Dom 16. 8. 15. Carne somos, de carne vivimos: Un escalón en la vida de Dios
Dom 20, tiempo ordinario. Juan 6, 51-58. En el estadio actual de evolución somos inviables, no podemos resolver nuestros problemas económicos y ecológico, sociales y espirituales (culturales): o ascendemos a un nivel distinto de humanidad o terminamos matándonos y muriendo todos.
Éste es un diagnóstico cada vez más extendido, éste el problema, hic Rhodus, hic salta (¡aquí esta Rodas, aquí es preciso dar el salto!), como decía Esopo y repitieron muchos pensadores del siglo XIX. Pues bien, en este nivel nos sitúa hoy el Evangelio de Juan, culminando el gran sermón de los domingos anteriores.
‒ Juan nos lleva al límite infranqueable de una “gnosis” en la que sólo importa la vida interior de cada creyente, una experiencia de identificación con lo Absoluto, un Jesús espiritual como símbolo de vida, con un grupo de amigos también espirituales, formando una comunidad de liberados vivos en la tierra. Pues bien, en ese límite, sin más salida, la vida humana muere sin remedio.
‒ Pues bien, ese mismo paso al límite infinito (in-humano) le ha obligado a formular, por contraste, la exigencia suprema de comunión inter-personal, como experiencia del Dios de Cristo, en línea de comunicación nueva y más alta, en la frontera donde se unen lo material y lo espiritual, allí donde un hombre (varón o mujer) es carne y sangre de otros hombres, en gesto y tarea, en éxtasis y gozo de nueva comunión
‒ Necesario es el pan de trigo que los hombres han de compartir, necesaria la justicia para que ellos vivan sin matarse. Necesaria, por tanto, es también la eucaristía de pan y vino, por la que ellos reciben, regalan y comparten los bienes materiales (y en especial la comida) como signo del Dios que es Comunión en Cristo.
‒ Pero más necesario es el pan de la carne humana, la misma vida que se da y recibe de un modo gratuito. El hombre es el único viviente conocido que puede regalar su vida, viviendo de esa forma en unidad de amor con otros, el único que puede dar su sangre, siendo así sangre de los otros.
‒ Por eso dice Jesús “el que bebe mi sangre tiene vida eterna”, el que la bebe y comunica, sabiendo así que somos cada uno por sí y todos unidos la savia de Dios, como ha vuelto a desarrollar el mismo Juan en el capítulo diez de su evangelio.
Comer la carne de Cristo y beber su sangre significa convertir la propia vida en alimento para los demás. Aquí, en esta más alta montaña de la Vida humana, escalada por Jesús por todos (para todos) recibe su sentido y tendrá futuro la existencia humana, superando la violencia de muerte que actualmente nos domina.
Buen domingo a todos, domingo de comunión mesiánica, de vida compartida. Frente a un “capital” que nos divide (unos comen y destruyen a los otros), Jesús ofrece el ideal de una vida que une, en amor y entrega mutua.
Texto: Juan 6,51-58
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.” Disputaban los judíos entre sí: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”
Entonces Jesús les dijo: “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su Sangre, no tenéis vida en vosotros.
El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que como este pan vivirá para siempre.
Un contrapunto, Antiguo y Nuevo Testamento
Al antiguo testamento le resulta escandaloso todo intento de buscar una comunión con Dios, pues él es trascendente y nadie puede introducirse en su misterio. Dios es lejanía de poder, grandeza y fuerza, de manera que ningún viviente puede acompañarle en su existencia. Sin embargo, dicho eso, tras haber negado toda posibilidad de unidad de naturaleza con Dios, Israel ofrece los cimientos para una nueva experiencia de comunión con Dios en términos de alianza.
En ese contexto nos introduce Jesús, pues como dice Heb 2, 14, el mismo Dios ha decidido «comulgar» con los hombres, entrando en de tal forma en nuestra historia que participa de la carne y de la sangre de los hombres (cf. también 2 Ped 1, 4: estamos en comunión con la naturaleza divina).
No se trata de restablecer sin más el mito antiguo del parentesco del hombre con Dios, en la línea de los dioses, semidioses, héroes y santones de casi todos los pueblos, sino de aceptar la gracia del Dios que ha querido comulgar con nuestra carne y nuestra sangre, hacerse mundo en nuestro mundo, historia en nuestra historia.
Sólo porque nos fundamos esta primera koinonia (comunión) incarnatoria, sólo porque Dios asume en Cristo, Logos-hijo, nuestras «especies humanas» (carne y sangre), de una vez y para siempre, nosotros − simples hombres – tenemos un acceso en comunión a lo divino, podremos comulgar con Dios por medio de la carne y de la sangre de Jesús, que es nuestro Cristo, comulgando así los unos en y con los otros.
Ésta es la experiencia de fondo de1 Jn 4,10: En esto consiste el misterio, no en que nosotros hayamos conseguido sin más la comunión con lo divino sino en que Dios, el santo, haya querido comulgar con nuestra historia, haciéndose así Vida compartida entre los hombres. Fundado en esta experiencia, Pablo puede definir a los cristianos como aquellos que «han sido convocados a vivir en koinonia con Jesucristo, Hijo de Dios» (1 Cor 1, 9). Éste es el sentido de fondo del sermón del pan de vida de Jn 6 que hoy comentamos.
Comulgar unos de (con) otros
Comulgar significa participar en Cristo: aceptar su palabra, seguir su camino, revestirse de su muerte, incorporarse a su resurrección, transformarse con su gloria, de manera que podemos ser así (por él) los unos en los otros:
— Convivimos y con-sufrimos con él;
— somos con-crucificados, con-sepultados, co-resucitados, con-glorificados;
— con él coheredamos y co-reinamos
(cf. Rom 6, 4-8; 8, 17; 2 Cor 7, 3; Gál 2, 19; Col 2, 12-13; Ef 2, 5-6; 2, 2).
Toda nuestra existencia de creyentes se interpreta a manera de comunión de vida y muerte, de camino y esperanza con el Cristo. Por eso, la comunión «en lo santo» significa «participación en la santidad de Dios», a través de Jesucristo.
Esta comunión se realiza de un modo visible en el gesto eucarístico: «El cáliz… es la comunión con la sangre de Cristo; el pan…, es la comunión con el cuerpo de Cristo» (1 Cor 10, 16-17). Así se invierte y recupera el gesto del Dios que se hace humano. Carne y sangre eran primero el lugar en el que Dios se ha humanizado. Ahora, en contexto de celebración eclesial, fundada en el recuerdo y la palabra de Jesús, carne y sangre son la realidad del gran misterio del Cristo, Hijo de Dios, presente entre los hombres.
— Allí donde la comunidad se reúne y celebra a su Señor, los creyentes, unidos entre sí «comulgan con el Cristo», participan de su vida y de su muerte, se introducen en su pascua. Este es el sentido radical de aquello que la iglesia afirma cuando cree en la «comunión de los hombres con lo Santo»; es lo que la iglesia celebra alborozada y llena de temor en el misterio de su fiesta dominical.
— En este contexto la palabra de comunión (koinônia tôn hagiôn) significa que los fieles, reunidos en comunidad y fundados en la confesión pascual, tienen acceso al misterio de las cosas santas; comulgan con Jesús, viven su gracia, actualizan su misterio, comulgando unos con otros La distancia entre el hombre y Dios sigue abierta. Sin embargo, allí donde los fieles celebran a Jesús se rompen las distancias, se curan las heridas: Atónitos y agradecidos, los hombres comulgan en la santidad de lo divino, y de esa forma pueden comulgar unos con otros.
Más allá de la unidad cósmica, superando la lejanía del Dios israelita, cristianos son aquellos que, por medio de Jesús y dentro de la iglesia, viven el misterio de la comunión con lo divino. Así lo ratifica Pablo cuando dice a los filipenses: «¡Si tenéis alguna koinônia o comunión con el Espíritu…! hacedme este favor…» (Flp 2, 1). De manera semejante, en la más solemne de sus despedidas, abriendo final su corazón, el desea a los corintios… «que la koinônia del Espíritu esté con vosotros» (2 Cor 13, 13).
El Espíritu de Dios es Comunión
Los hombres comparten así por Jesús (en Jesús), la vida de Dios, pues el Espíritu de Dios (=Espíritu Santo) es comunión, de tal manera que ellos pueden comulgar unos de otros. Así lo supone Pablo en 1 Cor 12-14, cuando interpreta todos los dones del Espíritu en relación con la unidad eclesial y lo ratifica el Jesús de Juan cuando, en el discurso de la cena, alude al Espíritu como misterio de la unión en que se vinculan el Padre con el Hijo (Jn 17).
En esa línea se puede y se debe afirmar que el Espíritu santo es la comunión en sí, el don primigenio de Dios que se expresa como campo de amor y encuentro (persona/comunión) entre los hombres. El Espíritu es la verdad original del encuentro, la unión de amor que liga a las personas, en primer lugar en Dios y, desde Dios, en nuestra historia. Éste es el sentido más profundo del Sermón del Pan de Vida (Jn 6).
En ese fondo se entiende 1 Jn 1, 3 al decir que «Nuestra koinônia es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» y que de esa forma penetramos en el centro de unidad de Dios, allí donde el Padre y el Hijo realizan su encuentro (cf. Jn 10, 30; 17, 11. 21-23). Frente a todas las unificaciones filosóficas, que intentan llegar a la fusión con lo absoluto, más allá de las pretensiones de trascendencia separada de los monoteísmos que escinden la unidad de Dios de la existencia de los hombres, frente al imperativo sociológico de una integración impersonal en el todo de la clase o del género humano, las palabras de san Juan ofrecen una nueva perspectiva de acción y de misterio: Dios es comunión, encuentro de amor gratuito entre personas; en ella estamos invitados a vivir también nosotros, por el Cristo.
Por eso, Jesús nos invita a comer su Carne, a beber su Sangre. El Espíritu de Dios es comunión, y comunión se ha hecho Jesús, el Cristo, de manera que comunión ha de ser su presencia en nosotros.
Los creyentes «se mantenían constantes en la enseñanza de los apóstoles, en la koinônia, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hech 2, 42). Koinônia significa aquí vida compartida, vida en amor que va integrando a los unos con los otros. Previamente, los hombres se encontraban perdidos, cada uno con su ley y con su esfuerza. De pronto escuchan que Jesús les ha salvado. Cambian lo anterior, se entregan a Jesús y, llenos de agradecimiento y sorpresa, se descubren hermanos. Nadie vive a solas; todos participan de la fe, el trabajo, la presencia de Cristo, la esperanza de su reino.
Implicaciones de la comunión.
Esa comunión ha de expresarse, a mi entender, en tres niveles: Confesión de fe, compromiso activo en favor de los demás, celebración del misterio.
– La comunión es un misterio de la fe. Creemos en ella, como creemos en el Padre y en el Hijo. La aceptamos en gesto reverente, agradecido, como expansión y presencia del misterio del Espíritu de Dios. Por eso, antes de toda palabra de los hombres, antes de toda construcción mental, proyecto o exigencia humana, la comunión se expresa como don que viene de Dios y fundamenta nuestra vida. La aceptamos reverentes, como misterio de Dios y realidad humana. De ella provenimos, en ella nos basamos, hacia ella caminamos. Creemos en la comunión como misterio de la iglesia: de ella recibimos la gracia de la fe, en ella crecemos al amor, en ella nos sabemos de verdad personas.
– La comunión implica un compromiso de vida y servicio de unos por los otros. Por eso ha de expresarse en forma de desprendimiento intenso, búsqueda de justicia, transparencia comunitaria… Quien confiese así la comunión sabe que ya nunca podrá tornar a su egoísmo. Sabe que vivir es compartir, es recibir la existencia y regalarla, es ir haciéndose en contacto con los otros, descubriendo que se gana aquello que se entrega por el bien de los demás y que se pierde aquello que uno quiere guardar en exclusiva. Todos los restantes principios de la vida puede dejarlos en segundo término. Queda en segundo lugar la tabla de las virtudes clásicas, con la justicia interpretada como exigencia de dar a cada uno lo que es suyo. Resulta insuficiente el ideal moderno de la justicia revolucionaria, como búsqueda de una sociedad sin clases. Es incompleto el ideal de la razón que quiere desvelar la plenitud del hombre a través del conocimiento o de la técnica. Para el cristiano, no hay más absoluto que la caridad, entendida ahora a manera de entrega por los otros, en un camino que proviene de la comunión de Dios y se abre hacia la comunión entre los hombres.
– Finalmente, la comunión es fiesta. Creemos en ella, la realizamos y la celebramos. Por eso, nos reunimos en gesto festivo. Recordamos la muerte pascual de Jesús, y nos sentamos en torno al pan y vino compartido. De esa forma, por encima de nuestras dificultades para creer y de nuestras impotencias para obrar, la comunión se vuelve fiesta: Es algo que está aquí, en el centro y fondo de la comunidad que canta y rememora, que comparte el pan, comulga con el vino y celebra la gloria de Cristo. Sobre la tierra de enfrentamientos y rupturas, sobre un mundo de conflicto y lucha, emerge la luz de un misterio diferente. ¿Qué hacen esos hombres reunidos en liturgia? ¡Celebran la presencia de un Dios que es comunión? Recuerdan a Jesús y cantan su propia comunión interhumana, la solidaridad en la vida y en la muerte, en abrazo de paz, la ofrenda compartida, esa nueva amistad que emerge y brota del misterio.
Evidentemente, las facetas que acabo de mostrar resultan inseparables. Quizá en otro tiempo se había concedido primacía a la comunión sacramental, ritualmente perfecta pero un poco separada de la vida. En estos últimos años se ha asistido al redescubrimiento de la fe, como principio de toda religión, cimiento de todos los encuentros. También se ha destacado el lado práctico: La comunión es algo que se hace, se va construyendo a través del compromiso en favor de la justicia, por medio de la lucha encaminada a liberar a los perdidos y oprimidos, a través de un proceso que culmina en el surgimiento de una sociedad sin clases. Todo eso es importante, pero resulta absolutamente necesario que redescubramos el aspecto festivo de la comunión y de la vida humana.
Conclusión
Así, donde decimos “creo en un Dios todopoderoso, en su Hijo Jesucristo y en el Espíritu Santo” debemos añadir y creo en la comunión de los santos, que no es una «segunda comunión» que Dios ha creado para nosotros, sino su misma comunión divina, ampliada por el Cristo en nuestra historia y convertida en principio, sentido y meta de toda realidad, pues el Espíritu de Cristo es comunión. Con 1 Cor 13, podríamos decir que todo pasa. Un día cesará el perdón, pues no habrá pecado a perdonar.
Terminará la solidaridad de clase, pues no habrá clases contrapuestas ni enemigos a quienes combatir. Acabará nuestra misericordia, pues habrá cesado la miseria que atormenta a los pequeños y mueve el corazón a los piadosos. La misma razón habrá acabado su camino, abierta en luz hacia el misterio de las cosas. No habrá justicia impuesta, pues todo será compartido… Las cosas habrán cumplido su misión y quedarán sencillamente como signo o recuerdo del camino recorrido… Pero quedará la comunión y Dios vendrá a mostrarse como despliegue transparente de comunión. Cristo entregará su reino al Padre, y Dios será así «todo en todos» (cf. 1 Cor 15, 28).
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