I Domingo de Cuaresma 13 febrero, 2016
“Si eres hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan”. Lc 4, 3
Tras la fuerte e íntima experiencia de su propio Bautismo, Jesús se dirige al desierto. Acaba de conocer quién es, su identidad: “Tú eres mi Hijo amado”. Hijo y Mesías, Hijo y enviado, el Ungido.
Por la fragilidad de su condición humana necesita tiempo, espacio, pensar, asimilar su identidad y, en función de ella, reorientar su vida. Se retira al silencio y a la soledad del desierto. Con el paso de los días y lejos de las distracciones exteriores, es ahí, en la quietud del desierto, de su desierto, en medio de la nada, en su noche cuando le asaltan los temores y la voz de su ego: “si eres hijo de Dios…” Reto que también le acompañará en la Cruz: “si eres hijo de Dios, sálvate a ti mismo y baja de la cruz”.
Lo es. Es Hijo de Dios, y además, Amado. Sentir esa certeza en lo más profundo de su ser es lo que le lleva a permanecer, al igual que en la cruz hasta el final, en la soledad del desierto, en su noche, en la nada. Y sin embargo, esa misma permanencia le agudiza la escucha de la Palabra llenándole de confianza y seguridad, agarrándose a ella una y otra vez, y mirando cara a cara a sus temores: “Está escrito…”.
Jesús escucha la Palabra, la acoge en su corazón, la pronuncia con sus labios y la cumple por medio de sus acciones. Interesante y difícil tarea la que nos propone para, al menos, estos cuarenta largos días de Cuaresma que comenzamos. Podemos prestar especial atención a nuestra manera de escuchar la Palabra, de escuchar las palabras de quienes nos rodean, reflexionar sobre el valor que damos a nuestras propias palabras e interrogarnos cuántas veces rompemos el Silencio pronunciando palabras absurdas.
Dios Trinidad, nuestro corazón está alegre
porque sabe que tú lo escuchas y lo miras.
Ojalá tu Palabra se sienta escuchada y acogida por nuestro corazón.
Ojalá nuestros labios no la corrompan al pronunciarla.
Ojalá nuestras acciones sean reflejo suyo.
Amén.
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