Navidad, tener misericordia de Dios en un mundo de muerte
Navidad es tiempo de gozo… Pero es un gozo en medio del gran dolor de los que mueren (en especial de los niños). Navidad es un tiempo para empezar a llevar la Cruz en el doble sentido de la palabra:
(a) Dios lleva la cruz de los hombres. En Navidad celebramos la historia del Dios que se ha encarnado para compartir nuestra cruz (la cruz de los asesinados, y en especial de los niños que mueren), y así podremos contemplarlo en la próxima Pascua de la Pasión y resurrección de Jesús.
(b) Debemos llevar la Cruz de Dios. Pero, al mismo tiempo, los hombres (con Jesús) pueden y deben llevar la cruz de Dios, teniendo misericordia de él,, pues, en un sentido muy profundo, es quien más lo necesita. Com-padecer a (y con) Dios: Ésta ha sido una de las tareas más honda de la espiritualidad cristiana.
http://www.secretariadotrinitario.org/revistas/326-revista-estudios-trinitarios-suscripcion.html (cf. de Trinidad y Liberación (XII, 2015)
— Éste misterio de la Navidad lo muestra claramente el icono tradicional del nacimiento: Jesús nace bajo tierra, en una tumba; y su cuna es ya un sepulcro. Es como si la liturgia quisiera decir que Jesús nace en (con) todos los niños y mayores que mueren.
— Nadie, que yo sepa, ha destacado mejor este misterio (esta experiencia) que E. Hillesum, una judía, amiga de Jesús, asesinada en Auschwitz por ser fiel al legado de sus padres judíos y a la experiencia más honda del evangelio.
Se trata de compadecer a/con Dios, en sentido espiritual (de oración más honda) y en sentido social y personal: ¡Ayudar al Dios que sufre en los hombres, como sabe Mt 25, 31-46!.
Dios ha tenido misericordia de los hombres; nosotros hemos de tener misericordia del Dios que nos empieza a decir en Navidad: Tenía hambre, era extranjero, estaba enfermo o en la cárcel….
LLEVAR LA CRUZ DE DIOS
Una estación del Via-Crucis presenta a Simón de Cirene llevando la cruz de Jesús hasta el Calvario (Mc 15, 20-21), indicando así que también nosotros podemos y debemos llevar la Cruz de Dios.
1. Un mundo de cruces.
Dios ha creado hombres libres, personas llamadas a ser y responderle en libertad, pero capaces de pecar, convirtiendo el mundo en una gran Cruz. De esa forma se ha arriesgado con nosotros. ¿Por qué lo ha hecho, permitiendo que nos matemos unos a otros desde Caín y Abel? ¿Quizá no nos ama? ¡Al contrario! Él nos ama infinita¬mente y quiere que podamos responderle en amor y dialogar con él, acompañándole en su tarea de crear el mundo.
Sólo en este contexto podemos hablar de la misericordia de Dios y con Dios, y lo hacemos con palabras y experiencias que provienen del Antiguo Testamento.
Como Padre que nos quiere, nos ha puesto Dios en una tierra austera, bella, fuerte y frágil, y ha previsto, sin duda, nuestros fallos: El rechazo cotidiano de pensarnos dueños de todo, y, en especial, el deseo de dominar a otros hombres con injusticia… Todo eso está vinculado a la Cruz de su hijo Jesús, y las cruces de los hombres.
Dios lo ha tenido en cuenta, ha previsto los miles de millones de cruces hambre y epidemia, de asesinatos y guerras… y a pesar de eso ha querido hacernos libres. ¿Por qué? ¿Porque no le interesamos?
¡Al contrario! Porque le interesamos muchos, y quiere que vayamos caminando, y lo hace él con nosotros, encarnándose en la historia de muerte de la tierra, aunque muchos perezcan en la marcha… sabiendo que él mismo ha de morir (sera matado) también en ellos. No quiere que marchemos solos, y así va nosotros, para sostenernos en nuestras caídas, esperando que también nosotros le sostengamos, pues siendo omnipotente él se ha vuelto creatura frágil y misericordioso, como han dicho de manera impresionante los profetas como Isaías.
2. E. Hillesum. Tener misericordia de Dios.
De todas formas, por mucho que Isaías clame, el Dios del Antiguo Testamento sigue estando de alguna forma lejos: No ha sufrido nuestra historia, no ha sentido nuestra angustia, no ha vivido en nuestra carne, no ha luchado ni anhelado en esta masa de tensiones, esperanzas y rupturas que formamos sobre el mundo, de manera que no sabe lo que es vivir en desgarro, morir en cruz siendo inocente… Por muy cercano que sea, ese Dios no puede acompañarnos del todo, ni ser acompañado por nosotros.
Pero los cristianos confesamos que ese mismo Dios ha dado su paso final en Jesucristo, haciéndose plenamente humano, de manera que ha sufrido en la Cruz el máximo abandono, y ha preguntado desde allí al mismo Dios: ¿Por qué me has abandonado? (Mc 15, 34).
¿Por qué “abandona” Dios a los que sufren, a millones y millones, condenados al hambre o a la cámara de gas por la maldad de otros “hermanos”? Entre las propuestas de respuesta que se han dado a esa pregunta destaca la E. Hillesum (1943-1943), condenada a muerte, en un campo de concentración:
Te ayudaré, Dios mío, para que no me abandones, pero no puedo asegurarte nada por anticipado. Sólo una cosa es para mí cada vez más evidente: Que tú no puedes ayudarnos, que debemos ayudarte a ti, y así nos ayudaremos a nosotros mismos (cf. Una vida compartida, Anthropos, Barcelona 2007, 142).
“Te ayudaré para que no me abandones”. Así dice esta judía enamorada del Dios de Jesús, desde un campo de exterminio nazi, descubriendo su vocación de acompañar y de ayudar con su misericordia al mismo Dios de la misericordia.
Ella ha visto así que Dios se ha encarnado y sufre en la entraña de de unos hombres y mujeres empeñados en matarle, descubriendo su más alta vocación, que es consolar al Dios que sufre, desde una infame cárcel de muerte. Éste ha sido y sigue siendo un signo supremo de la misericordia, y sólo una mujer, como Hillesum, ha podido descubrirlo, para que también otros podamos compartir su ejemplo.
3. Una tarea de Dios.
E. Hillesum ha descubierto y proclamado de esa forma una experiencia y tarea que sólo algunos grandes cristianos, como Juan de la Cruz (¡y Unamuno!), habían puesto de relieve, al decir que podemos y debemos tener misericordia de Dios, como él la tiene de nosotros, haciendo así en él (por él) lo que él hace en nosotros (Comentario Cántico Espiritual B, 39). Ciertamente, él nos consuela, sufriendo con nosotros. Pero nosotros debemos también consolarle, caminando a su lado en amor, muriendo incluso por él y con él, como Jesús.
Muchas veces tenemos miedo, y queremos desertar de esta misión de consolar a Dios, pero Jesús nos invita a realizarla, tomando su cruz (la nuestra, la de aquellos que sufren), para acompañar y “animar” de esa manera al mismo Dios, como dijo de forma admirable san Pablo, afirmando que él quería “completar” en su carne los sufrimientos de Cristo, que son los de Dios (Col 1, 24). A veces queremos desertar, pero el Dios de Jesús pide que nos mantengamos, caminando con él, en la obra de su vida.
No nos saca de este mundo, no nos quita el dolor, pero nos ofrece la certeza de que está con nosotros, con su misericordia, queriendo que le acompañemos, acompañando a los que sufren, como decía otro testigo y mártir del Holocausto nazi, hermano cristiano de E. Hillesum, la judía:
“Siendo infinitamente grande, no te encuentras infinitamente lejos, sino cerca de nosotros. Y cuando estamos derrotados, tú no quieres asentarnos en tu fuerza, sino en la debilidad de tu Hijo Jesucristo. Por eso… ya seamos justos o injustos, enfermos o fuertes en la vida, nos arrojamos completamente en tus brazos… ¿Cómo hundirnos en el fracaso cuando superamos con tu Hijo la prueba del desierto? ¿Cómo orgullecemos en el triunfo si llevamos con el Salvador la cruz de nuestras culpas? (cf. D. Bonhöffer, Resistencia y sumisión).
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