Dom 23.8.15. Y muchos le abandonaron… Motivos para seguir hoy a Jesús
Dom 21, ciclo b. Con este evangelio (Jn 6, 60-69) termina el miniciclo eucarístico de Juan, sobre el “pan de vida”. Jesús ha presentado su proyecto de carne y compromiso humano) en Cafarnaúm, y muchos, quizá muy religiosos, le abandonaron, diciendo “duro es este camino”: otros le dejaron simplemente porque ya no les interesaba (no les daba de comer, como en las multiplicaciones).
Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás
y no volvieron a ir con él.
Fue la gran crisis de Juan, el momento de ruptura entre un Jesús que encanta a muchos que quizá no han comprendido las implicaciones de su movimiento y un Jesús que empieza de nuevo con unos pocos (¡sólo aquí se habla de Doce!) que le siguen sin advertir del todo lo que él quiere, pero confiando en su palabra.
Ésta es una situación que se repite y multiplica en nuestro tiempo: Millones y millones de hombres y mujeres abandonan la práctica eclesial, al menos en el viejo Occidente cristiano. Jesús no multiplica ya los panes que nos interesan, e vacían las iglesias, marchan los de media edad, los jóvenes no vienen. ¿Qué podemos hacer en estas circunstancias?
‒ ¿Echar la culpa a Jesús, porque su mensaje está obsoleto y es hoy inviable?
‒ ¿Condenar a las “masas” de esta nueva sociedad, que no quiere ya consumo religioso?
‒ ¿Retomar el camino de Jesús como hicieron entonces Pedro y unos pocos?
Jesús quedó en aquel momento casi sólo; muchos grupos que le habían seguido hasta entonces se marcharon fracasados, otros quedaron pero desnortados. Sólo algunos retomaron el camino de Jesús (como saben muy bien los investigadores del Evangelio de Juan?
‒ Esa “historia” de abandono de Jesús, que cuenta el evangelio de este domingo, sucedió hacia el año 90-100 d.C., cuando una parte de las comunidades cristianas entraron en crisis y pasaron a una especie “gnosis” pre-cristiana, o dejaron simplemente de creer…
‒ Ahora, casi dos mil años más tarde, sentimos que vuelve un tipo de crisis semejantes: miles y millones de creyentes abandonan a Jesús, no pueden o no quieren escuchar su mensaje, ni seguir camino ¿Qué se puede hacer?
‒ En esa situación, algunos como Pedro deciden quedarse, a pesar de las dificultades que implica la fe en Jesús. Ésta es quizá la más honda experiencia de Juan Evangelista, una iglesia mínima, abandonada por las mayorías. Con ella seguimos nosotros.
Con ese motivo quiero releer, reinterpretar, el evangelio, con la palabra cruzada de dos papas: Pablo VI (El anuncio del Evangelio: 1975) y Francisco (El gozo del evangelio: 2013). Buen día a todos, con el deseo de dar un paso hacia adelante.
Texto. Juan 6, 60-69
En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?” Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: “¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes?
El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen. “Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo: “Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede.”
Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?” Simón Pedro le contestó: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios.”
Gran desencanto¿ qué podemos hacer?
En la mayor parte de los países “avanzados”, y en amplias capas sociales, sobre todo urbanas, de América Latina se está produciendo una fuerte ruptura, una gran desilusión frente a los valores de un tipo de modernidad y cristianismo. Los grandes ideales de las revoluciones (sociales, económicas y culturales) no han llegado a cumplirse y muchos han perdido ya toda esperanza en la historia.
En este contexto, la fe religiosa que sostenía la vida de grandes capas de la población parece apagarse, y muchos (desde diversas perspectivas) afirman que no hay remedio, ni emancipación, ni redención posible.
‒ El primero de los males es la desintegración personal que crece allí donde, fallando los bienes tradicionales y el entorno afectivo, el hombre queda encerrado en sus propias limitaciones, sin saber qué hacer de sí mismo, y sin encontrar en Jesús una salida, en medio de una sociedad y un mercado de opulencia que ofrece mucho, pero que abandona a grandes masas y quita a muchos el deseo vivir.
‒ El segundo mal es el vacío de grandes masas que han perdido su arraigo su antiguo equilibrio “rural” (¡salimos del neolítico!), para quedar en manos de su propia inquietud personal, social, económica, en medio de un mundo de opulencia que parece prometerlo todo, pero que no cumple sus promesas. En ese contexto, lo que pide Jesús parece para muchos sin sentido.
‒ Hablaba J. Ortega y Gasset hace ya tiempo (1929) de la “Rebelión de las masas”, pero ahora, pasado casi un siglo, descubrimos que el tema no es ya la “rebelión” o independencia de las masas, sino el hecho de que esa rebelión ha fracasado. Las grandes multitudes no han logrado aquello que querían. Ni el capitalismo ni el marxismo han respondido a sus expectativas, de manera que han caído en manos de una impotencia que parece peor que la anterior, mientras que Jesús sigue ofreciendo su mismo mensaje: ¡Dura es este palabra, es decir, esklerós, que hoy podríamos traducir por esclerótica!
Pero algunos quedaron con Jesús, decididos a realizar con él la nueva travesía.
Los deseos de cambio de los últimos decenios (especialmente de los sesenta a los ochenta del siglo pasado), que tanto prometían, en línea de progreso y de liberación social, no lograron cumplirse, por diversas razones, y parecen habernos dejado tan mal o peor que antes, en medio de un mundo lleno de riquezas y de inmensas injusticias.
‒ Las utopías de diverso tipo han perdido su capacidad de convocatoria, por su propia violencia, sus errores y fracasos económicos, y también por la mayor capacidad de penetración del neo-capitalismo, con la adoración del Becerro de Oro.
‒ Por otras parte, las reacciones integristas de los poderes fácticos, encabezadas por diversos grupos militares y nacionalistas, vinculados con frecuencia a las mismas iglesias, no han logrado cumplir sus promesas, ni han liberado al pueblo al que decían representar.
‒ El Estado ha perdido gran parte de las funciones que se le habían atribuído, cayendo en manos de una economía supra-estatal, dirigida por las grandes corporaciones-multinacionales, al servicio del Capital, convertido de hecho en único poder dominante.
‒ Y en medio de todo eso parece que el mensaje de Jesús en la sinagoga de Cafarnaum… (¡qué lugar!) ya que no responde. En esa situación resulta lógico que docenas de millones de personas abandonen la fe activa, por cansancio, por inutilidad (les parece que la religión no soluciona nada). En ese contexto ¿qué podemos hacer los que como Pedro creemos que Jesús sigue teniendo palabras de vida eterna?
Es esta momento, la Iglesia tiene que volver a dialogar con los hombres y mujeres (como pedía Pablo VI), volviendo nuevo en la calle (con el Papa Francisco), no para tomar el poder como tal Iglesia, ni para hacerlo a través de partidos políticos para-eclesiales, ni para centrarse y cerrarse en una identidad difícil de precisar, sino para escuchar la voz de la nueva humanidad y para actuar como fermento de regeneración social y política, en este tiempo post-nacional, en el que parecen haber fracasado las promesas del estado liberal y social, iniciado con la Revolución Francesa (con su programa ilustrado y cristiano de libertad, igual, fraternidad).
Frente al fracaso y desencanto de la política y de un tipo de ideología ha de elevarse esta nueva y más alta fe activa
— fe en la libertad creadora de Jesús, en la libertad y autonomía de los hombres y mujeres…
— fe en el valor y tarea de la comunión por la que los hombres y mujeres crean “cuerpo” (se vuelven Cuerpo Mesiánico) como ha venido diciendo Jesús en el Sermón de la Carne y de la Sangre del Hijo del Hombre (Jn 6).
No se trata de crear partidos religiosos, ni de bendecir naciones y estados, en sentido político, ni de cerrarse en lo dado (en un tipo de neo-integrismo), sino de animar y potenciar la vida personal y social, en libertad y solidaridad, en todos los planos, sin tomar el poder de un modo directo, pero potenciando el surgimiento de una conciencia más honda de humanidad concreta, personal y social, en libertad plena, en comunión social.
No se trata de una comunión de meros “indignados” que protestan en contra de las condiciones sociales de injusticia que han surgido, pero es evidente que la unión de los cristianos en forma de Iglesia tiene un elemento fuerte de “protesta”, es decir, de indignación en contra del poder social injusto que domina en gran parte del mundo. Sin esta fuerte “reserva profética” al servicio de la justicia y de la solidaridad carece de sentido la iglesia.
‒ Se trata de encarnar la autoridad liberadora de Jesús y su experiencia de comunión en medio de un mundo que parece condenado a la expulsión y división social. La Iglesia no es un estado frente al Estado, pero tampoco es una institución meramente privada, sino que supera la oposición entre lo estatal y lo privado, situándose en el plano de lo “público”, no en línea de poder sino de autoridad social, como fermento de humanidad.
‒ Se trata de Ser Iglesia en libertad, fuera de la vieja sinagoga de Cafarnaum, que nos sigue angostando, cerrando… Se trata de ser comunidad social de liberados, de creyentes que confían en el proyecto de Jesús, que se vinculan desde el evangelio, para ofrecer su propio testimonio, como germen de esperanza, en búsqueda del Reino de Dios, es decir, del surgimiento de una humanidad que cree en el sentido de la vida humana y que comparte los bienes y valores de la vida, en un camino. Ella quiere ofrecer su autoridad más alta, no en línea de poder, sin sustituir al Estado, ni identificándose con él, al servicio de lo humano.
El mayor riesgo de la Iglesia no está fuera (en sus posibles perseguidores), sino dentro de ella, como supo y describió con toda claridad el evangelio de Juan El riesgo está en que las iglesias se acomoden al mundo y se conviertan en instituciones de evasión o de huída interior, al servicio de sí mismas con gran aparato institucional, que nace del miedo. Desde ese fondo quiero poner de relieve algunos riesgos, para volver de nuevo al tema de Pablo VI (diálogo generoso) y del Papa Francisco (salida redentora).
En un momento lleno de tentaciones
Como acabo de indicar, el mayor riesgo de la iglesia está dentro de sí misma, como aparece ya en el NT y de un modo especial en las disputas eclesiales del siglo II-II d.C. En este contexto, la gran amenaza para el cristianismo, junto al cansancio y desencanto general, es la búsqueda de una salvación ilusoria, de tipo puramente institucional y/o neo-gnóstico, en la línea de algunas tendencias del siglo II d.C., que no se oponían al sistema imperial romano, sino que buscaban un refugio interior, de tipo intimista, dejando que el sistema siguiera dominando el mundo externo. En una situación como la nuestra, parte de los cristianos pueden caer en esas mismas tentaciones:
‒ Tentación neo-institucional.
Para responder a los riesgos que están al fondo del diagnóstico anterior, en diversos lugares de la Iglesia se ha optado por eso que pudiéramos llamar las soluciones duras (propias de los neoconservadores): Vuelta a la institución como tal, pacto con un tipo de neoconserva¬durismo de occidente, etc. Lógicamente, en esta línea, en la que inciden elemen¬tos culturales, sociales y nacionalistas, ha venido a triunfar una tendencia a la seguridad, que se expresa de varias formas.
‒ Neo-institucionalismo, “seguridad nacional”. Éste fue el riesgo de las dictaduras militares que se extendieron en diversos lugares de Europa y América, en países de honda tradición cristiana. Se vinculó (o se quiso vincular) la Iglesia con los pretendidos valores de una tradición nacional y de una seguridad militar, llegándose a la persecución de grupos cristianos de tipo independiente.
‒ Neocapitalismo. En esa línea, que se puede unir a la anterior, un tipo de capitalismo ha querido apoyarse en la Iglesia (sobre todo en iglesias protestantes), presentándose como defensor de la libertad cristiana frente a los riesgos (también reales) de un tipo de marxismo. El marxismo, que tuvo un momento de influjo considerable en las primeras décadas del siglo XX, terminó destruyéndose a sí mismo; pero los problemas de fondo continúan, y son muchos los que quieren convertir a la Iglesia en una institución vinculada al neo-capitalismo.
‒ Neo-integrismo eclesial: “En tiempo de turbación endurecer la institución” (esa sería hoy la consigna de un Ignacio de Loyola poco auténtico). A pesar de los gestos de Francisco, sigue manteniendo de nuevo su fuerza y poder una iglesia que se estructura desde arriba, como si los dirigentes tuvieron la llave de solución de los problemas… Estamos ante una iglesia jerárquica que no cree en sus “fieles”, que no les consulta o, mejor dicho, que no cree en la comunión eclesial, pues si creyera en ella organizaría su vida de otra forma, rompiendo para siempre la imagen piramidal de estructura sacramental y administrativa.
Lo aceptemos o no, estamos en manos de los movimientos neo-institucionales, que tienen algunos rasgos valiosos, vinculados a la gran tradición de la Iglesia, pero corren el riesgo de perpetuar unas formas externas de vida eclesial, perdiendo su auténtico sentido.
De nuevo con Pablo VI y Francisco: Un camino de diálogo
Quiero volver a los principios de Pablo VI (Ecclesiam Suam) y de Francisco (Evangelii Gaudium) para trazar un esquema de encarnación eclesial, que nos lleve del diálogo al compromiso intenso (personal y social), en la línea de Jesús, insistiendo sobre todo en el tema del Capital (economía), que me ha venido interesando en todo lo anterior. En este contexto quiero distinguir dos planos:
‒ El evangelio es encarnación, no rechazo del mundo, pero en libertad personal y comunión humana. Por eso, en cuanto forman parte de este mundo, los cristianos pueden trabajar, poseer y administrar unos bienes, bendiciendo a Dios por ellos, como realiza la Iglesia en la Eucaristía, que es la celebración del pan compartido en nombre de Jesús. En esa línea, el cristianismo no es ascesis (pauperismo) o rechazo del mundo, sino comunión creadora, en la línea de Gen 1-2, donde se dice Dios mismo puso los bienes de la tierra al servicio de la vida humana. Pero, de un modo insistente y agudo, los cristianos han de saber que lo bienes en sí mismos tienden a convertirse en Capital, y dividen a los hombres, y rompen (destruyen) todas las formas de comunión interhumana.
‒ Por eso, los cristianos consecuentes deben poseer los bienes para potenciar su libertad personal y para compartirlos, es decir, para convertirlos en medio de comunicación. Aquí me refiero a los bienes materiales (que todos coman), pero sobre todo a los bienes humanos (afectivos e intelectuales, culturales y sociales…): Que todos los hombres y mujeres puedan compartir y cultivar los vienes de la vida.
Desde este fondo quiero volver a los principios de Jesús, en aquel momento que se van y le dejan gran parte de seguidores. ¿Qué es lo que ofrece Jesús a los que quedan? Por qué dice Pedro: Nosotros nos quedamos, tú tienes palabras de vida eterna?
Pero y otros quedaron con Jesús (¡quedamos!), pero con un Jesús al que por mantener su compromiso le mataron. Ciertamente, en un sentido, él murió como mueren millones de asesinados de la historia. Pero, siendo uno de tantos (cf. Flp 2, 6-11), él ha sido y sigue siendo aquel en quien muchos hemos descubierto la gracia que es Dios, principio de comunicación y esperanza entre los hombres. Éste es el tesoro (capital no monetario), ésta la fuerza (imperio no-militar) de la Iglesia (cf. 1 Cor 12-14).
En esa línea, la experiencia pascual de Jesús se identifica con el triunfo del amor que se ofrece gratuitamente a los demás, en gesto de compromiso al servicio de la vida. Entendida así, la Iglesia es una comunidad de llamados y comprometidos que quieren recibir y compartir la vida, como ha dicho Jesús en su sermón de la eucaristía de Cafarnaúm, que hemos venido escuchando estos domingos. En esa línea, partiendo de Jesús, en principio, el ofrecimiento y camino de comunión de los cristianos no necesita grandes instituciones triunfadoras, ni sistemas de poder centralizado (pues en la Iglesia todo es centro y todo periferia), sino comunidades cristianas donde se acoja y se impulse el mensaje de Jesús crucificado, de manea que el mismo amor mutuo de los fieles sea fermento de comunión real entre los hombres.
Todo empezó en el gran sermón de la sinagoga de Cafarnaúm… de donde salió Jesús para crear comunidades de liberados… un cuerpo de humanidad que se abre abierto a todos los pobres y excluidos de la historia, y que culmina en el camino de la pascua, entendida en forma de regalo y comunión de amor.
En esa línea, los cristianos afirman que Dios es comunión (intimidad y revelación, amor en sí y efusión de amor). No hay primero un Dios y después comunicación, porque Dios “es” siendo comunión, es decir, amor de hermanos. De manera sorprendida y gozosa, los cristianos han traducido el mensaje de Gen 1, 1 (en el principio, Dios creó…) en claves de “comunicación personal” intradivina: “en el principio era la Palabra…”, de tal manera que Dios mismo es Palabra que se da, se acoge, se comparte, es comunión entre todos los hombres (Jn 1, 1).
Esta es la diferencia cristiana.
— Judíos y musulmanes siguen dejando a Dios en el silencio, como Nombre que no puede nombrarse (YHWH), Voluntad en la que nunca podemos entrar. Por eso ellos extienden en torno a Dios un halo de silencio, situándole más allá de todas las palabras: no sabemos quién es, siendo el gran desconocido, alguien que sigue estando más allá de la vida de los hombres.
— Los cristianos creemos, en cambio, que Dios es Amor universal, de forma que él se expresa, en Jesús, por el Espíritu Santo, en la creación de una “iglesia”, es decir, de una comunidad universal humana.
El cristianismo cree solamente en la Palabra comunicada y compartida, es decir, en la comunión mutua. Por eso, la propuesta de diálogo que formulaba Pablo VI (Ecclesiam suam) sigue siendo absolutamente necesaria. Que todos dialoguen, pero no a través de argumentos racionalistas, sino a través de la misma vida compartida, empezando por el pan. Por eso, allí donde un capital financiero se eleva por encima de los hombres y mujeres, se niega el diálogo, se borra la presencia de Dios, se destruye la Iglesia.
En ese sentido, la verdad de la Iglesia es su misma oferta y experiencia de palabra. Por eso, si en un momento determinado, el cristianismo triunfara por imposición habría fracasado. La finalidad del cristianismo no es su triunfo, ni la extensión de una iglesia que dice llamarse cristiana, sino que los hombres y mujeres puedan darse vida y compartirla en gratuidad, siendo así Palabra encarnada y comunicada, de un modo directo, inmediato, sin la mediación impositiva de una ideología, de un capital, de un ejército. Por eso, el diálogo cristiano se identifica con la misma la Palabra incorporada en la vida de los hombres, de forma que todos puedan ser “hijos de Dios”, con Jesús, en el Espíritu, que todos puedan comunicarse en fraternidad, compartiendo la vida (y los bienes materiales) unos con los otros, sin más tesoro que la Palabra que ellos son al decirse y al darse, de un modo desnudo y luminoso, cuerpo a cuerpo, sin imposiciones ni ventajas propias.
Por eso, una iglesia que utilizara algún poder para imponer o expandir su pretendida verdad dejaría de ser cristiana. La verdad solo es “verdadera” allí donde no apela a su poder, donde no toma ni impone ningún tipo de ventaja (cf. Mt 12, 18-21). Por eso, si los cristianos buscaran el triunfo de su iglesia como institución dejarían de ser evangélicos y la iglesia no sería ya cristiana. Ellos no quieren su bien, sino el de los otros, no quieren su paz, sino la paz de los demás, para compartirla con ellos. Eso significa que quieren el triunfo del budismo y el Islam, del hinduismo y de los otros caminos religiosos, siempre que sean caminos de Palabra encarnada, compartida, esto es, de paz humana.
La verdad de la iglesia no es un dogma separado, sino su misma vida, que ella ofrece y comparte con todos los hombres. Ella no está para decir cosas (doctrinas, teorías), sino para presentarse a sí misma como itinerario de paz, lugar donde es posible la palabra.
Ciertamente, hay en la iglesia creyentes que acentúan el aspecto sacral y presentan la fe como una cosa que está fuera de ellos, como un depósito casi objetivo de verdades y sacramentos que los jerarcas cristianos deberían custodiar y proponer y los simples fieles recibir agradecidos y sumisos. La fe tendría un sentido y consistencia (realidad) en sí misma, fuera de la comunicación creyente. En contra de eso, conforme a todo lo que he venido destacando, pienso que el “contenido” de la fe no se puede separar de su comunicación. No hay primero fe cristiana, sin comunicación personal ni diálogo gratuito, y luego comunicación, porque el contenido de la fe es la misma comunicación, es decir, el amor mutuo entre los fieles y todos los hombres.
Por eso, una propuesta de comunión cristiana que fuera independiente o viniera después, como una consecuencia que brota de otros contenidos, no sería cristiana. Este es el contenido de la fe evangélica: que los hombres se amen, dándose la vida, en camino pascual de paz. Otras religiones pueden ofrecer una propuesta convergente, como hemos dicho, pues todas deben compartir sus experiencias, es decir, comunicarse, no solo dialogando (querían Pablo VI), sino saliendo a la calle para dar testimonio del evangelio de la comunión universal de Cristo (Francisco).
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