“Los tiempos recios”, por Gema Juan, OCD
En 1562, cuando Teresa de Jesús daba los pasos necesarios para realizar su primera fundación, alguien le mandó aviso de que «andaban los tiempos recios» y se lo advertía –escribe ella– «con mucho miedo», porque podían acusarla incluso a la Inquisición.
En el siglo XVI, el miedo no era una cuestión de valentía o debilidad sino, más bien, un asunto de realismo y prudencia natural. La falta de ambas cosas podía llevar a la muerte en una hoguera. Y no era difícil ser denunciado, por envidias, rencillas o interés propio. Por eso, avisaban a Teresa: «Iban a mí con mucho miedo a decirme que andaban los tiempos recios y que podría ser me levantasen algo y fuesen a los inquisidores».
Siglo tras siglo, los tiempos recios se renuevan. El miedo toma nuevas formas y los peligros siguen siendo reales. Los «tan grandes males que fuerzas humanas no bastan a atajar», de los que hablaba Teresa, permanecen. Cambia su aspecto, como cambian las épocas, pero la humanidad y la tierra siguen sangrando.
Siempre, en los tiempos difíciles, surgen personas que quieren hacer algo. Y, junto a ellos, los profetas del desánimo, del «no hay nada que hacer, mejor no hacer nada» y, sobre todo, como le sucedía a Teresa, aparecen los profetas del miedo.
A Teresa le decían que callara, que no se moviera, que no hiciera lo que podía —«eso poquito que yo puedo y es en mí», decía ella. Querían desacreditarla, cuando daba sus primeros pasos fundacionales: «Me decían lo había hecho porque me tuviesen en algo y por ser nombrada y otras [cosas] semejantes». Y ella misma sabía que vivía en un mundo en el que –como escribió– «bastaba ser mujer para caérseme las alas».
Lo sorprendente, lo que hace de Teresa una maestra para tiempos recios es su forma de reaccionar ante el miedo, las censuras y el desánimo. La fuerza de su confianza, su apasionado humor y un inquebrantable amor a Dios y a las gentes, le impidieron replegarse sobre sí, renunciar a implicarse y dejar de compartir sus descubrimientos.
Impresiona ver la reacción de Teresa, cuando le dicen que puede ser denunciada a la Inquisición: «A mí me cayó esto en gracia y me hizo reír… Y dije que de eso no temiesen; que harto mal sería para mi alma, si en ella hubiese cosa que fuese de suerte que yo temiese la Inquisición».
Al escribir eso, Teresa apela a la identidad profunda, porque añade: «Sabía bien de mí», es decir, sabía lo que había dentro de sí y que no había engaño, sino fe en un Dios que se comunica y «quiere amistades». También recurrirá al humor y eso habla del «olvido de sí» que imprime el amor y de una energía íntima que enfrenta miedos y desánimos.
No significa que las cosas le resbalaran. Teresa tenía en cuenta los avisos que recibía, sabía que era sospechosa por muchos motivos. Era consciente de sus raíces judías y de que el simple hecho de ser espiritual, ligado a su condición femenina, elevaba la desconfianza hacia ella, grandemente. Por eso, pensaba bien lo que hacía y decía, pero ni callaba ni dejaba de hacer lo que creía que podía y debía.
Dirá: «Aunque a veces temía, con lo mucho que me decían, durábame poco el temor, porque el Señor me aseguraba». No es la mujer impenetrable a quien nada hace tambalear, Teresa se hace fuerte en la confianza de que es Dios quien lleva todo adelante. Por eso, a mitad de camino de sus fundaciones, dirá a sus hermanas: «De todas cuantas maneras lo queráis mirar, entenderéis ser obra suya».
Teresa se puso en camino, en todos los sentidos. No se detuvo en su aventura espiritual, que la llevó a lo más profundo, a la «secreta unión en el centro muy interior del alma» y no dejó de hacer cuanto podía: «Manos a la labor, como dicen; no entendamos cosa en que se sirve más el Señor que no presumamos salir con ella con su favor».
«Dejaos de estos miedos… dejaos de temores». Es el gran mensaje de Teresa: «No son tiempos de creer a todos, sino a los que viereis van conforme a la vida de Cristo». Le preocupa la identidad: que haya un corazón entero, la decisión firme de andar con Jesús.
En «tiempos tan peligrosos» –entonces y ahora– Teresa anima a «hacer cuanto pudiéremos». A no malvender el corazón, a «hacerse espaldas unos a otros» y a crear hogar en torno a Jesús, haciendo Iglesia. Porque los miedos que hacen recios los tiempos siguen ahí: el miedo a la libertad y a poner el bien común como algo primordial; el miedo a ceder el beneficio personal en pro del crecimiento compartido; el miedo al amor que une y a la verdad que elimina barreras.
Teresa comparte sus decisiones vitales: «Ayudar en algo al Crucificado… estar ocupadas en cosa que sea provecho de algún alma…Ninguna enemistad con los que las hacen mal o desean hacer». El amor sin condiciones ni límites y la creatividad: «Cuando una buena inspiración acomete muchas veces, [jamás] se deje por miedo de poner por obra» porque el amor siempre da «las alas para bien volar».
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