo separado. Algunos cristianos sacralistas han tendido a identificar al Dios ausente con ciertos ritos sacramentales o con posibles pertenencias eclesiales. Pues bien, nuestro pasaje identifica la presencia de Dios con el amor:
1. Conocer a Dios es amarnos (1 Jn 4, 7-8).
Recogiendo una tradición ilustrada, Feuerbach, identifica Dios y amor, pero lo hace en forma excluyente: no hay un Dios en sí, lo divino es sólo amor humano (La esencia del cristianismo). Es evidente que nuestro pasaje no polemiza contra Feuerbach, entre otras cosas porque es muy anterior. Pero, de una forma implícita, supera y refuta su postura: sabe que no existe Dios fuera del amor; pero añade que el Amor no es invento humano, sino el mismo “ser” de Dios, como origen y sentido de todo lo que existe. Por eso, el texto pide que nos amemos no para crear el amor, sino para reconocer nuestro origen, pues del amor (que es Dios) hemos nacido. Ésta es la experiencia original cristiana.
2. Revelación del amor (1 Jn 4, 9).
Feuerbach diría que nosotros revelamos (desplegamos, inventamos) el amor, al desplegar nuestro ser y realizarnos como humanos. Pues bien, sin negar la verdad parcial de esa postura, nuestro texto afirma que el amor es gracia antecedente: no lo hemos inventado nosotros; nos lo ha dado Dios por medio de su Hijo. La historia del amor nos precede y fundamenta. No venimos de un acaso, no estamos obligamos a imponer un ritmo de amor (perdón, justicia) sobre un mundo previamente informe, irracional, mezquino. Del amor nacemos. Por eso, nuestra acción de amar ha de entenderse como fidelidad a nuestro propio origen, expresión de nuestra esencia antecedente.
3. Esencia del amor (1 Jn 4, 10).
En esto consiste el amor (en toutô estin hê ágapè). El amor no es algo que hacemos a ciegas, dejando que actúe la naturaleza; ni es algo que logramos conquistar con nuestro esfuerzo como Prometeos que roban a los dioses celosos el fuego de la vida… No es tampoco una experiencia de nostalgia ante el fracaso de las cosas, ni equilibrio cósmico que acaba encerrándonos en medio de la trama de los astros.
El amor es gracia que siempre nos precede: no lo hacemos, no debemos conquistarlo ni crearlo; nos lo ofrecen en regalo. Sólo quien haya descubierto en su experiencia esta prioridad del amor puede hablar de lo divino. Pero el amor no sólo nos precede sino que, al mismo tiempo, nos rescata, nos redime, como dice el texto utilizando una palabra clave de la tradición sacrificial del Antiguo Testamento: Dios ha enviado a su Hijo como propiciación (hilasmon) por nuestros pecados. Ya no es necesario un rito de chivos emisarios (Lev 16), no hacen falta sacerdotes especiales, ni sacrificios rituales. El mismo amor del Hijo, en gratuidad y entrega de sí mismo, nos redime del pecado. Esta es la esencia del amor fuerte, que puede cambiar nuestra vida: en amor surgimos; del amor renacemos, superando así el pecado y la muerte (1 Jn 4,7).
4. Conclusión: amar al prójimo es amar a Dios (1 Jn 4, 11-12).
El amor al prójimo es consecuencia y visibilización del amor de Dios. Sólo en este contexto emerge la palabra clave de mandato: opheilomen, debemos amarnos unos a otros. El mandato (entendido como imperativo) es la base de la ética kantiana: el ser humano surge allí donde se escucha una palabra que le dice debes… Pues bien, aquí ese debes se traduce en forma de debemos (en plural compartido) y se entiende como respuesta a un amor antecedente. Al principio no esté un “debes” sino un “vive”: has nacido del amor, en amor has podido ir desplegando tu existencia. Por eso es importante que escuches. Sólo después se te dice, se nos dice debemos: sólo porque nos han llamado podemos responder, sólo porque nos han amado podemos amar, es decir, amarnos.
b. (Hemos conocido y creído! Confesión cristológica (1 Jn 4,13-16a).
Éste nuevo pasaje confirma desde Cristo lo que acabamos de indicar. El argumento es el mismo; pero ahora se expresa a modo de confesión creyente, de tipo experiencial. Éste es el credo de aquellos que se descubren poseídos, transformados, por el amor de Dios. Lo dividimos también en cuatro partes que forman la base de lo que será más tarde la confesión trinitaria de la Iglesia: aquí adquieren sentido el Padre, el Hijo y el Espíritu, entendidos como fuentes personales de un proceso de amor que nos desborda y fundamenta.
1. Principio pneumatológico (1 Jn 4,13).
Ésta es la prueba de que existe amor: (hemos recibido el Espíritu! La comunidad que se expresa a través de estas palabras se descubre recreada, renacida. Así lo ha destacado con frecuencia la tradición juanea en los pasajes que hablan del Espíritu (cf. Jn 3, 5-8; 4, 23-24; 6, 63; 7, 39; 20, 22), especialmente en aquellos que le presentan como paráclito o abogado, intercesor, de la comunidad (Jn 15-16). Dios nos ha dado en Jesús lo más excelso (su Espíritu); por eso le aceptamos, agradecemos su don, confesamos su existencia, en él permanecemos.
2. Primera confesión: envío del Hijo (1 Jn 4, 14).
Y nosotros hemos visto (tetheametha): así comienza este pasaje, reasumiendo lo anterior en forma inversa: nadie ha visto a Dios, por eso estamos llamados a encontrarle en el amor al prójimo (4,12). Pero nosotros hemos encontrado (mirado/palpado: cf 1 Jn 1, 1) a Jesús y por medio de él se ha hecho visible lo invisible, tangible lo intangible, humano lo divino. Éste ver a Dios en Jesús implica vivir en el Espíritu: mostrar el mutuo amor, mostrarse transformados por su fuerza, en gesto de amor mutuo.
3. Segunda confesión: el Hijo de Dios es Jesús (1 Jn 4,15).
Las palabras anteriores se podrían entender en sentido general: Jesús habría sido un buen revelador, pero sólo uno entre otros muchos. Nuestro pasaje refuta con fuerza esa postura, retomando el tema central de 1 Jn (y del evangelio de Juan): el amor de Dios no es algo que sucede en general, como si fuera una ley constantes de la naturaleza. El amor de Dios se ha revelado en concreto, en una historia muy precisa; el Amor se ha encarnado en Jesús de Nazaret.
4. Confirmación (1 Jn 4, 16a).
Sólo de esa forma, arraigados en la historia de Jesús, podemos confesar aquello que desborda las fronteras de la historia: hemos conocido el amor que Dios nos tiene. No lo sabemos por teoría, ni lo demostraremos razonando de modo intelectual o misticista sino que lo aprendemos en el Cristo. Hemos conocido y creemos (egnôkamen kai pepisteukamen) por impulso del Amor que es fuente y sentido del mundo. A Dios nadie le ha visto, pero ya podemos verle con los ojos del amor que nos ha dado Jesucristo.
b’. Dios es amor: (confesión teológica! (1 Jn 4, 16b-18).
Llegamos ahora al centro del pasaje y de toda la revelación cristiana: Dios es amor. Ésta es la palabra que se ha ido preparando a lo largo de toda la Biblia, para que ahora podamos decirla plenamente: Dios es amor porque le vemos así en Cristo; confesamos que es amor porque hemos hecho la experiencia de su gracia en el Espíritu. Porque sabemos que el amor al prójimo es divino, porque hemos descubierto su verdad en Cristo y hemos visto que es principio y fin de todo lo que existe, decimos gozosos que Dios es amor, culminando así nuestro discurso.
1. Tesis: Dios es amor (1 Jn 4, 16b).
Aquí se condensa el argumento precedente. Sólo en el contexto previo de la invitación al amor y de la confesión cristológica se ilumina esta palabra. No se trata de decir que Dios es un amor cualquiera, en la línea de Platón (Banquete) o de los mitos hierogámicos. No es que conozcamos ya el amor y después se lo apliquemos a Dios. El amor del que se habla aquí es revelación: algo que los fieles han hallado en Jesucristo.
2. El amor perfecto (1 Jn 4,17).
Muchos hombres viven amargados por la culpa y el castigo: les aterra el pecado que han trenzado, hasta quedar prendidos en sus redes que son siempre juicio y muerte. Pues bien, allí donde el amor se ha revelado (donde Dios mismo se muestra como Padre) cesa el temor del juicio y la vida se vuelve confianza. Como Aquél es… somos nosotros. “Aquél” es ciertamente Jesús (cf 1 Jn 2, 6; 3,5.7.16), que está ya en gloria y ha triunfado por su pascua de todo miedo y muerte. Lo que Jesús es (en vida pascual) eso somos ya nosotros, de un modo escondido, en liturgia de amor abierto a los hermanos.
3. Amor sin temor (1 Jn 4, 18).
Muchos hombres vivían en el miedo: no habían descubierto al Padre Dios, ni habían entendido el amor. Por eso se movían a golpe de castigo, dominados por la angustia del pecado y el temor del juicio. Pues bien, ahora sabemos que Dios se expresa en Cristo como amor que perdona y da la vida. Superando el nivel donde la vida es pura lucha, el amor que es Dios se ha desvelado como perdón, gracia y nuevo nacimiento en Cristo.
a’. Conclusión y mandamiento (1 Jn 4,19-21).
El mismo Dios que nos ama (1 Jn 4, 16a), haciéndonos superar en Cristo todo miedo (4, 17-18), nos capacita para amar. Este pasaje, que recoge todo lo anterior, se relaciona de un modo especial con la primera parte del texto (con a). El amor de Dios se expresa como fuente y sentido de nuestro amor:
1. Principio (1 Jn 4,19).
Recoge la fórmula inicial (agapômen: amémonos, cf 4, 7) y el sentido de todo el argumento: porque Dios nos amó primero debemos amarnos. Sobre la revelación del amor de Dios, expresada en Cristo, viene a fundarse el mandamiento cristiano. De lo que somos o, mejor dicho, de lo que Dios es en nosotros al amarnos, brota aquello que debemos ser/hacer: amarnos unos a otros. Ya no hay dos mandamientos (como en Mc 12,28-32: amar a Dios y amar al prójimo) porque el amor de Dios no es mandamiento, sino gracia que se expresa en el mismo amor al prójimo
2. Razón fundamental (Jn 4, 20).
Recoge lo dicho: la invisible de Dios se vuelve visible en el prójimo; por eso, el amor de Dios ha de expresarse como amor humano. Un Dios separado del prójimo se vuelve idolatría, mala religión, santidad perversa. Más que el posible “pecado” contra Dios (que nunca se puede refutar directamente), al texto le interesa el pecado sobre el prójimo. En este fondo la verdad deja de ser una teoría y la teodicea una abstracción.
Conclusión (Jn 4, 21).
Culmina así el pasaje y todo el texto. Esta es la entolê, el único mandato: allí donde se ha dado amor a Dios habrá de darse y triunfar el amor mutuo (al prójimo). Los dos mandamientos (amor a Dios y al prójimo) se expresan y concentran en uno: amor al prójimo. Ésta es la verdad de Dios en la historia
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