Viernes Santo. Quiero ayudarte, Dios mío, para que no me abandones
Una estación del Via-Crucis de este Viernes Santo presenta a Simón de Cirene ayudando a Dios a llevar la cruz de Jesús hasta el Calvario (Mc 15, 20-21). También nosotros podemos ayudar a Dios, para que él puede llevar así su Gran Cruz de Viernes Santo, como pidió y dijo de forma emocionada Etty Hillesum, amiga de Jesús, gran creyente, en su Calvario de Auschwitz.
Jesús de Nazaret gritó a su Dios, como creyente judío y mesías de los hombres: Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado? (Mc 15, 34). Así había orado el Salmista (Sal 22, 2). Así han seguido orando los judíos de Auschwitz, los sirios de Lesbos o Igoumene, a las puertas de Europa, los belgas de la estación de Bruselas.
Éste es el grito del Viernes Santo, cuando el mismo sol se oscurece y la tierra choca, tiembla y se parte ante el dolor de Dios en la vida y muerte (sobre todo, en la muerte injusta) de los hombres, a lo largo y a lo ancho de la geografía humana, que no es solo Bruselas, sino Afganistán, Irak y Siria, con el mundo entero.
El mundo entero grita, con gemidos inefables, la entera creación, como sabía y dijo San Pablo en Rom 8, pidiendo la “filiación”: Que podamos ser y seamos todos hijos de Dios. En ese dolor de parto de Dios vivimos, aguardando la reconciliación completa.
La mejor palabra que encuentro este Viernes Santo, con el Evangelio de la Pasión de Marcos y Mateo…, es la E. Hillesum, judía mesiánica, fascinada por Jesús, cuando la llevaban a la cruz de la cámara de gas en el campo de concentración de Auschwitz, aquellos que querían construir una Europa sin Dios, es decir, sin judíos, gitanos, ni razas inferiores… (1943).
‒ Etty, esta nueva Ester bíblica, no se atrevió a decirle a Dios, como Jesús: Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?, quizá porque se sintió demasiado pequeña para eso.
‒ Pero le dijo unas palabras muy cercanas de emoción de Viernes Santo, ante la muerte, en un mundo convertido en campo de concentración y cámara de gas, por obra de los “sabios” nazis: Quiero ayudarte, Dios mío, para que no me (nos) abandones.
Ésta es, quizá, la más honda interpretación del Viernes Santo que conozco, la oración más honda de los últimos decenios. Ahí la dejo, comentada en dos partes:
— Una sobre la Cruz de Dios, del Dios de Jesús, que es Viernes Santo
— Otra sobre la misma Etty Hillesum, a quien recuerdo esta mañana de Via-Crucis, como judía amiga de Jesús.
LA CRUZ DE DIOS
1. Un mundo de cruces.
Dios ha creado hombres libres, personas llamadas a ser y responderle en libertad, pero capaces de pecar, convirtiendo el mundo en una gran Cruz. De esa forma se ha arriesgado con nosotros. ¿Por qué lo ha hecho, permitiendo que nos matemos unos a otros desde Caín y Abel? ¿Quizá no nos ama? ¡Al contrario! Él nos ama infinita¬mente y quiere que podamos responderle en amor y dialogar con él, acompañándole en su tarea de crear el mundo.
Sólo en este contexto podemos hablar de la misericordia de Dios y con Dios, y lo hacemos con palabras y experiencias que provienen del Antiguo Testamento. Como Padre que nos quiere, nos ha puesto Dios en una tierra austera, bella, fuerte y frágil, y ha previsto, sin duda, nuestros fallos: El rechazo cotidiano de pensarnos dueños de todo, y, en especial, el deseo de dominar a otros hombres con injusticia… Todo eso está vinculado a la Cruz de su hijo Jesús, y las cruces de los hombres.
Dios lo ha tenido en cuenta, ha previsto los miles de millones de cruces hambre y epidemia, de asesinatos y guerras… y a pesar de eso ha querido hacernos libres. ¿Por qué? ¿Porque no le interesamos? ¡Al contrario! Porque le interesamos muchos, y quiere que vayamos caminando, y lo hace él con nosotros, aunque muchos perezcan en la marcha… sabiendo que él mismo muere también en ellos. No quiere que marchemos solos, y así va nosotros, para sostenernos en nuestras caídas, esperando que también nosotros le sostengamos, pues siendo omnipotente él se ha vuelto creatura frágil y misericordioso, como han dicho de manera impresionante los profetas como Isaías.
2. E. Hillesum. Tener misericordia de Dios.
De todas formas, por mucho que Isaías clame, el Dios del Antiguo Testamento sigue estando de alguna forma lejos: No ha sufrido nuestra historia, no ha sentido nuestra angustia, no ha vivido en nuestra carne, no ha luchado ni anhelado en esta masa de tensiones, esperanzas y rupturas que formamos sobre el mundo, de manera que no sabe lo que es vivir en desgarro, morir en cruz siendo inocente… Por muy cercano que sea, ese Dios no puede acompañarnos del todo, ni ser acompañado por nosotros.
Pero los cristianos confesamos que ese mismo Dios ha dado su paso final en Jesucristo, haciéndose plenamente humano, de manera que ha sufrido en la Cruz el máximo abandono, y ha preguntado desde allí al mismo Dios: ¿Por qué me has abandonado? (Mc 15, 34).
¿Por qué “abandona” Dios a los que sufren, a millones y millones, condenados al hambre o a la cámara de gas por la maldad de otros “hermanos”? Entre las propuestas de respuesta que se han dado a esa pregunta destaca la E. Hillesum (1914-1943), condenada a muerte, en un campo de concentración:
Te ayudaré, Dios mío, para que no me abandones, pero no puedo asegurarte nada por anticipado. Sólo una cosa es para mí cada vez más evidente: Que tú no puedes ayudarnos, que debemos ayudarte a ti, y así nos ayudaremos a nosotros mismos (cf. Una vida compartida, Anthropos, Barcelona 2007, 142).
“Te ayudaré para que no me abandones”. Así dice esta judía enamorada del Dios de Jesús, desde un campo de exterminio nazi, descubriendo su vocación de acompañar y de ayudar con su misericordia al mismo Dios de la misericordia.
Ella ha visto así que Dios se ha encarnado y sufre en la entraña de de unos hombres y mujeres empeñados en matarle, descubriendo su más alta vocación, que es consolar al Dios que sufre, desde una infame cárcel de muerte. Éste ha sido y sigue siendo un signo supremo de la misericordia, y sólo una mujer, como Hillesum, ha podido descubrirlo, para que también otros podamos compartir su ejemplo.
3. Una tarea de Dios.
E. Hillesum ha descubierto y proclamado de esa forma una experiencia y tarea que sólo algunos grandes cristianos, como Juan de la Cruz, habían puesto de relieve, al decir que podemos y debemos tener misericordia de Dios, como él la tiene de nosotros, haciendo así en él (por él) lo que él hace en nosotros (Comentario Cántico Espiritual B, 39). Ciertamente, él nos consuela, sufriendo con nosotros. Pero nosotros debemos también consolarle, caminando a su lado en amor, muriendo incluso por él y con él, como Jesús.
Muchas veces tenemos miedo, y queremos desertar de esta misión de consolar a Dios, pero Jesús nos invita a seguir, tomando su cruz (la nuestra, la de aquellos que sufren), para acompañar y “animar” de esa manera al mismo Dios, como dijo de forma admirable san Pablo, afirmando que él quería “completar” en su carne los sufrimientos de Cristo, que son los de Dios (Col 1, 24). A veces queremos desertar, pero el Dios de Jesús pide que nos mantengamos, caminando con él, en la obra de su vida.
No nos saca de este mundo, no nos quita el dolor, pero nos ofrece la certeza de que está con nosotros, con su misericordia, queriendo que le acompañemos, acompañando a los que sufren, como decía otro testigo y mártir del Holocausto nazi, hermano cristiano de E. Hillesum, la judía:
“Siendo infinitamente grande, no te encuentras infinitamente lejos, sino cerca de nosotros. Y cuando estamos derrotados, tú no quieres asentarnos en tu fuerza, sino en la debilidad de tu Hijo Jesucristo. Por eso… ya seamos justos o injustos, enfermos o fuertes en la vida, nos arrojamos completamente en tus brazos… ¿Cómo hundirnos en el fracaso cuando superamos con tu Hijo la prueba del desierto? ¿Cómo orgullecemos en el triunfo si llevamos con el Salvador la cruz de nuestras culpas? (cf. D. Bonhöffer, Resistencia y sumisión).
AMPLIACIÓN.
UNA NOTA SOBRE EL VIA CRUCIS E. HILLESUM
o
o
o
Quizá nadie mejor que E. Hillesun (1914-1943), una muchacha de origen judío, que se apasionó por Dios leyendo el evangelio de Mateo, puede enseñarnos a vivir como Jesús judío (y cristiano), a la luz de la tarea que él nos encomienda, “ayudando” a Dios, es decir, colaborando con él. Así dice en un texto que escribe camino del campo de muerte de la Europa que quiso Alemania (la Alemania Nazi) matando entre otros a todos los judíos:
“En la vida hay lugar para todo: para una fe en Dios y para una muerte miserable… Que un pequeño corazón como el humano pueda experimentar tantas cosas, Dios mío, pueda sufrir tanto y amar tanto… Te estoy muy agradecida, Señor, porque Tú has elegido mi corazón en este tiempo para experimentar todo lo experimentable… Cuando pienso en los rostros de los soldados que escoltan los trenes de los deportados…
¡Dios mío, qué rostros! Los he examinado uno a uno apostada en la ventana de mi celda. Nunca jamás nada me ha espantado tanto. Me he planteado preguntas sobre esas palabras bíblicas que son el hilo conductor de mi vida: Dios creó al hombre a su imagen. Sí, esta Palabra ha tenido en mí una mañana difícil…
Quiero ayudarte, Dios mío, para que no me abandones, para que no te extingas en mí. Pero no puedo garantizar nada. Sólo una cosa se me hace cada vez más clara: que Tú no puedes ayudarnos, sino que nosotros debemos ayudarte a Ti, y así es como en definitiva nos ayudamos a nosotros mismos. Es de lo único que se trata: salvar una parte de Ti en nosotros. Y quizá así podamos colaborar a que resucites en los corazones atormentados y desgarrados de los otros hombres”.
No voy a comentar su figura, ni glosar sus obras, bien conocidas por todos los que buscan las huellas de Dios… Simplemente decir que fue una joven “normal” y genial, una mujer enraizada en la historia dividida de Europa, judía, con raíces rusas y alemanas, ciudadana de Holanda, que hablaba perfectamente media docena de lenguas…, con dotes excepcionales para la música y la literatura, la historia y la psicología, una mujer que fue encontrando a Dios, mientras el sistema nazi le iba condenando inexorablemente a muerte.
Así oraba E. Hillesum
No sabía (externamente) nada de religión (siendo judía). Había vivido una vida riquísima, culta, apasionada, pero muy desordenada, hasta que quiso organizarse…, y un amigo suyo, psicólogo judío… puso en sus manos la Biblia, y ella se fijó de un modo especial en el evangelio de Mateo (¡tuve hambre y me disteis de comer!..), como libro religioso y humano, que podría ayudarle a encontrar un sentido en la vida.
Y ese evangelio, judío y cristiano, le abrió a la dimensión del Dios que sufre en la vida de los hombres (hambrientos, sedientos, exilados, encarcelados…), y a la dimensión de una nueva solidaridad humana, por encima de las divisiones, en el centro del cráter, del huracán de la gran perversidad irracional (¡y totalmente racional, al modo humano!) de los nazis.
Quiso ser fiel a Dios y a sí misma, amando y perdonando a todos, incluso a los nazis… a lo largo de una historia rapidísima, fulgurante, de encuentro con Dios, de encuentro consigo misma, entre el 1941 y el 1943, mientras los nazis tejían su tela de araña de muerte sobre Europa. Pudo huir, pero se mantuvo con los suyos. Pudo salvarse apelando a influencias ajenas, pero prefirió mantenerse con los suyos, en el camino de Auschwitz.
Morir como Jesús
Quiso ayudar a Dios, y murió como Jesús, condenada por la Gran Autoridad, en un campo de concentración. Descubrió a través del evangelio de Mateo el “evangelio de Dios”, la buena noticia de la vida:
— Encontró la dimensión religiosa de la existencia, en comunión de fondo con las religiones de Oriente y con la experiencia espiritual de la humanidad (de manera que se ha podido decir que ella ha sido, o podría ser promotora y testigo de un tipo de religiosidad “supra-confesional”, más allá del judaísmo y cristianismo)
— Pero encontró, en concreto, al Dios judío (¡Mateo, el más judío de todos los evangelios, en sus afirmaciones y en sus críticas!), encontrando al Dios Cristiano, al de Jesús que se encarna en el sufrimiento de los hombres, muriendo con (por) ellos. Por eso, siendo testigo de un tipo de apertura universal a Dios, ella se vincula de un modo concreto al Dios de las tradiciones de Israel, tal como han sido re-creadas por Jesús, el judío (Mesías crucificado, presente en los pobres).
— Desde ese momento, en un camino que tendía inexorablemente a Auschwitz (como el de Jesús tendía a la cruz de Jerusalén) fue descubriendo a Dios, haciendo que en su vida se fuera encarnando el Dios de Cristo, judío y cristiano, Dios universal, siendo, al mismo tiempo, el más “confesional” de todos los Dioses, el de Jesús.
— No dejó de ser judía para hacerse cristiana, ni fue cristiana eclesial (no tuvo tiempo, ni ocasión para ello)… Fue judía y cristiana, mujer sufriente y deseosa de vida. Así descubrió y vivió el cristianismo desde el exilio de un campo de concentración, dirigiéndose a la muerte, recuperando y amando a su familia, abriendo su corazón hacia todos.
–Supo que Dios podría ayudarle de un modo distinto, pero supo también que ella “podía y debía ayudar a Dios”, como lo hizo Jesús; y así lo dijo, con un lenguaje que puede ser “poco ajustado” para teólogos “finos”, pero que es profundamente evangélico. En ese sentido, desde sus raíces judías, ella descubre en dos años de búsqueda intensa, en las más duras condiciones imaginables, siendo llevada hacia Asuchwitz, al Dios judío, “encarnado” (expresado) en Jesús, el crucificado.
Encontró a Dios y quiso ayudarle en el camino de Auschwitz, en el que muchos (ateos, judíos y cristianos, incluso el Papa Benedicto XVI) preguntaron y siguen preguntado:
Dios, Dios ¿dónde estabas entonces y dónde estás ahora?
Muchos, una gran mayoría, no han sabido responder, y así quedan en silencio (y rabia) ante el Dios al parecer ausente. Pero ella, que estaba haciendo el camino y que acabó inexorable en una cámara de gas… supo que estaba ayudando a Dios, y así se lo confío, humilde y sinceramente a unos cuadernos de diario que se salvaron, afortunadamente (por gestión de amigos)par así guardar memoria de los hechos, y de su amor inmenso, de mujer judía, de amiga de Jesús, apasionada de Dios.
Ciertamente, ella también preguntó por Dios (a lo largo de sus dos últimos años, de la mano del Jesús de Mateo, que termina en la cruz llamando: Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?: Mt 27, 46), pero más que preguntar a Dios ella vivió en Dios y para Dios, es decir, para los demás, como Jesús judío:
Se puso en las manos de Dios para ayudarle, hasta el final, ayudando a sus hermanos judíos y a todos los condenados a muerte… para que Dios pudiera ser divino.
(Para amantes del gran pensamiento: En el fondo del tema de “ayudar a Dios” puede escucharse la polémica “de auxiliis”, quizá la mayor contribución teológica hispana de todos los tiempos)
Comentarios recientes