“¿Cómo, dónde y en quién está presente y actúa el Señor resucitado?”, por José María Castillo
Es un hecho que la resurrección de Jesús constituye el acontecimiento central de nuestra fe cristiana. Pero es un hecho también que ese acontecimiento central de la fe cristiana no parece estar en el centro de la vida de los creyentes. Por lo menos, a primera vista, no se tiene la impresión de que los cristianos lo entiendan y lo vivan así. Hay otras cosas que interesan más al común de los mortales bautizados. Y conste que me refiero a cosas estrictamente religiosas: la pasión del Señor, la devoción a la Virgen y a los santos, determinadas prácticas religiosas, etc.
Sin embargo, a mí me parece que no deberíamos precipitarnos a la hora de dar un juicio sobre esta cuestión. Porque, sin duda alguna, se trata de un asunto más complicado de lo que parece en un primer momento. Por eso, valdrá la pena analizar, ante todo, de qué maneras el Resucitado debe estar presente en la vida y el comportamiento de los creyentes, según el Nuevo Testamento, para poder, desde ahí, sacar luego las consecuencias.
La persecución: predicar la resurrección es entrar en conflicto
El libro de los Hechos de los Apóstoles nos informa de que los discípulos de Jesús eran perseguidos por causa de la resurrección, exactamente por predicar que Cristo había resucitado: “el comisario del templo y los saduceos, muy molestos porque enseñaban al pueblo y anunciaban que la resurrección de los muertos se había verificado en Jesús, les echaron mano y, como era ya tarde, los metieron en la cárcel hasta el día siguiente” (Hech 4,1-3). Más claramente aún, si cabe, cuando los apóstoles son llevados ante el tribunal y testifican valientemente la resurrección (Hech 5,30-32), provocan la irritación en los dirigentes religiosos, que deciden acabar con ellos (Hech 5,33). Y lo mismo pasa en el caso de Esteban: cuando éste confiesa abiertamente que ve a Jesús resucitado en el cielo “de pie a la derecha de Dios” (Hech 7,56), la reacción no puede ser más brutal: “Dando un grito estentóreo, se taparon los oídos y, todos a una, se abalanzaron sobre él, lo empujaron fuera de la ciudad y se pusieron a apedrearle” (Hech 7,57-58). Y otro tanto cabe decir por lo que se refiere a Pablo, que confiesa por dos veces que fue llevado a juicio precisamente por predicar la resurrección (Hech 23,6; 24,1).
Ahora bien, este conjunto de datos plantea un problema. Porque la verdad es que actualmente nadie es perseguido, encarcelado y asesinado por predicar la resurrección. Es más, parece que el tema de la resurrección es uno de los temas más descomprometidos y menos peligrosos que hay en el evangelio. De donde se plantea una cuestión elemental: ¿será que no entendemos ya lo que significa la resurrección del Señor?, ¿será, por lo tanto, que no la predicamos como hay que predicarla?
Para responder a esta cuestión, empezaré recordando cómo presentan los apóstoles y discípulos la resurrección de Jesús. En este sentido, lo más importante es que la presentan en forma de denuncia. Una denuncia directa, clara y fuerte: Vosotros lo habéis matado, pero Dios lo ha resucitado (Hech 3,15; 4,10; 5,30; 13,30). Por lo tanto, se trata de un anuncio que, en el momento de ser pronunciado, tiene plena actualidad. Es decir, no se trata de una cuestión pasada, que se recuerda y nada más, sino que es un asunto que concierne y afecta directamente a quienes oyen hablar de ello. Más aún, es un asunto gravísimo, que, en el fondo, equivale a decir lo siguiente: Dios le da la razón a Jesús y os la quita a todos vosotros. Porque, en definitiva, la afirmación según la cual “Dios lo ha resucitado” (Hech 2,24-32; 3,15-26; 4,10; 5,30 ,30; 10,40; 13,30.34.37), viene a decir que Dios se ha puesto de parte de Jesús, está a favor de él y le ha dado la razón, aprobando así su vida y su obra.
Por consiguiente, parece bastante claro que predicar la resurrección y vivir ese misterio consiste, ante todo, en portarse de tal manera, vivir de tal manera y hablar de tal manera que uno le da la razón a Jesús y se la quita a todos cuantos se comportan como se comportaron los que asesinaron a Jesús. Pero, es claro, eso supone una manera de vivir y de hablar que incide en las situaciones concretas de la vida. Y que incide en tales situaciones en forma de juicio y de pronunciamiento: a favor de unos criterios y en contra de otros; a favor de unos valores y en contra de otros; a favor de unas personas y en contra de otras; y así sucesivamente.
De donde resulta una consecuencia importante, a saber: la primera forma de presencia y actuación del resucitado en una persona y en una comunidad de creyentes consiste en ponerse de parte de Jesús y de su mensaje, en el sentido indicado. Por lo tanto, se trata de una forma de presencia y de actuación que inevitablemente resulta conflictiva, como conflictiva fue en el caso de los primeros creyentes, que se vieron perseguidos por causa de su fidelidad al anuncio del resucitado.
Y todo esto, en definitiva, quiere decir lo siguiente: Jesús fue perseguido y asesinado por defender la causa del ser humano, sobre todo por defender la causa de los pobres y marginados de la tierra, contra los poderes e instituciones que actúan en este mundo como fuerzas de opresión y marginación. Por lo tanto, se puede decir que cuantos sufren el mismo tipo de persecución que sufrió Jesús, esos son quienes viven la primera y fundamental forma de presencia del resucitado en sus vidas, mientras que, por el contrario, quienes jamás se han visto perseguidos o molestados, quienes siempre viven aplaudidos y estimados, ésos se tienen que preguntar si su fe en la resurrección no es, más que nada, un principio ideológico con el que a lo mejor se ilusionan engañosamente. He ahí un criterio importante, fundamental incluso, para compulsar y medir nuestra propia fe en Jesús Resucitado.
El triunfo de la vida: el Resucitado está presente donde la vida lucha contra la muerte
La enseñanza de San Pablo sobre la resurrección se centra, sobre todo, en un punto esencial, a saber: que la resurrección cristiana es el triunfo definitivo de la vida sobre la muerte. Así fue en el caso de Jesús. Y así es también en la situación, en la vida y en la historia de cada creyente (Rom 6,4.5.9; 7,4; 2 Cor 5,15; Fil 3,10-11; Col 2,12). Porque, en definitiva, el destino del cristiano es el mismo destino de Jesús.
Por otra parte, hay que tener muy en cuenta, cuando hablamos de la resurrección, que no se trata solamente del triunfo de la vida en la “otra vida”, sino del triunfo de la vida sobre la muerte ya desde ahora, en las condiciones y en la situación de nuestro mundo y de nuestra historia. En este sentido, la afirmación de la carta a los Colosenses resulta magistral: “Fue él quien os asoció a su resurrección por la fe en la fuerza de Dios que lo resucitó a él de la muerte. Y a vosotros, muertos como estabais por vuestros delitos y por no extirpar vuestros bajos instintos, Dios os dio vida con él” (Col 2,12-13). En este texto, los verbos están en pasado. Lo cual quiere decir que el acontecimiento ya se ha producido: la vida ha triunfado ya sobre la muerte. Y se expresa en el triunfo sobre los delitos y sobre los bajos instintos a los que va sometiendo progresivamente, hasta su expansión definitiva y última, que acontecerá en el “más allá”.
Ahora bien, todo esto quiere decir que la resurrección se vive y se hace presente donde la vida lucha contra la muerte, donde las fuerzas de la vida vencen a las fuerzas de la muerte. Pero aquí conviene que seamos lúcidos y no nos dejemos engañar. Porque en esta vida hay dos clases de fuerzas que empujan hacia la muerte: de una parte, están las fuerzas que son absolutamente inevitables, porque no dependen en absoluto de la libertad y de la voluntad de los hombres y mujeres; pero están, por otra parte, las fuerzas evitables, las que dependen directa o indirectamente de la libre determinación de las personas, A las primeras pertenecen, por ejemplo, el envejecimiento o una catástrofe natural; a las segundas pertenecen las guerras, las condiciones economices, sociales y políticas y todo lo que, en definitiva, está a nuestro alcance.
Vistas así las cosas, hay que decir que la resurrección se hace presente y se manifiesta allí donde se lucha y hasta se muere por evitar la muerte que está a nuestro alcance y por suprimir el sufrimiento que se puede evitar. Y aquí es donde, sobre todo, tiene que hacerse patente y tangible la fe en la resurrección: sufriendo por suprimir el sufrimiento y hasta muriendo por evitar la muerte. De tal manera que la fe en la resurrección es lo que tiene que ser en la medida en que se acerca a esta forma de praxis, es decir, en la medida en que se acerca a este compromiso práctico con la vida y en favor de la vida.
Desde este punto de vista, hay que denunciar todas las formas de evasión y alienación que, en último término, se vienen a reducir a una fe más o menos teórica y colocada solamente en el “más allá”, mientras que asistimos, en el “más acá”, al terrible espectáculo del sufrimiento y de la muerte con la conciencia de que eso no concierne propiamente a nuestra fe en el resucitado. Seguramente consiste en eso uno de los peligros más serios que amenazan a la fe: se acepta teóricamente lo que no está a nuestro alcance, mientras que no se presta atención a lo que prácticamente sí está en nuestra mano. Por la sencilla razón de que lo primero no compromete a nada, mientras que lo segundo constituye una amenaza terrible para nuestra propia seguridad. “¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?” (Hech 1,11). Sin duda, estas palabras angélicas, dirigidas a los primeros discípulos de, Jesús, deberían convertirse en lema para muchos cristianos. Para todos los que tranquilizan su conciencia con la fe en la otra vida, mientras que esta vida se desangra por mil heridas abiertas.
Pero hay más. Jesús es la vida (Jn 14,6). De tal manera que él es la resurrección precisamente porque él mismo es la vida (Jn 11,25). No olvidemos que resucitar supone vivir antes. Luego se puede decir, con todo derecho, que Jesús es la plenitud de la resurrección porque él fue antes la plenitud de la vida. Por eso su presencia y su contacto curaba a los enfermos y resucitaba a los muertos. Por eso su tarjeta de presentación y su documento de identidad es la buena noticia de la vida para todo lo que en este mundo es muerte y actúa a favor de la muerte (Mt 11,2-6; Le 4,17-18). De donde resulta que comprometerse por la fe en Jesús es lo mismo que comprometerse por la lucha en favor de la vida. Por una vida más humana, más plena, más feliz y más completa en todos los órdenes de la vida.
La esperanza: no hay fracaso, ni muerte -por el Reino- que nos pueda hundir
Es sin duda alguna el aspecto más frecuentemente destacado en las cartas apostólicas. Seguramente porque esta cuestión representaba una dificultad muy fuerte en aquella sociedad y en aquella cultura, nada propensa a la aceptación de este tipo de cosas (cf. Hech 17,32). Por eso los autores del Nuevo Testamento tuvieron que insistir especialmente en este punto (Jn 5,24; 11,25-26; Rom 8,11. 1 Cor 6,14; 15,12-15; 2 Cor 1,9; 4,14; Ef 2, 5-6; Col 2,12; 3,1; 1 Tes 1,10; 4,14; 2 Tim 2,8; 1 Pe 1,3). Hasta el punto de llegar a decir que quien presta su adhesión incondicional a Jesús “no sabrá nunca lo que es morir” (Jn 8,51).
Pero, en realidad, ¿qué es lo que nos viene a decir todo esto? Ante todo, nos viene a decir que nuestra vida no está condenada al fracaso y la frustración, sino que, por el contrario, quienes creemos en Jesús tenemos, por eso mismo, asegurada la pervivencia, por encima de la aplastante evidencia de la muerte. Por lo tanto, nos viene a decir que allí “donde se estrellan todas las esperanzas humanas” (J. Moltmann), allí precisamente empieza la esperanza de los creyentes. Y, por consiguiente, nos viene a decir que no hay fracaso ni frustración que nos pueda hundir, por muy sombrío que se presente el horizonte, incluso cuando tenemos delante una cosa tan inevitable como es la muerte o una realidad tan aplastante como el fracaso de un condenado a la más humillante de las ejecuciones.
Pero, si es que somos coherentes, tenemos que sacar hasta la última consecuencia de todo este planteamiento. Porque lo absurdo sería esperar contra la muerte, pero no soportar la contradicción de todo lo que es menos que la muerte. Es más, todo esto nos indica también que la esperanza cristiana no consiste en eliminar la contradicción. Porque no consiste en eliminar la muerte. Pero es el triunfo sobre la muerte, a pesar de la misma muerte. Pues lo mismo en todo lo demás. En los fracasos de la vida, en las contradicciones grandes y pequeñas, en la oposición que con frecuencia experimentamos de la manera que sea. Con tal, claro está, que se cumpla una condición: que se trate de fracasos, frustraciones y oposición al reino de Dios, al proyecto de Jesús sobre la historia y la humanidad. Por eso, en la medida en que nuestras aspiraciones coinciden con ese proyecto, no tenemos derecho al desaliento y menos aún a la falta de esperanza.
La consecuencia inmediata, que de aquí se sigue, es de una enorme actualidad. Con frecuencia encontramos en la vida a personas o grupos que se cansan de luchar, porque se han decepcionado a fuerza de fracasos y contradicciones. Por supuesto, una reacción así es comprensible. Pero es comprensible solamente cuando las cosas se miran sin fe. Por eso, cuando en un tiempo de desencanto como el actual vemos a tantos que dicen “¡basta ya!” y se dedican a vegetar en posiciones más o menos cómodas, hay que preguntarse dónde está la fe de esa gente, dónde está su profundidad cristiana y dónde está su esperanza. Porque -hay que decirlo una vez más- la esperanza de los cristianos no es solamente esperanza en la vida del cielo, sino también, y precisamente por eso, esperanza en el reino de Dios que ya se ha hecho presente en la tierra, en la vida y en la historia.
Consecuencias: ¿en qué “lugares” se hace presente el Resucitado?
Empezaba yo estas páginas preguntando si realmente se puede decir que la fe en la resurrección ocupa el centro de la vida de los creyentes. Ahora tenemos ya suficientes elementos de juicio para responder a esa cuestión.
Y, ante todo, después de todo lo dicho, está bastante claro que la fe en la resurrección no consiste en el mero convencimiento teórico e inoperante de quien sabe que existe la otra vida y cree mentalmente en ese asunto. La fe en la resurrección entraña esencialmente la presencia y la actuación del Resucitado en quien tiene esa fe. Ahora bien, después de todo lo que hemos dicho aquí, se puede afirmar que el Resucitado se hace presente en aquellos que le dan la razón a él y se ponen de su parte, en aquellos que luchan en favor de la vida y contra las fuerzas de muerte que actúan en la sociedad y en la historia, y en aquellos que, a pesar de todos los pesares, no se dejan ni vencer ni aun siquiera acobardar por la contradicción y el enfrentamiento, vengan de donde vengan. Pero, en realidad, ¿quiénes son esas personas?
1. No los que “saben” sino los que “actúan”. Por supuesto no son los que saben todo eso y se limitan a saberlo, sino los que actúan en la vida de acuerdo con esos principios, aun cuando ellos se los formulen de otra manera. Aquí, por supuesto, hay que hacer mención expresa de los creyentes anónimos, es decir, de todos aquellos hombres y mujeres de buena voluntad, que desde sus propios presupuestos -dadas las posibilidades concretas de cada cual- actúan de hecho en favor de todo lo que actuó Jesús, aun cuando ni siquiera se hayan enterado de la existencia histórica del mismo Jesús. Y, por el contrario, hay que hablar también de los que, con razón, pueden ser calificados como “ateos religiosos”, es decir, aquellos hombres y mujeres de mala voluntad, que. se sirven de las creencias y de la práctica de la religión para justificar comportamientos de insolidaridad y actuaciones opuestas a todo lo que defendió Jesús.
2. Un tipo de hombre con talante utópico. Por otra parte, es claro que esta manera de entender la fe en la resurrección nos ofrece, como resultante, un determinado tipo de persona. Porque, a fin de cuentas, cada uno viene a configurarse de acuerdo con aquello en lo que de verdad cree o con aquello que constituye la base, de sus convicciones más profundas. Ahora bien, el tipo de persona que surge de la fe en la resurrección es, en primer lugar, un ser humano, con un marcado talante utópico, porque todo lo que defendió Jesús hasta la muerte es, en definitiva, una formidable utopía, la utopía de una sociedad verdaderamente fraternal y solidaria donde terminan por imponerse los valores del Reino de Dios.
3. Inconformista frente a la realidad. En tercer lugar, el tipo de ser humano que surge de la fe en la resurrección es un profundo inconformista frente a la realidad tan desagradablemente injusta y contradictoria que tenemos que presenciar todos los días en nuestro mundo y en nuestra sociedad. Teniendo en cuenta que no se trata solamente del inconformismo frente al pecado, sino además frente a las fuerzas de opresión, de sufrimiento y de muerte que, con frecuencia, generan las instituciones con sus dinamismos a veces muy despersonalizados.
4. Inevitablemente conflictivo. En cuarto lugar, el tipo de ser humano que surge de la fe en la resurrección es inevitablemente un ser humano conflictivo. Porque en la medida en que se toman en serio las dos características anteriores, en esa misma medida se provoca, antes o después, el enfrentamiento y la contradicción. Por lo tanto, no se trata del individuo complicado y difícil, que hace difícil también la convivencia, a resultas de la conflictividad que él vive. Se trata, por el contrario, del constructor de la paz, que se enfrenta a todos los violentos de la tierra.
5. Mirada puesta en el futuro. Y por último, el tipo de ser humano que surge de la fe en la resurrección es el ser humano que cree en el futuro de la vida y de la historia. Y por eso, tiene su mirada puesta en el futuro, más que en la nostálgica consideración del pasado. Pero teniendo presente que no se trata solamente del futuro último, el futuro que trasciende a toda historia, sino el futuro histórico, el futuro de la tierra y de la creación, que es el futuro de cuantos trabajan por una humanidad mejor y un mundo más habitable.
6. “Cor inquietum”. Y para terminar, un texto apasionado y apasionante de J. Moltmann, el teólogo de la esperanza:
«Creer significa rebasar, en una esperanza que se adelanta, las barreras que han sido derribadas por la resurrección del crucificado. Si reflexionamos sobre esto, entonces esa fe no puede tener nada que ver con la huida del mundo, con la resignación y los subterfugios. En esta esperanza, el alma no se evade de este valle de lágrimas hacia un mundo imaginario de gentes bienaventuradas, ni tampoco se desliga de la tierra. Pues, para decirlo con palabras de Ludwig Feuerbach, la esperanza sustituye el más allá sobre nuestro sepulcro en el cielo por el más allá sobre nuestro sepulcro en la tierra, lo reemplaza por el futuro histórico, por el futuro de la humanidad… La fe se introduce en esta contradicción, y con ello se convierte a sí misma en una contradicción contra el mundo de la muerte. Por esto la fe, cuando se dilata hasta llegar a la esperanza, no aquieta sino que inquieta, no pacifica sino que impacienta. La fe no aplaca el cor inquietum, sino que ella misma es ese cor inquietum en el ser humano. El que espera en Cristo no puede conformarse ya con la realidad dada, sino que comienza a sufrir a causa de ella, a contradecirla. Paz con Dios significa discordia con el mundo, pues el aguijón del futuro prometido punza implacablemente en la carne a todo presente no cumplido» (Teología de la Esperanza, Salamanca 1969, 26-27).
Después de todo lo que hemos dicho aquí, y a la luz de estas palabras de Moltmann, podemos llegar a nuestra última conclusión: el resucitado se hace presente y actúa en la historia precisamente en aquellos hombres y mujeres que tienen ese cor inquietum, esa impaciencia. Aun cuando ellos no lo sepan decir con estas palabras o con otras parecidas. Porque aquí no es cuestión de saberes o de palabras. Es cuestión de una fe que inquieta, que impacienta, y que empuja hacia el futuro de la humanidad, con el firme convencimiento de que la utopía es posible.
José M. Castillo
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