31.7.15 Ignacio: La meditación cristiana
Se celebra hoy la fiesta de Ignacio de Loyola (1491-1556), maestro y testigo de la meditación, el método o camino de oración (meditación) más empleado en la iglesia moderna. Con esta ocasión quiero distinguir tres formas o momentos de meditación, para desarrollar después, la última, la meditación cristiana:
— 1. Meditar es pensar con asentimiento interior, no en línea de ciencia objetiva (medible, instrumentalizable, igual para todos), sino de búsqueda y comunión personal, en verdad y armonía con el conjunto de la realidad.Así el que medita busca siempre su equilibrio interior: Saber por qué vive y vivirlo con asentimiento personal. En esa línea se puede situar el buen método de la meditación filosófica, que ha guiado a los grandes pensadores de occidente, desde Platón hasta Descartes y Husserl.
— 2. En sentido más estricto, meditar es superar todo pensamiento externo, objetivo, en una línea de interiorización oriental (yoga, budismo zen…), para adentrarse así más allá de todos los objetos y deseos en la verdad del absoluto. El que medita deja que en él piense y sea la realidad en sí, eso que algunos llamar lo divino; no se trata de pensar, sino de ser pensado más allá de todo pensamiento. No se trata de salvar el mundo, sino de salvarse uno a sí mismo del mundo.
— 3. Sin negar lo anterior, la meditación cristiana, tal como la formuló Ignacio de Loyola, es un pensamiento de encuentro con Cristo, esto es, un método de identificación personal con Jesús, para retomar con él (dese él) su camino mesiánico de transformación de la historia, es decir, de salvación humana. El que medita dialoga con Jesús, dejando que él le guía, para realizar así su obra mesiánica de salvación del mundo, es decir, de instauración del mundo en Cristo (instaurare omnia in Christo), según la voluntad y gloria de Dios (AMDG).
En las reflexiones que siguen, suponiendo conocidos los dos niveles previos de meditación, quiero fijarme en la de Ignacio de Loyola, para indicar de esa manera lo que significa (lo que tiene de específico) la meditación cristiana.
Buen día a todos (31.7.15). Me gustaría que fuera el día de la meditación cristiana, conforme al modelo de Ignacio de Loyola, estratega y animador de la nueva “compañía” de los amigos de Jesús. Dejo así para los lectores de mi blog tres cuestiones o preguntas radicales:
— ¿Cuál es el sentido esencial de la meditación cristiana? ¿Lo ha entendido y expuesto bien Ignacio de Loyola? ¿Son fundamentales los cuatro momentos que expone?
— ¿Cómo se relaciona la “meditación cristiana”, centrada en Jesús, y la “meditación transcendental” (sin objeto ni persona histórica) de gran parte del hinduismo y budismo?
— ¿Por qué son muchos los que actualmente parecen olvidar la “meditación cristiana”, mientras defienden, practican (e incluso a veces “venden”) un tipo más o menos fino de meditación trascendental?
Ignacio de Loyola
fue ante todo un maestro de oración. Su herencia para la Iglesia Cristiana y para la Cultura de Occidente es el desarrollo de un método de oración personal que se ha llamado y se llama Meditación Cristiana, que consta de cuatro momentos:
• Composición de lugar. Para iniciar el camino de su meditación, el orante ha de evocar y «componer» o recrear en su imaginación el encuadre de una determinada escena evangélica. De esa forma puede concentrarse enteramente en ella.
• Discurso mental. Centrado en la escena, el orante ha de pensar a fondo acerca de ella. Así discurre: organiza y elabora los diversos aspectos del misterio, para descubrir lo que ellos significan. La oración tiene pues un rasgo de razonamiento.
• Participación del corazón. El orante no consigue resolver con su discurso los enigmas que le ofrece el evangelio. Por eso debe introducirse en el misterio. Ya no piensa, no razona. Deja que Dios mismo hable en su hondura, al interior del corazón, y de esa forma participa en el misterio.
• Transformación de la voluntad. La oración se convierte en nuevo compromiso que brota del amor de Cristo, en actitud de entrega radical a la misión del evangelio: no soy yo quien se decide y compromete; el mismo Cristo me ama y actúa con su fuerza salvadora a través de mi existencia.
Así lo he querido desarrollar en las reflexiones que siguen, que ofrezco a mis lectores como ejemplo y guía de oración cristiana, en la línea de Ignacio de Loyola. Buena fiesta a todos en su día.
1. Principio sensible
Ignacio no ha querido fundar en la pura razón su nueva empresa (su “compañía” de voluntarios de Jesús). Sabe que la razón es importante, pero sabe que en su base están la imaginación y los recuerdos, los proyectos y deseos sensibles de la vida.
Por eso no se puede empezar por el pensamiento. La oración ha de fundarse en los principios sensibles de la vida, centrándolos en Cristo; sólo así podrá centrar y dirigir después el pensamiento. Hay otra causa. La meditación cristiana no se ocupa de problemas que se pueden resolver por la teoría: misterios inmutables y verdades eternas de la mente que supera el mundo y se introduce en lo divino. La meditación cristiana ha de enfrentarse con Jesús y con su historia, con aquellos hechos primordiales que suscitan y sostienen nuestra vida de creyentes, arraigándola en el tiempo y espacio de la tierra.
Nótese la diferencia que esto implica con respecto a métodos o técnicas que vienen del lejano oriente. Cierto tipo de yoga y otras técnicas hindúes y budistas quieren que el hombre prescinda en la oración de ese nivel sensible. Para hallarse ante el misterio, les parece necesario superar todo ese plano donde imperan las imaginaciones y deseos de la historia. Sólo en el vacío de mi propio yo interior, cuando la vida externa ya se encuentra silenciada, puede haber lugar para el misterio.
La meditación cristiana sigue un camino diferente. No trata de olvidar nuestro pasado, sino de cimentarlo en Cristo. No trata de borrar nuestros deseos, las imágenes sensibles que parecen dominar la fantasía. Quiere centrar todo eso en Cristo, concentrando nuestra fantasía y sentimiento en los aspectos más visibles y más fuertes de su historia: nacimiento, vida y pascua.
Esta opción ignaciana es teológicamente importante: Dios no se encuentra en el vacío de este mundo, sino allí donde este mundo madura como humano, en apertura hacia el amor y vida plena, en Cristo. Por eso resulta teológicamente peligroso para el cristianismo un método de tipo introspectivo, una meditación trascendental donde no exista lugar para el encuentro con el Cristo que ha venido en carne, haciéndose por tanto historia humana.
En esta perspectiva podemos enfocar el tema psicológico. La meditación trascendental del oriente pone de relieve el aspecto supracósmico de Dios. Por eso, en la oración debemos superar los rasgos que podemos llamar «categoríales», las imágenes y formas concretas de este mundo. Dios emerge en el vacío trascendente de la mente. Por eso, para orar hay que aprender a suscitar ese vacío, superando las pre-ocupaciones de este mundo. Ciertamente, este camino me parece valioso en un primer momento, como medio de lograr autodominio, de tal forma que yo sea dueño de mí mismo. Sin embargo, eso no puede llamarse todavía una oración cristiana. La meditación cristiana debe penetrar en lo sensible, en el recuerdo de Jesús y de su historia, de manera que esa historia se convierte en lugar de Dios y campo de manifestación de su misterio. La misma ley de encarnación nos pone sobre el mundo, iniciando en lo sensible aquel camino que conduce a lo divino.
Veamos un ejemplo. Supongamos que la meditación tiene por lema el nacimiento (cf. Le 2, 1-21). Partiendo del texto evangélico, el orante ha de intentar que sus sentidos y potencias se concentren en la escena: dejará que vayan emergiendo los diversos personajes en su fantasía; se adentrará en los hechos viendo, escuchando, gustando lo que allí sucede. De esa forma, la evocación del pasado se convierte en fuente de experiencia para el presente. El orante no es un simple espectador que mira desde fuera lo que pasa. En su oración se vuelve actor: penetra en la vivencia de la escena y deja que ella misma le penetre, le conforme, le transforme.
Este ejercicio de concentración sensible resulta necesario por la misma forma de actuar de nuestra mente. Nosotros pensamos sintiendo; y muchas veces dejamos que la misma sensación nos lleve y nos transporte a su capricho. Nos hallamos, sobre todo, a merced de una fantasía que va y viene, que vuela y sobrevuela sobre un mundo de fantasmas y deseos que nosotros no podemos dominar del todo. Por eso, la oración implica un ejercicio de dominio de esa fantasía: queremos concentrarla, dirigirla hacia un suceso donde pueda reposar y enriquecerse. No se trata de un control cualquiera, que nosotros ejercemos por decreto; todo lo contrario, dirigimos y centramos la atención sensible en un momento de la vida de Jesús, el Cristo.
Por eso, el mismo ejercicio de concentración implica ya un encuentro religioso. No centramos y aquietamos los sentidos sobre un dato puramente hermoso o agradable de la vida, como quieren ciertas formas de relajación sensible, psicológica. No buscamos una hermosa escena de familia, de mar o de montaña, aunque sepamos que eso pueda ser valioso en un momento, para descargar nuestra atención, como terapia de tipo psicológico. Nosotros queremos concentrarnos en el Cristo, de manera que la fuerza de su vida pueda introducirse de manera creadora y transformante en nuestra vida. Este ejercicio tiene, por tanto, dos finalidades.
Una es de tipo más metódico: para orar es necesario concentrarse, comenzando por la imaginación, por los sentidos exteriores. El verdadero orante es hombre que se esfuerza en dirigir y alimentar su actividad sensible. Por eso, en un momento determinado, sobre todo en el comienzo de la noche, cuando llega el tiempo del descanso, intenta revivir unas escenas de evangelio, llenando así su fantasía. El mismo sueño puede cargarse de esa forma del recuerdo de Jesús y su presencia en los niveles preconscientes de la mente.
Hay una segunda finalidad de tipo más teológico: el creyente es hombre que desea «ver» a Cristo. Por eso le imagina. Ciertamente, ya no conocemos a Jesús en un nivel de carne, como sabe Pablo (cf. 2 Cor 5, 16): no le conocemos con los juicios y principios de este mundo. Pero debemos conocerle en mucha hondura, a partir de la misma sensibilidad y fantasía, en un camino que nos lleva después al pensamiento y decisión creyente. En este aspecto, la oración es ejercicio de hombre pleno: no se cierra en un nivel de pensamiento; quiere encauzar, dirigir, enriquecer todos los planos de la mente, para así fundarlos en Jesús, el Cristo.
2. Reflexión intelectual
Como hemos indicado ya, ciertos métodos de oriente no sólo silencian lo sensible, sino también lo racional. Pero, ¿es posible? Juzgo que no. El hombre es pensante: Dios le ha dado la razón para discurrir, orientándose entre riesgos, arguyendo, investigando, argumentando. Por eso, la meditación cristiana no se puede cerrar en lo sensible, ni abandona de modo «trascendental» el pensamiento. Una vez que el orante se ha dejado enriquecer por la vivencia sensible de Jesús, ha de pasar de un modo riguroso al nivel del pensamiento.
Repetimos. Al hombre no le basta con vivir en el espacio de la fantasía. En un momento dado se pregunta «cómo», «por qué»: el significado y la función de los diversos personajes que intervienen en la vida de Jesús. Volvamos, por ejemplo, al nacimiento, que de un modo tan certero ha presentado Ignacio de Loyola (Ejercicios espirituales, 111-117).
Enriquecido por la fuerza de la escena, sintiéndose integrado en su misterio, con las voces, las figuras y colores de los personajes, el orante ha de pensar. Entonces se pregunta por qué actúan de esa forma los agentes del misterio: animales, pastores, José, María, Jesús, ángeles y Dios. Dentro de ese «por qué» se van centrando todas las preguntas del cielo y de la tierra: el sentido de la naturaleza (gruta) y de la historia, la existencia de los hombres y la gracia de Dios que se revela como niño, en la impotencia de un pequeño y perdido nacimiento.
Una vez que ha comenzado ya la reflexión, y la mente ha penetrado, razonando, en el sentido de la escena, se establece un proceso que pretende ser definitivo. El orante es racional y ha de pensar sin miedo. Por eso discurre de manera rigurosa: investiga, compara, interpreta. En un momento dado quiere resolverlo todo, penetrarlo y comprenderlo con su mente. De esa forma, el nivel de lo sensible queda en un segundo plano. Está allí, se pueden revivir colores y formas de la escena; pero hay algo mucho más valioso que se debe conocer e interpretar por medio de la mente.
De esta forma hemos llegado al corazón de la plegaria meditativa: desde el júbilo sensible, de las formas y colores, intentamos alcanzar el pensamiento. Orar implica pensar sobre Jesús, como lugar de manifestación definitiva de Dios. Frente a todos los intentos antirracionales, frente a todas las tendencias de la mística vacía o sensiblera, la oración se nos presenta en este plano como ejercicio intelectual.
Ciertamente, esta oración no será sólo un ejercicio del discurso, como luego indicaremos. Pero si ella no despliega este nivel, si busca su refugio en el silencio interior o el entusiasmo de una pretendida actuación de Dios que ciega el pensamiento, corre el riesgo de acabar degenerando dentro de sí misma. Volvemos de esa forma a los problemas del método. Ignacio ha presupuesto que el hombre, en su camino de realización cristiana (orante), ha de pasar por cuatro etapas. Las primeras ya las conocemos:
a) el hombre es ser senciente: sólo puede aprehender la realidad por los sentidos, permitiendo que ella le impresione y transfigure; por eso, en el comienzo de toda la oración hallamos el recuerdo y fantasía;
b) el hombre es racional: conoce comparando y discurriendo sobre aquello que impresiona sus sentidos; por eso, al situarse ante Jesús ha de pensar, en el nivel de causas, razones y sentidos. Sólo después podrán venir los aspectos ulteriores de la contemplación del corazón (más allá del pensamiento) y de la nueva voluntad que se compromete con el Cristo.
Pero volvamos al nivel del pensamiento, que ahora estamos estudiando. ¿Qué debemos hacer en ese plano? Dos cosas primordiales: una centrar el pensamiento y otra aprender a superarlo. Tenemos que pensar de tal manera que el mismo pensamiento pueda trascenderse, de modo que lleguemos a encontrar a Dios en un nivel más alto de experiencia cordial y decisión creyente.
Decimos que es preciso centrar el pensamiento. Del nivel de fantasía hemos pasado al nivel de las razones: de esa forma discurrimos, juzgando los principios, los efectos y las conexiones de aquello que miramos. A ese plano, en oración, ya no pensamos de manera general sobre las cosas y las causas de la tierra. Pensamos sobre Cristo, a partir de lo que ha sido el ejercicio anterior del sentimiento; pensamos sobre Cristo a partir de lo que dice el evangelio. Así, centramos la razón de tal manera que no vague, vaya y venga, hasta perderse entre los rostros cambiantes de las cosas. La centramos en la vida de Jesús, para entenderla, de tal forma que en un momento dado vengamos a encontrarnos como dominados, absorbidos por aquello mismo que pensamos sobre el Cristo.
Pues bien, en ese instante, si hemos hecho bien nuestro ejercicio, descubrimos que es preciso superar el pensamiento, descubriendo que la historia de Jesús, el Cristo, nos desborda, nos trasciende y sobrepasa, para así arraigarnos y fundarnos dentro del misterio. Ciertamente, en un momento querremos resolverlo todo con razones, de manera que seamos dueños y señores de todo por la mente. Pues bien, en ese plano no podemos meditar, nos convertimos en filósofos que quieren dominar el mundo con su mente, haciéndose divinos. Al contrario, si pensamos rectamente, de manera que la vida de Jesús inspire y fundamente nuestra vida, descubrimos que el mismo pensamiento quiebra: no podemos seguir, nos cortamos, nos paramos y dejamos que Dios mismo se acerque y siga pensando desde dentro de nosotros.
Esta es la crisis de la meditación, es el momento decisivo: superamos ya el plano del juicio; no podemos resolver con nuestra mente lo que Dios realiza en Cristo; no podemos juzgar a los demás, ni aun dominarnos y juzgarnos a nosotros mismos. Parece que se para el reloj de nuestras horas, el reloj de nuestro tiempo. Hemos empezado a pensar sobre Jesús y descubrimos ya que somos incapaces de seguir pensando. Por eso nos dejamos estar: iluminados por el tiempo de Dios, enriquecidos con su gracia.
Dios mismo es el que viene y piensa por nosotros. Esta crisis y superación del pensamiento, que nosotros buscamos a través de la meditación, no se puede interpretar como un proceso regresivo: no volvemos hacia atrás, para refugiarnos cansados en un plano previo al pensamiento. Este es, al contrario, un proceso progresivo: de tal forma nos llena el gesto de Jesús y su camino, que todas las restantes razones y los juicios de la tierra han sido de esa forma trascendidos. Todo lo anterior queda en el fondo. Conservamos la capacidad admirativa de la fantasía y los sentidos. Conservamos y aplicamos el discurso intelectual. Pero en la hondura del alma hemos hallado un espacio de misterio diferente; y allí nos situamos, unidos con el Cristo que realiza su camino con nosotros.
3. Vivencia contemplativa
Con esto hemos pasado a un nuevo plano. El mismo pensamiento nos conduce hasta su límite, de modo que podemos estar allí esperando una presencia más honda del misterio. La razón viene a mostrarse precisamente grande cuando advierte que ella es pobre, que resulta insuficiente: no llega nunca al fin, nunca resuelve los problemas importantes. Orante es el que advierte esta ruptura: es el que «siente» que, pasada la frontera racional, hay un espacio nuevo de sentido.
No es que el pensamiento racional no valga, no es que los esfuerzos de la mente discursiva nos parezcan fracasados. Al contrario. Intensa ha sido la meditación, fuerte el deseo de entender y resolver los temas. Pero más fuerte aún se manifiesta la presencia del misterio de Dios que ahora se expresa desde el fondo de la escena. Por eso, de una forma a veces lenta, otras veloz y fulgurante, pasamos del nivel del entender y dominar a un plano nuevo de admiración y sorpresa, a una presencia divina que nos enriquece y transfigura, más allá del pensamiento.
Recordemos lo ya dicho: meditar era pensar, pensar hasta el final en un motivo de la vida de Jesús o en un momento de la historia de la salvación. Pero a través de ese camino discursivo hemos venido penetrando en el misterio, hasta la hondura de la escena, en una especie de experiencia superior, suprasensible: el mismo Dios se nos venía a desvelar en Cristo. Así se invierte el proceso precedente, de manera que más que pensadores somos ya pensados. Somos personas, sujetos racionales, hombres libres. Sin embargo descubrimos que Dios mismo es el que vive y alienta en nuestra vida: hay un misterio que alumbra desde dentro y que va como emergiendo (pensándose, actuando) a través de nuestro mismo pensamiento.
Lo que aquí acontece no resulta absolutamente nuevo. También el artista y creador, en un momento dado, cuando llegan al esfuerzo máximo, descubren que una fuerza interior (quizá divina) crea y se expresa por su medio. Parecido es el caso del amante: primero piensa que él es dueño de su afecto y sus acciones; pero luego viene a descubrir que hay una fuerza más profunda (de amor) que está actuando a través de su persona. Ambos, amante y creador, acaban siendo unos «posesos»; poseídos por la fuerza de un poder que les desborda, más allá del mero pensamiento. Algo cercano, aunque en grado muy superlativo, pasa con el hombre religioso: al final de su meditación sobre el misterio, puede y de alguna forma debe descubrir que ese misterio actúa en su interior, le alumbra, piensa y transfigura. El pensador se ha convertido así en «pensado»: Dios mismo le piensa y le ilumina; es Dios quien se actualiza y explicita en su persona, sin negar ni destruir su independencia.
Ahora debemos precisar los planos. Hay una posesión que es mala: el «espíritu» que llena mi existencia me aniquila; rompe mi equilibrio, niega mi persona, no me deja realizarme como libre. Por el contrario, la presencia de Dios libra y potencia mi persona, de manera que yo puedo superar el viejo plano discursivo y realizarme libremente, en actitud de amor que llena y transfigura todas mis potencias. A partir de lo anterior, podemos afirmar que la meditación nunca es auténtica si cierra el camino que conduce hacia el nivel contemplativo. Es evidente que el camino resulta en cada caso muy distinto: depende de la forma de ser de cada uno, de la fuerza-intensidad de la plegaria, de las mismas condiciones culturales… Pero si hay meditación, tiene que estar abierta hacia un nivel suprasensible y suprarracional de amor contemplativo y de presencia del misterio.
Quizá pueden distinguirse en este plano dos momentos. Habrá un primer momento de confianza y abandono: me pongo así en las manos de aquel Dios que actúa en Jesucristo; no importa lo que logro realizar de forma activa; importa lo que Cristo va formando y conformando en mi persona, a través de su presencia. Hay un momento de ruptura racional: yo no consigo resolver las cosas con mi esfuerzo; por eso no las puedo ya pensar, ni interpretar en perspectiva de razón humana; me abandono activamente y dejo que el mismo Dios de Cristo actúe de manera creadora en mi existencia.
Así, a nivel contemplativo, la meditación incluye un elemento de identificación suprarracional con Cristo. Supero el nivel en que la vida es más que fantasía y raciocinio. La vida es gratuidad: una experiencia de Jesús que me ha tomado de la mano y que realiza su camino de mesías, salvador universal, en mi camino. Por eso debo renacer y revivir en Cristo, de manera que él conforme mi existencia, como muestran con toda intensidad los más profundos escritos de Juan y de Pablo.
Quizá pudiera hablarse de una mimesis de tipo cristológico, mesiánico. Me he vinculado con Jesús y empiezo a vivir «en su existencia» (como miembro de su cuerpo, sarmiento de su viña). Imito a Cristo de manera que sus sentimientos y actitudes (cf. Flp 2, 5s) se explicitan y realizan en mi vida. De esa forma soy «yo mismo» (independiente y personal), siendo a la vez una expresión de la gran vida del Cristo.
Los ejercicios anteriores de imaginación y pensamiento adquieren de esta forma su sentido. Lo que importa no son las fantasías, ni tampoco las razones que yo puedo manejar-manipular por medio de la ascesis. Lo que importa es que la vida de Jesús brota en mi vida, de una forma que parece natural, como espontánea (cf. Jn 4, 14; 7, 37-39). Yo me vuelvo así persona nueva; no he nacido de las fuerzas y poderes de la historia, sino del mismo seno de Dios, en Jesucristo (cf. Jn 1, 12-13).
He dicho ya que la oración empieza a ser como espontánea. No tengo que esforzarme en ordenar y organizar el pensamiento, como sucedía en el momento precedente. La vida de Dios brota por dentro; yo mismo me convierto así en plegaria. Ciertamente, debo volver siempre a los trabajos anteriores, a los ejercicios programados de la fantasía y pensamiento. Pero, por encima de eso, en un momento dado, yo descubro que la misma oración se ha vuelto vida de Dios dentro de mi vida. Por eso dejo que ella misma se expanda y expansione.
4. Compromiso de la voluntad
Conforme a lo anterior, son cuatro los momentos psicológicos que implica esta oración meditativa. Comenzaba por el sentimiento-fantasía que nos situaba ante una escena de la historia de Jesús, el Cristo. Seguía la función del pensamiento que discurre y que razona sobre el sentido de Jesús y su presencia entre nosotros. Viene luego el corazón o facultad contemplativa que se deja fecundar por la palabra de Dios que habla por dentro, más allá de las palabras y sonidos de la historia. Queda, en fin,la voluntad, que ha de cambiarse, como vida que se vive desde Cristo.
Este es el final de la oración. La facultad del pensamiento se volvía ya contemplativa. Pues bien, la contemplación se vuelve compromiso. ¿Para qué hemos de cambiar? Antes que nada para ser: esto es lo primero; hemos orado para realizarnos plenamente. También cambiamos para obrar: de la meditación emerge un nuevo temple de voluntad, una capacidad más honda de entrega por los otros. Una oración que no culmine en el gesto muy concreto de un trabajo por el reino acaba careciendo de sentido.
Ciertamente, el hombre de oración quiere cambiar su voluntad y convertirse por medio de su unión con Cristo. Pero no puede empezar a programar el cambio a fuerza de razones (por teoría), ni tampoco a golpe de propósitos (en pura actitud voluntarista). Ese cambio sólo adquiere su sentido y
puede realizarse dentro del proceso de oración más amplio, que ahora estamos estudiando.
Significativamente, en el comienzo de ese cambio colocamos un momento de imaginación o fantasía: el orante ha de ponerse ante Jesús, soñar su vida nuevamente, introducirse de manera sensible, emocionada, dentro de ella. Sólo entonces, cuando queda ya empapado, enriquecido, remozado, hasta
sensiblemente, en Cristo, puede funcionar a nivel de pensamiento.
Por eso, el pensamiento ya no es puramente discursivo, no es discurso neutro sobre el Cristo. Es pensamiento que se encuentra lleno de Jesús, en actitud de amor y entrega de la vida. Sólo de esa forma, en emoción y unión contemplativa, los orantes pueden advertir que cambia su existencia. Ellos no programan de manera racional el cambio o futuro de su vida. Se ponen en camino de oración y desde el centro de su mismo caminar confían en la mano de aquel Dios que viene a transformarles. Sólo al final de ese proceso, al resplandor de la contemplación, descubrirán que su misma voluntad está cambiada. Entonces sentirán que el cambio es don de Dios, es gracia que les crea y recrea por el Cristo.
Con esto hemos pasado de la mimesis, que vimos en el plano precedente, hasta el nivel del seguimiento mesiánico y la entrega por el reino. La mimesis tenía un rasgo más estático: me siento unido a Cristo; su existencia fluye en mi existencia, como río de agua viva, transparente. El seguimiento es más dinámico: Jesús me pone sobre el mundo de manera que yo pueda realizar (continuar) su misma acción entre los hombres.
De esa forma, la oración de identidad cordial (unión de corazones) se convierte en principio de exigencia: soy ya «otro Cristo»; soy soldado liberado de su reino y tengo la tarea de expandir y realizar su gesto salvador entre los hombres. La meditación viene a mostrarse así como ejercicio de transformación en Cristo: dejo ya mi voluntad, cumplo la suya, dentro de la iglesia.
He resaltado este aspecto eclesial porque resulta muy significativo para Ignacio de Loyola. Quizá me ha parecido que el camino de la meditación me separaba de los otros: he dejado a los demás y me he
encontrado a solas con el Cristo. Pues bien, al fin de ese camino yo descubro en Cristo a todos sus hermanos: no estoy solo; estoy unido a los restantes miembros de la iglesia, y dentro de ella he de entregarme como Cristo por el reino, que es la gloria de Dios sobre la tierra.
La misma oración nos ha llevado así hasta el interior de la comunidad, nos compromete plenamente al servicio de la iglesia. Lógicamente, los jesuitas (que viven de manera consecuente la exigencia de la meditación) hacen un voto de obediencia radical al Cristo, que se expresa de manera muy concreta en la obediencia al papa. Esto significa que toda la oración ha sido verdadera si culmina en la actitud de entrega por el reino, dentro de la iglesia. Este es el compromiso original, fundamentante: unirnos a la iglesia, de manera que podamos entregar nuestra existencia por el reino. Quizá algunos orantes deban precisar aún más la entrega por el Cristo, dentro de una línea especial de vocación. Pero lo dicho nos resulta suficiente, en este cuarto nivel de la oración meditativa. Quien asume de manera consciente y programada el dinamismo de la meditación, el que se deje penetrar y conformar por ella, encontrará que es nombre nuevo: vive en Cristo y desde Cristo.
La genialidad de Ignacio de Loyola al precisar este proceso de meditación ha consistido en aplicar al hombre individual de su tiempo el mismo esquema de encuentro con el Cristo que la iglesia ya vivía de manera más comunitaria, a través de la liturgia. En ambos casos se trata de lo mismo: lograr que los creyentes se arraiguen en Jesús, actualizando su misterio sobre el mundo.
La meditación es, por tanto, un tipo de actualización consciente, individual y programada de aquello que celebra la liturgia para todos los fieles, en el centro de la iglesia. Eso significa que allí donde se vuelve a celebrar con mucha intensidad la vida eclesial en la liturgia, el camino de la meditación recibe contenido nuevo. No se trata de olvidar o abandonar el método ignaciano de oración, quedando sólo con aquello que ofrece la liturgia. En modo alguno. Ambos caminos deben completarse, omo nosotros suponemos e indicamos en todos estos temas.
Ciertamente, existe en ciertos grupos una especie de crisis de la meditación, que puede tener varias razones: exceso de racionalismo, falta de sosiego, miedo al encuentro personal con Cristo… Pues bien, teniendo en cuenta lo anterior y resaltando el valor fundamental de la liturgia, pienso que debemos revalorizar la meditación: hay que volver a penetrar de manera personal en el misterio, en actitud de encuentro pleno con el Cristo; si se pierde este nivel de compromiso orante, que realiza cada uno de los fieles, la misma liturgia acaba siendo un gesto ya vacío.
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