Sábado Santo: Descendió a los infiernos
Del blog de Xabier Pikaza:
Parece un día plano, sin más emoción que la muerte ya pasada, sin liturgia cristiana (hasta la gran vigilia de pascua, esta noche, puesto ya el sol, a la luna llena de la primavera).
Y sin embargo, en este preciso día, la confesión pascual del NT y la liturgia de la Iglesia incluye la certeza de que Jesús fue sepultado y bajó a los infiernos (es decir, al abismo de la muerte, que los antiguos llamaban Hades o Sheol), como indican de formas convergentes la tradición paulina (1 Cor, 15, 4) y los evangelios (cf. Mc 15, 42-47 par).
Pues bien, avanzando en esa línea, el Credo de los apóstoles añade que descendió a los infiernos (en griego: katelthonta eis ta katôtata; en latin: descendit ad inferos), conforme a una palabra clave de la tradición cristiana que dice:
«Padeció bajo el poder de Poncio Pilato.
Fue crucificado, muerto y sepultado.
Descendió a los infiernos.
Al tercer día resucitó de entre los muertos».
Voy a fijarme hoy en la ante-última frase, una palabra que a veces tendemos a olvidar, como si no formara parte del Credo, nosotros que apenas creemos en “un infierno eterno” (condena total) que vendría de Dios, pero que vamos creando multitud infierno de condena, de exclusión y muerte en ese mismo mundo.
El infierno al que bajó Jesús:
– es, en primer lugar la muerte eterna que tiende a dominarlo todo, la destrucción sin salida, el frío cósmico…
– pero es, en segundo lugar, la muerte histórico que tiende a dominarlo todo, la muerte que viene del pecado, de la injusticia, de la indiferencia, de la prepotencia y violencia de algunos (de muchos)
– esa muerte aparece más clara en las tierras dominadas por ISIS o por los traficantes de la vida, pero también en Lesbos y Eidumene…, en los hambrientos, refugiados, trabajadores del hambre..
– esa muerte está en la gran política de Europa o de la Gran América, de aquellos poderes que no acogen, sino que expulsan de su tierra a los emigrantes del miedo, del hambre…
– es la muerte fabricantes de armas, de los violadores y asesinos…La muerte de las cárceles, de las casas sin pan, de los caminos sin salida, de los hospitales…
El infierno está en todos los lugares donde tiende a dominar el odio y la prepotencia… el desinterés, la envidia… Pues bien, en ese contexto debemos añadir:
sin la bajada de Cristo a los infiernos de la historia humana no existe redención cristiana, no se puede hablar de muerte verdadera, ni de auténtica pascua; si no ayudamos a los condenados al infierno de nuestro mundo no podremos entender al Cristo.
A lo largo de toda su vida, y de un modo especial a través de su muerte en Cruz (con los expulsados y condenados de la humanidad), Jesús “descendió a los infiernos”. Al proclamar esa palabra, el credo venerable de la Iglesia expresa un misterio de muerte (de encarnación en la miseria y sufrimiento de los hombres) y de victoria sobre la muerte, que pertenece a la experiencia más honda del evangelio (Imagen: Icono de Jesús que baja con su cruz al “infierno” de Adán, para liberar a los cautivos de la opresión y de la muerte).
1. Muerte e infierno.
Porque asume nuestra vida en finitud, Jesús ha tenido que aceptar nuestro destino, expresando su misterio radical de Hijo de Dios en nuestra propia condición de seres para la muerte. Porque asume nuestra condición de pecado (violencia), ha tenido que penetrar en el abismo de la lucha interhumana, introduciendo el cielo del amor y gracia de Dios en el infierno de conflictividad de nuestra historia, donde envidia y violencia le han matado.
Algunos iconos de Oriente presentan la cuna de Jesús como sepulcro donde el mismo Dios comienza a morir ya cuando nace como humano. Pues bien, invirtiendo esa figura, el evangelio ha interpretado la muerte como nuevo nacimiento y cuna de la historia. Lógicamente, esa muerte puede presentarse como principio de discernimiento: para que se revelen los pensamientos interiores (dialogismoi) de muchos corazones (cf. Lc 2, 35).
– La muerte de Jesús es el momento del máximo pecado, como muestran las palabras de los sacerdotes que pasan y pasan, en torno al patíbulo, diciendo:
“Tú, que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, ¡sálvate a ti mismo y baja de la cruz si eres el Hijo de Dios! Ha salvado a otros y a sí mismo no puede salvarse ¡Dice ser rey de Israel! Que baje de la cruz y creeremos en él. Había puesto su confianza en Dios; que Dios le salve ahora, si es que de verdad le quiere, pues se había presentado como Hijo de Dios “(Mt 27, 42-43).
Así ríen de Jesús los que le acusan y expulsan como chivo emisario de sus males. Ellos le entierran en el infierno de la violencia suprema, haciéndose (haciéndole) culpable “de toda la sangre de los justos derramada sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la de Zacarías” (Mt 23, 35).– Pero la muerte de Jesús aparece, al mismo tiempo, como principio de resurrección, fuente de gracia:
“Entonces se rasgó el velo del templo, tembló la tierra, las piedras se quebraron y se abrieron los sepulcros, de tal forma que volvieron a la vida muchos cuerpos de los justos muertos… Al ver lo sucedido, el centurión glorificaba a Dios diciendo: ¡Realmente; este hombre era inocente!. Y todas las gentes que habían acudido al espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron a la ciudad golpeándose en el pecho (cf. Mt 27, 51-53; Lc 23, 47-48; Mc 15, 39: ¡Era Hijo de Dios!).
Del infierno de condena, desde el mismo subsuelo de la historia donde Jesús ha descendido brota la esperanza de la vida.
2. La gran muerte de Jesús. Bajó a los infiernos
Todos los humanos, lo sepan o lo ignoren, están unidos al Cristo que grita en la noche (¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?: Mc 15, 34) y al Señor de la aurora pascual que abre los sepulcros, ofreciendo esperanza a los humanos (cf. Mt 28, 1-3).
Desde ese fondo queremos evocar la palabra quizá más extraña y misteriosa del Credo: ¡bajó a los infiernos!, al lugar donde todos los humanos estábamos unidos, como rebaño para la muerte. Jesús ha penetrado en ese abismo, llegando así a lo que la iglesia llama “los infiernos”, el sub-mundo donde mueren los difuntos.
En este contexto, infierno no significa la condena de aquellos que rechazan la salvación de Jesús (y pueden quedar sin Dios, sin ellos mismos, por los siglos de los siglos, tras la muerte de este mundo), sino el perecimiento universal de aquellos que mueren mueren en este mundo, aplastados por la finitud de la vida y la violencia de la historia, por los males sociales por el pecado de los otros.
Conforme a la visión tradicional del judaísmo y de la iglesia antigua, este infierno (sheol, hades, seno de Abrahán…) es el destino de muerte de todos los humanos, a no ser que Dios venga a liberarles por el Cristo. La muerte misma en cuanto destrucción: eso es el infierno. Pues bien, el credo afirma que Jesús “ha descendido” al lugar o estado de ese infierno, para liberar a los humanos de la muerte, ofreciéndoles su resurrección.
3. Bajó a los infiernos. Misterio de pascua.
Diciendo que bajó a los infiernos el credo destaca el abismo de dureza, destrucción y dolor donde Cristo culminó su solidaridad con los humanos. Quien no muere del todo no ha vivido plenamente todavía: no ha experimentado la impotencia poderosa, el total desvalimiento.
Jesús ha vivido en absoluta intensidad; por eso muere en pleno desamparo. Ha desplegado la riqueza del amor; por eso muere en suma pobreza, preguntando por Dios desde el abismo de su angustia. De esa forma se ha vuelto solidario de los muertos. Sólo es solidario quien asume la suerte de los otros. Bajando hasta la tumba, sepultado en el vientre de la tierra, Jesús se ha convertido en el amigo de aquellos que mueren, iniciando, precisamente allí, el camino ascendente de la vida:
– Jesús fue enterrado (cf. Mc 15, 42-47 y par; l Cor 15, 4). Sólo quien muere de verdad puede resucitar “de entre los muertos”: Jesús ha bajado al lugar de no retorno, para iniciar allí el retorno verdadero.
– Como Jonás “que estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches…” (Mt 12, 40), así estuvo Jesús en el abismo de la muerte, para resucitar de entre los muertos (Rom 10, 7-9).
En el abismo de muerte ha penetrado Jesús y su presencia solidaria ha conmovido las entrañas del infierno, como dice la tradición: “la tierra tembló, las rocas se rajaron, las tumbas se abrieron y muchos de los cuerpos de los santos que habían muerto resucitaron” (Mt 27, 51-52). De esa forma ha realizado su tarea mesiánica:
Sufrió la muerte en su cuerpo, pero recibió vida por el Espíritu.
Fue entonces cuando proclamó la victoria
incluso a los espíritus encarcela¬dos que fueron rebeldes,
cuando antiguamente, en tiempos de Noé… (1 Pe 3, 18-19).
Se ha dicho que esos espíritus encarcelados eran los humanos del tiempo del diluvio, como supone la liturgia, pero la exégesis moderna piensa que ellos pueden ser los ángeles perversos que en tiempo del diluvio fomentaron el pecado, siendo por tanto encadenados. Sea como fuere, a partir de este pasaje, ¬la iglesia afirma que Jesús ha penetrado en el abismo de dolor y destrucción de nuestra tierra, compartiendo la suerte los muertos, haciéndose fuente de vida para ellos.
4. Una voz de la Liturgia del Sábado Santo
Jesús había descendido ya en el mundo al infierno de los locos, los enfermos, los que estaban angustiados por las fuerzas del abismo: ha asumido la impotencia de aquellos que padecen y perecen aplastados por las fuerzas opresoras de la tierra, llegando de esa forma hasta el infierno de la muerte. Así se relaciona con Adán, el humano originario que le aguarda desde el fondo de los tiempos, como indica una antigua homilía pascual:
¿Que es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra: un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey se ha dormido en la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo. Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción al abismo.
Va a buscar a nuestro primer padre, como si éste fuera la oveja perdida. Quiere visitar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte (cf. Mt 4, 16). Él, que es al mismo tiempo Dios e Hijo de Dios, va a librar de sus prisiones y de sus dolores a Adán y Eva.
El Señor, teniendo en sus manos las armas vencedoras de la cruz, se acerca a ellos. Al verlo, nuestro primer padre Adán, asombrado por tan gran acontecimiento, exclama y dice a todos: mi Señor esté con todos. Y Cristo, respondiendo, dice a Adán: y con tu espíritu. Y, tomándolo por la mano, lo levanta diciéndole:
Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz (cf. Ef 5, 14). Yo soy tu Dios que, por ti y por todos los que han de nacer de ti me he hecho tu hijo. Y ahora te digo que tengo el poder de anunciar a los que están encadenados: ¡salid!; y a los que se encuentran en tinieblas: ¡levantaos!. Y a ti te mando: despierta, tú que duermes, pues no te creé para que permanezcas cautivo en el abismo; levántate de entre los muertos, pues yo soy la vida de los muertos. Levántate, obra de mis manos; levántate, imagen mía, creado a mi semejanza. Levántate, salgamos de aquí, porque tú en mi y yo en ti¬ formamos una sola e indivisible persona. (P. G. 43, 439. Liturgia Horas, sábado santo).
Jesús ha descendido hasta el infierno para encarnarse plenamente, compartiendo la suerte de aquellos que mueren. Pero al mismo tiempo ha descendido para anunciarles la victoria del amor sobre la muerte, viniendo como gran evangelista que proclama el mensaje de liberación definitiva, visitando y liberando a los cautivos del infierno.
Jesús se ha introducido en la historia de la muerte. Por eso, la palabra de la iglesia le sitúa frente a Adán, humano universal, el primero de los muertos. Hasta el sepulcro de Adán ha descendido Jesús, como todos los humanos, penetrando hasta el lugar donde la muerte reinaba, manteniendo cautivos a individuos y pueblos. Ha entrado hasta ese reino, protegido por la gracia de su propia pequeñez y de su entrega en Cruz. Ha entrado allí para quebrantarlo, volviéndose así redentor de cautivos a Lc 4, 18-18 (cf. misterio 6).
Así aparece Jesús, Christus Victor, Mesías vencedor del demonio y del abismo. Su descenso al infierno, para destruir el poder de la muerte constituye de algún modo la culminación de su biografía mesiánica, el triunfo decisivo de sus exorcismos (cf. misterio 9). Lo que empezó en Galilea, curando a unos endemoniados particulares, lo ha culminado con su muerte, descendiendo al lugar de los muertos, liberándolos a todos del Gran Diablo de la tumba.
5. Cristo en el infierno de la historia, redentor de cautivos
Tomado en un sentido literalista, este misterio (¡descendió a los infierno!) parece resto mítico, palabra que hoy se dice y causa asombro o rechazo entre los fieles. Sin embargo, tomado en su sentido más profundo, como lo vieron los redentores medievales (trinitarios, mercedarios…), este misterio constituye el culmen y clave de todo evangelio.
Aquí se ratifica la encarnación redentora de Jesús: sus curaciones y exorcismos, su enseñanza de amor y libertad. Jesús sólo se puede llamar Cristo si ha vencido a la muerte, si ha ofrecido comunión de Dios y vida eterna a los difuntos antiguos de la corrupción insuperable de la historia. Sólo es Cristo porque, habiéndose entregado por el reino, ha ofrecido a todos los humanos el cielo de su gracia, el amor victorioso de Dios. Desde aquí podemos y debemos distinguir ya los dos infiernos:
– Este primer infierno, al que Jesús ha descendido por su muerte es el abismo de la destrucción donde los humanos acababan (acaban) penetrando al final de una vida que les lleva sin cesar hasta la tumba. Había sobre el mundo otros infiernos de injusticia, soledad y sufrimiento; pero sólo el de la muerte era total y decisivo. Pero Jesús ha derribado sus puertas, abriendo así un camino que conduce hacia la plena libertad de la vida (a la resurrección), en ámbito de gracia. A este nivel se puede hablar de “apocatástasis”: reconstrucción de la realidad, salvación definitiva. Por eso, en principio, están (estamos) todos salvados por el Cristo.
– Hay un segundo infierno o condena irremediable de aquellos que rechazando el don de Cristo y oponiéndose de forma voluntaria a la gracia de su vida, pueden caer en la oscuridad y muerte por siempre (por su voluntad y obstinación definitiva). Salvación y condena no son posibilidades simétricas, caminos igualmente abiertos para el ser humano.
Estrictamente hablando sólo existe salvación, pues Cristo ha muerto para liberar a los humanos de su infierno; sólo si algunos rechazan su amor y perdón para siempre final puede hablarse de un mal definitivo, de aquello que Ap 2, 11; 20, 6.14; 21, 8 llama muerte segunda, expresada en un infierno infernal o condena sin remedio (sin esperanza de otro Cristo). En la línea de ese infierno segundo se sitúan aquellos que prefieren quedarse en su violencia, de manera que no aceptan, ni en este mundo ni el nuevo de la pascua, la gracia mesiánica y el amor universal de Jesús. Sabemos que Jesús no ha venido a condenar a nadie; pero si alguien se empeña en mantenerse en su egoísmo y violencia puede convertirse él mismo (a pesar de la gracia de Jesús) en infierno perdurable.
Ha penetrado Jesús en el infierno de la muerte que recoge la angustia de los campos de concentración, de las guerras pavorosas, del hambre torturante, de las cárceles horrendas… Ha allí para liberar a los humanos. Con él deben penetrar sus seguidores en los viejos y nuevos infiernos del mundo, regalando vida (esperanza de cielo) a los abandonados, perdidos, destruidos. La confesión de fe se vuelve así palabra de solidaridad humana, cristología al servicio la vida.
BIBLIOGRAFÍA
Además de trabajos generales sobre la muerte y resurrección de Jesús cf.:
R. Aguirre, Exégesis de Mt 27, 51b-53. Para una teología de la muerte de Jesús en el evangelio de Mateo, Seminario, Vitoria 1980;
Aulen, G., Le triomphe du Christ, Aubier, Paris, 1970;
L. Bouyer, Le mystére pascal, Paris 1957;
W. J. Dalton, Christ´s proclamation to the Spirits.A study of 1 Pe 3, 18; 4, 6, Inst. Bib., Roma 1965;
X. Pikaza, La historia de Jesús, VD, Estella 2013.
H. U. von Balthasar, El misterio pascual en Mysterium salutis III/II, Madrid 1971, 237-265.
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