Leído en Koinonia:
Publicado originalmente en inglés en la revista «HORIZONTE»,
vol. 13, nº 37 (2015)163-192 PUC-Minas, Belo Horizonte, Brasil.
Traducción al castellano de Francesca Toffano
1. Videtur quod non: parecería que no
La respuesta a nuestra pregunta debería empezar de la misma forma como Tomás de Aquino comienza su respuesta a la misma pregunta, en su Summa Theologica, es decir, con un videtur quod non, «parece que no», parece que no pueden caminar juntos. Donde la modernidad, o sea, la cultura occidental, se ha vuelto dominante, como en Europa, Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda… en la misma medida, el cristianismo ha menguado. No hay necesidad de muchas estadísticas para probarlo. La siguiente será suficiente. Hasta 1750 en el mundo occidental la asistencia a la iglesia todavía alcanzaba casi el 100%, como había sido desde que la cristianización de Europa había terminado, más o menos desde el año 1000. Pero hacia la mitad del siglo XX había descendido hasta el 65%, lo que significa que en dos siglos casi el 35% o un tercio de los miembros de la Iglesia se habían despedido de los templos, se habían vuelto por lo menos indiferentes, o habían abandonado completamente su fe y ya no creían en un «Dios en las alturas», o se habían vuelto ateos. Podía parecer que hubiera sucedido un terremoto religioso… En realidad no fue un terremoto, sino una especie de bradisismo, un lento pero continuo levantamiento de la corteza terrestre, que hace que, después de un cierto tiempo, un edificio empiece a colapsarse. De la misma forma, durante dos siglos, la cultura occidental, empujada por la evolución del cosmos, ha ido cambiando lentamente, pero sin parar, y ha perdido su naturaleza religiosa anterior.
Las raíces de ese cambio fundamental fueron el humanismo del siglo XV, suscitado por el renacimiento del la antigua cultura greco-romana, que también fue impulsada por los estudiosos bizantinos, quienes habían buscado refugio en Occidente después de que los turcos en 1453 habían sitiado y conquistado Constantinopla. La antigua cultura greco-romana, que había renacido durante el Renacimiento, fue como todas las culturas antiguas, una cultura religiosa, y no destruyó la cosmovisión cristiana de Occidente. Pero hizo también que se recuperara la cultura científica de la antigua Grecia. Esta recuperación produjo en el siglo XVI un grupo de eruditos, como Copérnico, Mercator, Justus Lipsius, van Helmont… y el siglo XVII puso realmente los fundamentos de la ciencia moderna. Porque ése fue el siglo de genios como Galileo, Torricelli, Kepler, Newton, Descartes, Pascal y muchos otros. Todos ellos eran creyentes cristianos convencidos. Todavía la ciencia y la religión eran amigas. Sin embargo, la religión ya no era la reina indiscutible de las ciencias.
Las cosas cambiaron radicalmente en la segunda mitad del siglo XVIII, primero en Francia, que era en aquel momento el centro del pensamiento de Europa. Un grupo de sabios franceses empezaron a sacar consecuencias de las nuevas ideas que allí y en Gran Bretaña ya habían ido germinando durante algún tiempo. La razón se volvió más importante que la creencia religiosa y, como consecuencia, cuando ambas entraban en conflicto –y eso sucedía frecuentemente–, la razón prevalecía. Eso mostraba que una nueva visión del mundo estaba emergiendo: la modernidad.
Los líderes de la Iglesia se dieron cuenta muy bien de que esas ideas eran difíciles de reconciliar con los conceptos religiosos tradicionales, y lo que era peor, amenazaban con quebrantar su autoridad y su lugar privilegiado en el Estado. Así que atacaron, y condenaron vehementemente esa nueva visión del mundo. Pero al hacerlo, se alejaron, ellos y el cristianismo, del enriquecimiento que la modernidad prometía. Por culpa de su ceguera, la Iglesia perdió ya en el siglo XVIII la adhesión de gran parte de la élite intelectual, que se alejó de una religión que rechazaba los valores humanos y la certeza científica. Por otra parte, durante el siglo XIX, por desatender las aspiraciones y las protestas de las víctimas proletarias de la revolución industrial, la Iglesia perdió a gran parte de la clase trabajadora, que se volvió socialista y anticlerical. Eso explica la situación de 1960: dos tercios de los anteriores miembros de la Iglesia se habían ido, para siempre.
Pero desde ese entonces el número de miembros que todavía eran practicantes no ha cesado de caer, y de caer mucho más rápido que antes. ¿Por qué más rápido que antes? Porque hasta la primera mitad del siglo XX los líderes de la Iglesia habían logrado, más o menos, alejar a sus fieles del contacto con las ideas modernas. Lo habían logrado organizando y promoviendo la prensa católica, un partido católico, sindicatos católicos y organizaciones e instituciones culturales, y especialmente una red de escuelas católicas, dirigidas por sacerdotes y monjas, para inculcar en los alumnos las ideas y convicciones católicas. Pero en el medio siglo que va de 1960 a 2010, los modernos medios de comunicación se desarrollaron a una velocidad frenética, y empaparon a la sociedad entera con las ideas de la modernidad, y también a los miembros de la Iglesia. Las medidas anteriores de prevención se volvieron totalmente ineficientes. Además, aquellas ideas modernas, obviamente, gustaban más, y parecía que prometían más felicidad que la Iglesia. En medio siglo, la asistencia a la Iglesia bajó en Europa del 65% al 10-15%, una caída estrepitosa para una institución tan dinámica en el pasado y que se había extendido en todo el mundo. Y ese número continúa cayendo todavía, porque la vieja generación, que forma la mayor parte de la población que queda en la Iglesia, va muriendo lentamente, y la gente joven, que ha crecido ya con la cultura moderna y ha sido moldeada por ella, muestra muy poco interés por el ámbito religioso, así que se quedan fuera de las iglesias. Estadísticamente, en otro medio siglo, el cristianismo habrá sido casi borrado del mundo occidental.
Esto, no sólo es casi inconcebible, sino que significa una terrible pérdida para la humanidad. Porque, a pesar de las deficiencias humanas –que también se dan en la fe cristiana, provenientes de las culturas en las que el propio cristianismo se inculturó, como la avaricia, la crueldad, la lujuria por el poder, la indiferencia por los débiles, la falta de un verdadero humanismo…– sigue siendo el depositario de una visión rica y valiosa, y el modo de vida creativo de la comunidad que nació de la fe en Jesús, y sigue mostrando un camino para un nuevo mundo más humano.
2. Las raíces de este antagonismo
Es obvio que la cultura moderna y el cristianismo se alejaron entre sí. La pregunta es por qué. ¿Cuáles son las raíces profundas de su antagonismo?
Para encontrarlas, tenemos que regresar al origen de la religión. Éste coincide con el proceso de la humanización. Porque, aunque los primates antecesores del homo sapiens ya alcanzaron cierto grado de inteligencia y de ética, no tienen religión. La religión debe de ser el fruto de una evolución ulterior que los otros primates no han logrado. Los seres humanos, conocían el miedo tanto como los primates y trataron como ellos de escapar de los peligros que los amenazaban; pero, a diferencia de ellos, trataron de entender qué pasaba con ellos mismos, hicieron preguntas, buscaron respuestas, y al no encontrarlas en el mundo visible, pensaron espontáneamente en un mundo invisible encima de sus cabezas. Los fenómenos más amenazantes e inexplicables como el rayo, el trueno, y los huracanes, venían desde allá…
Pero en la profundidad de su psique los seres humanos deben de haber tenido, y todavía tienen, grabado en sí mismos, una consciencia subyacente o el sentimiento muy implícito de una realidad que los trasciende, sin la cual la religión nunca hubiera nacido. La confrontación ocasional con los fenómenos naturales, muchas veces terroríficos, otras veces benéficos, que también los trascendían, despertó aquella consciencia profunda de una realidad trascendental, y la combinación de las dos cosas, dio a luz la representación de los seres sobrenaturales, estrechamente ligados con esos fenómenos; de ahí los dioses del rayo, del trueno, de la lluvia, de la tormenta, de la fertilidad, de la pasión sexual, de la guerra. Hacia ellos se comportaban espontáneamente como lo hacían con los poderes sociales de los cuales dependían: el padre, la madre, el jefe, el líder… y honraban y veneraban esos poderes invisibles, les rezaban, imploraban su ayuda o su misericordia, les agradecían y les llevaban regalos para ganar otros favores.
Esta enumeración menciona todos los elementos esenciales de la religión. La religión es una expresión colectiva de una cosmovisión que ve a todas las cosas como dependientes de unos poderes como los humanos pero radicados en un mundo invisible. Como los poderes humanos, esos poderes pueden ser terroríficos, pero también ocasionalmente amables; pueden entrometerse a su voluntad en nuestros asuntos, y podemos entrar en contacto con ellos a través de la oración y ofreciéndoles regalos.
Esta cosmovisión se llama «teísmo», que puede ser politeísmo, cuando esos dioses poderosos se conciben como múltiples, o monoteísmo, cuando esa multiplicidad se ha fundido en una unidad. Así ha sido desde que nuestros antepasados, los primates, movidos por el misterioso impulso de la evolución, cruzaron la orilla de la humanidad, probablemente desde hace un millón de años. Eso significa que esta cosmovisión ha gozado de un tiempo más que amplio para penetrar profundamente en la psique humana, hasta el punto de que se ha vuelto casi indeleble.
Pero el veloz progreso de la ciencia en el siglo XVII llevó al descubrimiento en el XVIII de que muchos de estos enigmáticos e inexplicables acontecimientos que se habían confundido con la intervención de dioses, o de Dios, desde un mundo sobrenatural, en realidad eran perfectamente explicables a partir de las leyes naturales de este mundo descubiertas progresivamente por la ciencia moderna. A causa de estos descubrimientos, la necesidad de una intervención de Dios para explicar lo que ocurrió se debilitó. Donde antes a todos les parecía ver a un Dios interviniendo en muchos acontecimientos, al final ya no lo veían. Poco a poco la gente se olvidó de aquel Dios, que se fue volviendo superfluo, y al final, hasta parecía improbable. Y cuando la ciencia probó al final la imposibilidad de la intervención extracósmica en el orden natural (el cosmos colapsaría si sólo una de sus leyes se infringiera), se volvió fácil y normal negar la existencia de ese Ser invisible e inactivo, del que ni siquiera podía probarse su existencia. Como consecuencia, el teísmo ya no parecía significativo, porque no había un Theos, ni un Dios en las alturas. Así, la modernidad se volvió una cultura básicamente no teísta, la única en toda la historia de la humanidad. Aun hoy en día, esa cosmovisión del mundo occidental es sólo una isla en un océano de fervor religioso. Basta mirar a los países islámicos o a la India. Leer más…
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