De su blog Juntos Andemos:
Juan de la Cruz tenía una fe inmensa en el ser humano. Algo sorprendente, cuando se conoce su vida. Desde su infancia difícil, marcada por la pobreza, hasta su última enfermedad –«unas calenturillas», como la llamó él– y su muerte.
Porque Juan vivió una pobreza extrema que dejó huella en su cuerpo y en toda su persona, y que se llevó por delante, muy temprano, la vida de su padre y de uno de sus hermanos. Y la enfermedad final lo encuentra en medio de un «castigo» que le impusieron sus mismos hermanos, sin acabar de comprender quién era ese hombre menudo y curtido: un hombre fiel al proyecto iniciado por Teresa de Jesús, enamorado de Dios, leal a sus superiores y verdadero hermano de sus hermanos.
Con esos dos extremos y una vida nada sencilla, resulta impresionante cómo Juan mantiene su fe en los demás, en su inmensa posibilidad y en cómo, cualquiera que sea el punto en el que sus vidas se encuentran, la llamada al amor mayor sigue intacta, es real.
Quienes mantienen su fe en los demás, y no por pura ingenuidad, se convierten en personas profundamente accesibles y acogedoras, maestras de la vida. Eso le sucedió a Juan. Y por eso, en parte, su magisterio no se agota.
Se le puede ver diciendo: «No ignoro que hay algunos tan ciegos e insensibles que… como no andan en Dios, no echan de ver lo que les impide a Dios». Juan sabía, sobradamente, que la ceguera existe, que hay quien permanece como en letargo, sin sentir la ausencia del bien ni la presencia del mal. Y sin intuir la presencia del que es todo bueno, de Dios.
Pero aun así, seguía creyendo que todos, sin excepción, «para este fin de amor fuimos criados». De ahí su empeño en despertar y devolver la luz y mostrar un camino que haga más plena la vida y más humana la existencia.
A Juan le dolía que había quienes «trabajan y se fatigan mucho, y vuelven atrás, y ponen el fruto del aprovechar en lo que no aprovecha, sino antes estorba», cuando podrían seguir un camino de crecimiento sin fin. Estaba convencido de que no hay límite para la evolución humana, porque puede llegar a la cumbre de un monte donde habita Dios —una cumbre que está en lo profundo del ser. Y si Dios no tiene límite, tampoco se lo pone al ser humano.
Convencido de que el acceso a lo mejor de uno mismo es posible, Juan se empeña en dar luz para que cada persona «eche de ver el camino que lleva y el que le conviene llevar, si pretende llegar a la cumbre de este monte». Las dos cosas son necesarias: saber dónde se encuentra uno mismo y saber a dónde quiere ir; saber cómo camina y cómo necesita hacerlo, para avanzar.
Todo importa y todo es cauce para avanzar. Juan se toma muy en serio a las personas y cree que Dios ha puesto en cada una la potencialidad suficiente para lo bueno. Por eso, dice: «Un acto de virtud produce en el alma y cría juntamente suavidad, paz, consuelo, luz, limpieza y fortaleza». Es decir: un gesto de amor, un paso de reconciliación, una actitud abierta, cualquier movimiento de bondad, genera todas esas cosas. Y va aproximando al centro del ser.
Del mismo modo, el movimiento inverso, dejarse arrastrar por los impulsos más negativos hasta convertirlos en hábito, devuelven a uno mismo la peor imagen y causan infelicidad a los demás. A esos impulsos que desencajan las piezas interiores y que pueden hacerse costumbre, Juan los llama apetitos y de ellos dirá: «Un apetito desordenado causa tormento, fatiga, cansancio, ceguera y flaqueza».
De modo que cuando él habla de «inclinarse, no a lo más fácil, sino a lo más dificultoso», está animando a decir sí a lo mejor de uno mismo que, la mayoría de las veces, está ligado al impulso menos primario… «menos fácil».
Y cuando se presenta tan radical, diciendo: «Para venir del todo al todo, has de negarte del todo en todo», está diciendo: es necesario hacer costumbre –un ejercicio continuo– de decir sí a lo que produce la alegría profunda y no a lo que deshace el misterioso y precioso puzle que es el ser humano.
Después, dirá: «Cuanto más se fuere habituando el alma en dejarse sosegar, irá siempre creciendo en ella y sintiéndose más aquella amorosa noticia general de Dios». Cuanto más se «inclina» –sigue– más «paz, descanso, sabor y deleite sin trabajo» encuentra.
Juan cree que es posible «dejarse llevar de Dios», dejarse sosegar y sacar de la ceguera o la insensibilidad. Es posible para todos. Por eso, se empeña en hablar de la maravilla que se puede vivir cuando se deja a Dios obrar, y dice que le «parece al alma que todo el universo es un mar de amor en que ella está engolfada, no echando de ver término ni fin donde se acabe ese amor, sintiendo en sí el vivo punto y centro del amor».
Espiritualidad
Dios, Fin, Juan de la Cruz, Vida
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