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Insospechable magnitud de la respuesta divina

Miércoles, 28 de octubre de 2015

manos-dios-y-adc3a1nJosé María Rivas Conde. Madrid.

ECLESALIA, 19/10/15.- La relación humana “empleado/empleador” no pide agradecimiento por recibir jornal a cambio del trabajo realizado. El salario no es dádiva, sino abono de deuda contraída. Salvo que se perciba más de lo establecido. Como los peones aquellos de la parábola que, empleados después de empezar la jornada, cobraron el denario del día sin completarla. Por pura magnanimidad del empleador el importe de lo percibido superaba lo devengado en justicia, tanto más cuanto más tarde emperezara cada uno a trabajar.

No sucede así en la relación trascendente “creatura/ Creador”, simbolizada en la anterior. En el ámbito de esta segunda relación, el solo hecho de recibir remuneración o recompensa lleva ya a gratitud, prescindiendo por completo del monto de la misma.

Nadie en efecto puede merecer, ni menos reclamar, retribución propiamente tal por sólo cumplir con lo que debe. Nadie puede devengarla por pagar la deuda que tiene. A nadie le reconocemos ese derecho, cuando todo su hacer es saldar el débito que tiene. ¡Es que ni le agradecemos su pago, salvo por condescendiente cortesía inusual! Lo suyo es demandárselo o incluso exigírselo.

Nosotros, a quienes el Creador nos da todo nuestro existir, somos de arriba abajo “deuda integral a nuestro Hacedor”. No podemos tener con Él relación de reciprocidad, como si existiéramos independientemente de Él y estuviéramos a su nivel. El suyo es el de Señor y Amo por título de creación; el nuestro, el de posesión suya. Aunque nos trate como si estuviéramos en plano de igualdad, nuestros únicos derechos ante Él son los fundados en sus promesas; no en merecimientos nuestros. Éstos nos son imposibles en relación a Él por nuestra dependencia esencial de Él. En razón de la misma, todos nuestros méritos y rendimientos son de su propiedad antes de que se los ofrezcamos. Parecido a como las uvas, aunque frutos de la vid, son del dueño de la viña. Servirle, por lo demás, incluso con fidelidad extrema, no es obsequiarle, ni hacerle favor alguno, ni remediarle en nada: ¡imposible que Él, siendo Dios, tenga carencias ni necesidad alguna! Sólo es, por nuestra parte, pagarle la deuda esencial que tenemos con Él; y, por la suya, condición puesta exclusiva y libérrimamente por Él para conferir su “donación”.

Esta consecuencia del dominio del Creador sobre nosotros se la catequizó Jesús a sus apóstoles con un ejemplo tomado del mundo de la esclavitud. A los esclavos no se les reconocía de hecho más ser ni destino que el de existir y estar al servicio de su dueño. Viviendo ellos tan próximos a esa realidad y teniendo viva conciencia religiosa del señorío de Dios sobre todos, tal vez captaran mejor que nosotros el alcance de las palabras de Jesús: «Suponed que uno de vosotros tiene un esclavo ocupado en la labranza o el pastoreo. Al llegar a casa de vuelta del campo, ¿por ventura le dirá: “Pasa tú primero a la mesa”? ¿No le dirá más bien: “Prepárame de cenar, ponte el delantal y sírveme mientras yo como y bebo; después comerás y beberás tú?” ¿O es que el amo ha de estar agradecido al esclavo porque hizo lo que le mandó? Pues vosotros lo mismo: cuando hubiereis hecho todo lo que se os ordenó, decid: “Somos siervos sin provecho ―sin capacidad de ganancia propia―; lo que debíamos hacer, eso hicimos”» (Lc 17,7-10).

Si por esa incapacidad nuestra, el denario de la parábola aludida arriba no tolera en el plano de lo real el significado estricto de salario, tampoco por su monto. Porque éste habría que simbolizarlo no en un denario, sino en… ¿mil millones? Puede que nos ayuden a tomar conciencia de su enormidad la aplicación al mismo de las ponderaciones del profeta Isaías respecto de las proezas de Iahveh en favor de su pueblo Israel: «Nunca se oyó. No se oyó decir, ni se escuchó, ni ojo vio a un Dios sino a Ti, que tal hiciese para el que espera en Él» (64,3).

Esa aplicación la empezó haciendo Pablo al referirlas a la obra de salvación de Dios en Jesús: «Lo que ojo no vio, ni oído oyó, ni se le antojó a corazón de hombre, eso es lo que Dios preparó para quienes le aman» (1Cor 2,9).

La expresión “para quienes le aman” es matización introducida por el propio Pablo en las palabras de Isaías. Prefiero la expresión utilizada por el profeta, tal como traduce la Biblia de Jerusalén: “para el que espera en él”. La del apóstol, además de alterar la cita de Isaías, resulta restrictiva y poco avenida con casos como el del Buen Ladrón.

La contrición perfecta, condición en el catecismo para el perdón inmediato de los pecados, y la exquisitez de amor a Dios que ella requiere, no parece en efecto que tengan cabida en la psicología de un agonizante ajusticiado por facineroso. Ni aunque termine confesando por temor a Dios la justicia de su muerte y la injusticia de la de Jesús (Lc 23,40-41). Pero en esa psicología sí puede caber una esperanza tan tenue como la de la súplica del malhechor Dimas: «Acuérdate de mí, cuando vengassi vinieresen la gloria de tu reino». Sin embargo ella resultó suficiente como para recibir la promesa de Jesús: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43).

Nosotros tenemos muy idealizados los sentimientos de Dimas; pero en realidad no parece haber contado con base para más esperanza que la del “por si acaso”, si puede decirse así. A la evidencia presencial de la serenidad y bondad sobrehumanas de Jesús en el suplicio, sólo podía unir dos datos: la posibilidad latente en la vacilación popular sobre si sería o no el Mesías (Lc 23,39) y su identificación oficial en el letrero de la cruz: «Éste es el Rey de los Judíos». Oficial, sí; pero hecha por un donnadie en la materia y por deseo de legalizar, parece que con un tanto de sorna (Jn 19,15), una condena sin base (19,6).

Seguro que Dimas, al encontrarse con Jesús esa tarde, prorrumpiría en acción de gracias y alabanza sin vestigio alguno de engreimiento propio. Obrero de ultimísima hora, carecía por completo de méritos para ser hecho ciudadano del Reino. Lo mismo les sucede a los de horas anteriores y hasta a los de la primera. La “gratificación” divina que se recibe es de magnitud tan grandiosa y exaltadora que resulta inasequible incluso para los más fieles y esforzados, aunque sus actos entrañaran mérito de salario estricto.

Ser «participantes de la divina naturaleza una vez escapados de la corrupción que reina en el mundo» (2Pe 1,4); ser verdaderos hijos de Dios, capaces de verle tal cual es (1Jn 3,1-2); entrar en la intimidad del gozo de nuestro Señor (Mt 25,21.23) y participar de su dicha inexpresable en lenguaje humano (2Cor 12,2), tiene que ser pura entrega de amor libremente hecha por Dios de sí mismo. Sólo condicionada por Él mismo a servirle hasta la caída de la tarde mediante vida de esperanza en Él. Bien desde el amanecer, bien desde cualquier hora más tardía. Incluso la ultimísima. Y aunque se tratare de una esperanza tan tenue como la de Dimas. ¡Así de desbordado e inaudito es el amor de nuestro Dios y Padre!

Entonces todos nos sentiremos impelidos a vocear gratitud: “Engrandece mi alma al Señor y se alegra mi espíritu en Dios nuestro salvador. Porque puso sus ojos en la nonada de sus siervos y con invencible poder realizó en nosotros prodigios impensables

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