Navidad: Lo que sabemos de Jesús
Con ocasión de este domingo de la Sagrada Familia (27.12.15) quiero ofrecer una una reflexión de base sobre la realidad de Jesús:
— Lo que sabemos de ella con seguridad,
— lo que puede cuestionarse en un plano de historia,
— lo que podemos decir en un plano de fe.
Salen estos días en la prensa noticias extrañas, y algunos afirman incluso que Jesús nació 5.000 años antes de su nacimiento, pues todo lo que de él se dice sería puro mito, sin fundamento histórico alguno. Otros afirman que no sabemos nada…
Pues bien, en ese contexto, podemos y debemos afirmar, en esta Navidad, algunas cosas importantes de la vida, empezando por su nacimiento (sabiendo siempre que la fe en Jesús como hijo de Dios se sitúa en un otro plano, que no puede demostrarse):
1. Es indudable que Jesús nació, en torno al año 6 a.C. en algún lugar de Judea o Galilea, aunque los datos concretos de su nacimiento han sido recreados simbólicamente, para así indicar mejor la importancia que ellos tienen para los creyentes.
2. También es indudable que fue un hombre significativo, que planteó unos problemas y abrió unos caminos de importancia en la sociedad de su entorno judío y romano, aunque (¡por eso!) las autoridades oficiales del judaísmo de Jerusalén no le aceptaron y el gobernados romano le condenó a morir en una cruz (hacia el año 30 d.C.).
3. Los discípulos de Jesús crearon “iglesias”, o grupos de “creyentes mesiánicos”, apoyándose para ello en la certeza de que él estaba vivo (=había resucitado), impulsándoles a recrear su misión, no sólo en Israel, sino entre todos los pueblos. Ciertamente, se puede discutir la “realidad” y/o sentido de esa resurrección, pero es indudable que los primeros cristianos creyeron en ella y así continuaron y recrearon la obra de Jesús (entre el 30 y 60 d.C.) y fueron uniéndose hasta crear entre el 100 y 120 d.C. la Gran Iglesia (la comunidad unitaria de los creyentes de Jesús).
El nacimiento y vida de Jesús abre así una pregunta, a la que podemos responder de tres maneras:
— (a) Jesús nació, y tuvo cierta importancia, pero ya no es significativo para nosotros, de manera que no podemos llamarle Hijo de Dios, ni Cristo o Mesías. Más aún, el testimonio de las iglesias creadas en su nombre resulta actualmente poco edificante, incluso escandaloso. Quizá sería mejor olvidar a Jesús.
— (b) Jesús nació y tuvo importancia durante casi dos mil años, y aún puede servirnos de ejemplo, pero ya no decide el sentido de la historia. Por eso podemos recordar su nacimiento como sólo como un dato simbólico o folklórico, igual que podríamos recordar el nacimiento de Buda o Muhammad (o de otros personajes significativos).
— (c) Por el contrario, los creyentes pueden seguir y siguen afirmando que Jesús es Hijo de Dios, de manera que su Navidad (su Nacimiento) es una revelación sagrada del sentido y la tarea “divina” de la vida.
Así dejo el campo abierto para la reflexión histórica y creyente, indicando a continuación lo que de verdad sabemos sobre Jesús. Buen día a todos.
Un personaje significativo
En nuestra cultura no hay quizá personaje más popular, y le recordamos incluso al contar los años: Antes o después de Jesucristo. Se conoce bastante bien su vida, aunque sigue habiendo en ella huecos fascinantes (¿por qué hizo lo que hacía, por qué se dejó matar?), de manera que algunos han dicho que no pudo existir, que fue sólo un mito condensado como historia: Un faraón judaizado, un héroe griego incardinado en Galilea, la avatara palestina de un Dios indio…. Pero tras veinte siglos su vida real resulta más sorprendente y rica que las fantasías o dogmas posteriores.
Muchos cristianos le han llamado y le llaman Hijo de Dios, Señor Celeste, Segunda Persona de la Trinidad… Pero él sigue siendo un rabino y carismático judío de Galilea, ajusticiado en Jerusalén en la Pascua de Primavera del 30 d. C. Fue un hombre de pueblo, que recogió y quiso cumplir con su mensaje la tradición israelita, condensada de un modo especial en la Biblia.
Se llamaba Jesús (=Dios Salva), como Josué/Jesús, un antiguo conquistador judío, y sus seguidores le han llamado Cristo (Mesías), dándose así un nombre compuesto: Jesucristo.
Debió nacer el 6 a. C., porque un tal Dionisio (470–544 d.C.), apellidado Exiguo (por su poca perspicacia), que fijó la fecha de su nacimiento, erró por seis años y llamó año 1 al que debía ser el 6 d. C. La trayectoria “oficial” de su vida ha estado modelada y manejada por teólogos y sacerdotes cristianos, pero en los dos siglos, empezando en Alemania y siguiendo en Francia, Inglaterra, Estados Unidos, miles y miles de historiadores neutrales han fijado al detalle su figura.
No hay en el mundo personaje más estudiado, y aunque se publican cada año cientos de libros sobre su vida, unos divulgativos, otros muy científicos, escritos por especialistas cristianos o no cristianos, él sigue ante nosotros un enigma.
Un enigma en parte conocido, con preguntas que siguen abiertas
Cuando más se le conoce más preguntas plantea. Unos le llaman rebelde fracasado, otros anarquista, vidente o profeta ejemplar, hijo de Dios, mago sanador, alquimista oculto, poeta, amante o gnóstico asesinado… La mayoría le tiene como bueno y añaden que su influjo a través de la Iglesia o fuera de ella ha sido positivo, aunque otros contestan que la Iglesia ha manipulado su figura para mal…
No conocemos el día de su nacimiento, pues la Navidad (25 de Diciembre, solsticio de invierno en el hemisferio norte) es una armonización simbólica de la liturgia cristiana (Jesús = Sol naciente…). Su vida parece sencilla, pero resulta enigmática.
Era un hombre de pueblo (artesano), sin formación especializada, pero se sintió enviado por Dios, como los antiguos profetas de Israel, y así comenzó a proclamar la llegada del Reino de Dios, lo que implicaba el fin y cumplimiento de todos los restantes reinos, incluido el de Roma. Con ese convencimiento inició una marcha mesiánica en Galilea, pero fue rechazado en Jerusalén por los sacerdotes judíos y ajusticiado por el gobernador romano. .
Fue y sigue siendo un hombre de muchos testimonios. Como es normal, su historia ha sido recogida en la memoria y en los textos de sus seguidores, que formaron la Iglesia Cristiana, en la que se recordó siempre la historia de Jesús, empezando por las cartas de San Pablo (49‒57 d.C.), y siguiendo por los evangelios de Mateo y Marcos, Lucas y Juan (70‒100 d.C.).
Esos evangelios son biografías religiosas, es decir, confesionales, para uso de la Iglesia, pero insisten en su historia, recogiendo los recuerdos de su vida, las causas de su muerte.
Como es normal, panegiristas y devotos posteriores tienden a sacralizar la historia de sus “héroes”, que al fin pierden casi su identidad humana. Con Jesús pasó, al menos parcialmente, lo contrario:
— Los que primero escribieron su vida exaltaron mucho su figura sagrada, olvidando casi su base humana, como hizo San Pablo (que escribió sobre Jesús a los veinte años de su muerte), que casi sólo se ocupó de la muerte de Jesús y de su resurrección entendida en línea de misterio…;
— Por el contrario los que vinieron después, es decir, los cuatro evangelistas tuvieron que esforzarse por recuperar su historia humana para que no se perdiera, pues pensaron que sólo siendo un hombre podía ser modelo y “salvador”.
Los historiadores judíos y romanos del siglo I d. C. apenas le citaron, pensando que no merecía la pena recordarle, porque su figura les parecía marginal, sin importancia, en la trama de su tiempo. Pero Flavio Josefo estuvo más atento y en su libro sobre las Antigüedades Judía (Ant), habló de Santiago (“hermano de Jesús, llamado el Cristo”) a quien los sacerdotes judíos asesinaron el 63 d. C., y también de Juan Bautista y de Jesús a quien presenta como un sabio profeta, perseguido por los sacerdotes y ajusticiado por el Gobernador romano (Ant. XVIII, 63-4).
Los historiadores y políticos romanos de principios del II d. C. (Tácito, Suetonio o Plinio el Joven) le recuerdan como un revoltoso, ajusticiado por la autoridad romana, pero su figura les sigue pareciendo carente de importancia. Es evidente que se equivocaron. Buscaban la Gran Historia, los acontecimientos triunfales del Imperio, y no vieron que en Jesús, un personaje en apariencia marginal, vendría a ser más importante que césares de Roma. Suele suceder: Tenemos la gran noticia, pero no sabemos valorarla.
Algo semejante sucede en nuestro tiempo: Algunos han dicho que las fuentes de la historia de Jesús están ya secas y que sólo quedan huellas folklóricas y desdibujadas de su paso por la arena de la playa. Pero otros piensan que ella sigue más viva que nunca:
A. Schweitzer, premio Nobel de la Paz, ha buscado su rostro en la niebla mañanera del Mar de Galilea;
R. Bultmann, el mayor exegeta del siglo XX, sigue escuchando su voz como Palabra de humanidad;
L. Tolstoy le venera como el gran Anarquista y Profeta de la Paz;
F. Dostoievski estuvo impresionado por su testimonio;
y F. Nietzsche, a quien muchos consideran el mayor anticristiano, perdió su “conciencia racional” mientras quería unir a Jesús con Dionisio, Dios griego de la vida.
Fue un hombre especial…
Un hombre especial, en una era de grandes contrastes. No fue un hombre oscuro de provincia extraña (Galilea, Judea), inmerso en una nebulosa mágica, sino que vivió en un contexto de grandes personajes.
Fue vecino y, en algún sentido, continuador de Judas Galileo, líder militar, fundador de los celosos de Dios que se alzó contra el dominio de Roma (6 d. C). Compartió algunos principios religiosos con los “monjes” esenios de la orilla del Mar Muerto (Qumrán), que anunciaban la llegada del juicio de Dios.
Vino tras Hilel (30 a.C.‒ 10 d.C.), inspirador del nuevo judaísmo nacional rabínico, que es aún el gran maestro de los judíos actuales… Fue sabio como Filón de Alejandría (20 aC‒50 dC), que quiso vincular el judaísmo con la sabiduría universal de Grecia, pero Jesús lo hizo en una línea más vital, más popular, empezando desde abajo (en la calle y en los campos), no desde la altura académica y científica.
Vino y actuó en el tiempo justo, en los años en que se estaba incubando en Palestina la revolución que culminaría en la guerra del 67-70 d. C. incitada y acaudillada por un friso de personajes fascinantes que Flavio Josefo ha comentado en sus libros, que culminan con la impresionante masacre (caída) de Masada, el 73 d. C.
No nació en un mundo oscuro ni fue el único que habló de Dios y de su Reino, sino que vivió en un tiempo y una tierra, llena de profetas y pretendientes mesiánicos, enfrentados de modo directo o indirecto con el César Augusto o Tiberio (o con Calígula, Claudio, Nerón…) que se decían representantes de Dios.
Años oscuros, los tres momentos de su vida.
Nació probablemente en Nazaret de Galilea, aunque su familia pudo provenir de Belén de Judá, patria de David y foco de promesas mesiánicas, en un tiempo de gran conflicto social, cuando la tierra estaba pasando de una agricultura de subsistencia a una economía comercial centralizada. Su madre se llamaba María, y su padre José, y tenía por lo menos seis hermanos (cf. Mc 6, 1-6). Para destacar el carácter providencial de su nacimiento, dos evangelios (Mateo y Lucas) dicen que fue concebido por obra el Espíritu Santo y que nació de una virgen, pero éste es un dato espiritual, no biológico.
Su familia parece haber sido religiosa, y Lucas (2, 41-52) supone que sus padres iban a orar cada año al templo de Jerusalén, donde Jesús habría quedado por un tiempo con los rabinos. Pero el evangelio de Marcos (6, 3) le presenta como artesano/trabajador, en un contexto de crisis social.
Más que un intelectual de libro (como otros rabinos de su entorno) fue “obrero de lance”, campesino sin campo, artesano a merced de la oferta y demanda, en tiempos hambre y “locura” política, propensos a un alzamiento que vendría poco después (66-67 d. C.). Pero un día (hacia el 26 d. C.) dejó su trabajo para hacerse mensajero del Reino de Dios (es decir, de su venida), en un camino donde pueden distinguirse menos tres momentos:
‒ Con Juan Bautista, profeta de penitencia. Siendo ya un hombre maduro (con más de treinta años), vino a la zona del Jordán para hacerse discípulo (y colaborador) del Bautista.
No conocemos su vida privada, pero no debía estar casado, pues los textos hablan mucho (bien y mal) de sus familiares (madre, hermanos…), pero no de su mujer e hijos (como habrían hecho, sin los hubiera tenido). Pensó como Juan que el mundo estaba perdido, y que los hombres debían hacer penitencia (convertirse), esperando el juicio de Dios.
‒ Mensajero del Reino en Galilea. Pero el juicio no llegó, y movido por una experiencia personal (cf. Mc 1, 9-11), quizá tras la muerte de Juan (asesinado por el rey Antipas), comenzó a proclamar la llegada del Reino de Dios en las aldeas y pueblos de Galilea, enseñando, curando, animando y acogiendo a los expulsados del sistema, para crear con ellos una “sociedad alternativa”, una humanidad utópica, pero muy real, donde todos pudiera ser hermanos, compartiendo tierra, comida y familia.
‒ Jerusalén, compromiso mesiánico. Pero, tras un tiempo descubrió que los galileos, en general, no aceptaban su proyecto, ni creían en sus signos, ni se preparaban para la llegada de Dios. Pues bien, tampoco entonces se retiró a la vida privada, sino que reaccionó de forma activa y decidió subir directamente a Jerusalén (cf. Mc 8, 27 ss), para instaurar allí el Reino de Dios, “purificando” el templo y provocando a las autoridades.
Silencio y muerte.
Llegó como pretendiente regio, a una ciudad vigilada por sacerdotes judíos y soldados romanos. No vino para morir, sino para instaurar la Soberanía de Dios. Pero, en un sentido externo, fracasó, pues los sacerdotes no le aceptaron ni le siguió el conjunto del pueblo. Viendo que no le recibían, tras despedirse de sus más íntimos en una última cena y prometiéndoles que tomarían la próxima copa en el Reino de Dios, Jesús fue con ellos a un huerto del Monte de los Olivos, por donde, según la esperanza judía, debía venir Dios.
Pero Dios no intervino (externamente), y Jesús fue apresado, sin oponer resistencia militar, traicionado por un discípulo (Judas) y abandonado por otros (Pedro, los Doce). Los sacerdotes le entregaron a Pilato, y Pilato, gobernador de Roma, le condenó a muerte acusándole de no pagar tributos, de revolver al pueblo y de querer hacerse rey (cf. Lc 23, 2). Gritó mientras moría “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”, pero Dios tampoco vino (externamente). Le enterraron los delegados de Sanedrín judío (con permiso de Roma), pues el día siguiente era Pascua y no podía haber cadáveres colgados en la calle.
“Dios” puede hablar de nuevo.
Origen de la Iglesia. Muchos pensaron que todo había terminado. Había sido un hermoso sueño (cf. Lc 24, 19-21), y Jesús un hombre bueno, de bellos ideales, pero la rueda implacable del mundo le aplastó y sólo quedó la nostalgia de su recuerdo. Pues bien algunos de sus discípulos dijeron a los pocos días muerte que él estaba vivo de un modo más alto, pues le habían visto, más real que antes, resucitado, en la Gloria de Dios, y que ellos debían seguir su obra, creando su “iglesia” que, de maneras diversas, ha seguido existiendo hasta el día de hoy (2012).
Así empezó, partiendo de Jesús, la gran aventura de la Iglesia, fundada por sus discípulos que “le vieron” (=dijeron haberle visto) tras su muerte, y que siguieron proclamando su mensaje. Acabó la historia de Jesús, surgió la Iglesia, desde diversos centros, con Magdalena y Pedro, con los helenistas y Santiago (el hermano de Jesús), con Pablo… y otros misioneros.
Más que una Iglesia hubo iglesias que nacieron casi al mismo tiempo como llamas de fuego en un mismo gran bosque. Jesús no fundó directamente la Iglesia, pero podemos decir que dejó preparados varios “focos de incendio”: Pedro y los Doce esperando que Jesús volviera pronto en Jerusalén; las mujeres amigas, dispuestas a recuperar su amor de otra manera; los discípulos de Galilea, reinterpretando su vida; Santiago y los parientes de Jesús, recuperando su pasado; los judíos helenistas, con Pablo, deseosos de llevar el mensaje y proyecto de Jesús a todo el mundo…
Dos respuestas ante Jesús
Murió Jesús y, por su forma de morir (sin cumplir lo prometido) prendió en varios lugares el fuego de su Iglesia, centrado en la afirmación de que él (Jesús) había resucitado. Si Jesús resucitó “de hecho” (y la Iglesia es “cosa de Dios”) o si las iglesias nacieron por factores meramente humanos (aunque apelado a Jesús) es algo que no puede decidirse científicamente.
Además, las dos cosas (intervención de Dios e historia humana de Jesús) se sitúan en planos distintos, de manera que los creyentes pueden decir que todo fue obra de Dios… pero siendo, al mismo tiempo, algo totalmente humano.
Comprensible y razonable es la opinión de los que dicen que Jesús no resucitó, que no es Hijo de Dios (aunque pudo ser un hombre bueno), y que sus discípulos, por tanto, no fueron más que unos ilusos.
Razonable y respetable, en plano de fe, es la opinión de los que afirman que Jesús resucitó, y que por eso ellos se comprometen a retomar su proyecto, re-creando así la nueva historia de la Iglesia.
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