Foto: Paula Thomas
Alrededor del 50% de los homicidios perpetrados en contra de la comunidad LGBTI tiene como víctimas a mujeres transgénero. Revista FUCSIA entrevistó a cuatro luchadoras que han logrado ser ejemplo de su comunidad.
Basta con que una mujer transgénero que trabaje en la Zona de Tolerancia, ubicada en el barrio Santafé de Bogotá, camine una cuadra más allá de su lugar de confort para que sea amenazada a muerte por los jíbaros y miembros de bandas criminales que controlan el barrio a baja voz.
Basta con que decida, una noche cualquiera, quizá buscando mejores clientes, ir más allá de la frontera invisible que existe entre las calles 19 y 22 –donde aquellos que mandan les han permitido ubicarse y adonde no llegan las ‘gallinas’, que son las mujeres uterovaginales– para que sea baleada o amenazada con panfletos que en la madrugada pasarán bajo su puerta.
Santafé es, paradójicamente, el lugar donde las transgénero dicen sentirse de verdad libres: no en vano es en ese barrio de pocas cuadras adonde migran –desde cualquier lugar de Colombia– en busca de trabajo, aceptación, y con la intención de conformar grupos que con el tiempo se transformarán en familias sociales.
Lulú, de 28 años y Coqueta de 55 años. Foto: Paula Thomas
Llegan con nombres distintos a los de su nacimiento; en su maleta traen maquillaje barato y vestidos que fueron comprando con el tiempo y que por fin, con tranquilidad, podrán lucir.
Ahora, y sin tener los ojos de sus familiares en la nuca, tienen la intención de tomar hormonas, practicarse cirugías, aplicarse, así sea, silicona industrial con tal de verse femeninas –aunque este procedimiento pueda causarles graves infecciones, el dinero sea escaso y el Plan Obligatorio de Salud no reconozaca la transformación de este grupo poblacional–.
Quieren reinventarse; olvidar así su primera identidad. Una que no iba ligada con su deseo. Esta transformación, sin embargo, implica una alta posibilidad de peligro, y no solo en lo que concierne a su salud. Se estima que alrededor del 50% de los asesinatos contra la población LGBTI –164 entre 2013 y 2014, según nuevas cifras de Colombia Diversa que serán presentadas el 11 de junio– se cometieron contra mujeres transgénero.
Este panorama es tenebroso. Pero no ha logrado amedrentar a estas mujeres, no las ha limitado, y muestra de ello son cuatro valientes que entrevistamos en la Revista FUCSIA: Coqueta, de 55 años, Katalina, de 29, Lulú, de 28, y Stephanye, de 18.
Las cuatro huyeron de sus hogares antes de cumplir la mayoría de edad para poder transformarse tranquilamente. Las cuatro han sido señaladas en la calle, en cualquier esquina, por lo que reclaman no ser visibles.
“La gente fija la mirada, imprudentemente, y yo solo quiero ser invisible, ser parte de la sociedad sin ser vista, burlada, señalada, juzgada. El problema es que la gente no entiende cómo se construye una persona transgénero. No entienden que hay otras formas de ser mujer y de ser hombre: que hay mujeres con pene y hay hombres con vagina”, dijo Lulú. Las cuatro han vivido y se han transformado en Santafé: un lugar que consideran de apertura mental, aunque sea muy pequeño para sus expectativas a futuro.
Todas forman parte de la Red Somos y la Red Comunitaria Trans, en donde, con trabajos en técnicas de salud sexual y reproductiva, han alcanzado un sueldo digno que les ha permitido salir del estereotipo según el cual estas mujeres solo pueden ser peluqueras o prostitutas.
Aun así, todas han conocido las drogas, la violencia judicial, la prostitución, menos Stephanye, quien, por ser la más joven, ha crecido en un entorno donde las organizaciones civiles le brindan posibilidades distintas. Esto, sin embargo, no la blinda: “Tengo miedo del futuro. Miedo de que sufra tantas agresiones que yo misma termine volviéndome amenazadora y violenta. Llevo dos meses en Bogotá. He pasado un sinnúmero de hojas de vida en barrios distintos y nadie me da trabajo por mi condición. Mientras piensan que soy, naturalmente, mujer, me entrevistan. Apenas muestro mi cédula, donde dice que mi género es masculino, me cierran las puertas“.
Una de ellas, Katalina, fue la primera transgénero en estar en una cárcel de hombres en La Picota. Otra, mientras trabajaba en los años noventa, vio a cuatro amigas morir en Santafé: “Fueron baleadas”, dice Coqueta. Lulú,
de niña, jugaba con los vestidos de primera comunión de sus hermanas y sentía que su único consuelo era el espejo, cuando, con el pintalabios de su madre, se ponía algo de color. Todas, con el tiempo y mucho después de huir de casa, fueron aceptadas por sus madres biológicas. Pero, en sus cédulas, ninguna es identificada como mujer. Esto significa que, si llegan a morir, si llegan a estar en esa lista de mujeres transgénero que año tras año son asesinadas, deberán ser enterradas como hombres. Con otras inconveniencias.
Stephanye, de 18 años. Foto: Paula Thomas
De los 164 casos de homicidio señalados por Colombia Diversa –de ellos, dos de las víctimas eran lesbianas, dos homosexuales, y el resto, probablemente, transgénero– solo seis recibieron sentencias condenatorias.
Los demás casos o bien han quedado impunes o bien siguen abiertos; a pesar de los esfuerzos que ha hecho la Fiscalía General de la Nación, organización que, desde que el fiscal Eduardo Montealegre entró en mando, asumió una lucha total contra la discriminación de las personas LGBTI.
Con la idea de que la identidad de género y la orientación sexual son parte esencial de la personalidad, la organización abrió en 2014 la Dirección Nacional de Políticas Públicas y Planeación, que a su vez creó un equipo orientado en géneros y enfoque diferencial.
“La Fiscalía ahora contempla los homicidios hacia la población LGBTI como un agravante, ya que son asesinatos que se hacen por prejuicio. Nuestro personal entiende que la sexualidad es parte del derecho a la dignidad”, dijo la fiscal María Cecilia Córdoba. Para esto, se entrenaron a 35 fiscales, quienes hoy tienen entre sus manos 267 casos activos de agresión o asesinato, de los cuales 18 están actualmente en juicio.
La mayoría de los casos involucra a una mujer transgénero. La respuesta al porqué parece ser algo compleja: “Los cuerpos transgénero incitan una especie de pánico, ya que van en contra del orden social establecido, y del binarismo hombre-mujer”, dice María Mercedes Gómez, coordinadora de Latinoamérica y el Caribe para el International Gay and Lesbian Human Rights Commission. El perpetrador, entonces, empoderado y con sentido de derecho y de deber, apunta siempre a destruir el cuerpo de la víctima, que es el que lo hace cuestionar su individualidad.
“La persona que se percibe como transgénero lo que muestra es que la asignación de los sexos no es irrevocable. De ahí surge el miedo del perpetrador: los cuerpos transgénero revelan que aquello que consideran tan universal, certero y necesario, como el género, puede ser susceptible al cambio, a la indeterminación. La víctima no hace nada para ser agredida, es el perpetrador que, desde su mirada, la sataniza, la vuelve estereotipo”, explica Gómez.
Según Alejandro Lanz, de Colombia Diversa, las víctimas usualmente son atacadas en las partes que las identifican como mujeres –los senos, los glúteos, el pelo largo–. Cuando se usa arma blanca, no son apuñaladas una vez, sino un sinnúmero de ellas, con el único propósito de destruir o cicatrizar el cuerpo.
Una vez llegan esos cuerpos a Medicina Legal no los identifican como femeninos, sino como masculinos, por lo cual se hace difícil que la familia social que crearon en Bogotá las identifique –ya que no cuentan con su nombre de registro–, y que se tenga claridad sobre el número exacto de homicidios en contra de este grupo poblacional.
De las mujeres a las que entrevistamos, la mayor de ellas, Coqueta, está repleta de cicatrices. Las tiene en brazos y piernas, en el abdomen y en la cara. “Son la muestra de que he resistido –dice riendo, porque todas estas mujeres ríen, a pesar de la vida que han llevado–. He sobrevivido porque he querido superarme. Ya era una mujer trans cuando estudié el bachillerato, tenía alrededor de cuarenta años”.
En su día a día, Katalina, Lulú, Coqueta y Stephanye caminan las peligrosas calles de Santafé, no para buscar clientes, sino para repartir condones, tomar pruebas de sangre a sus compañeras y verificar que no tengan una enfermedad de transmisión sexual; también para alentarlas a que se inscriban en diversos programas creados para ellas por el SENA y la Alcaldía a través de Bogotá Humana.
En las noches, incluso, cuidan que aquellas que se están prostituyendo no estén pasando frío. La única para la que Santafé es un lugar desconocido es Stephanye, quien acaba de llegar de Buenaventura después de ser amenazada por su identidad de género –bandas criminales le dijeron que iban a matarla en una casa de pique si no se iba–. Ella es solo una de las casi 150 personas de este grupo poblacional que han sido desplazadas a causa del conflicto armado, según cifras de la Fiscalía.
Pero no solo los grupos armados y las bandas criminales agreden a la población LGBTI. También la Policía. Así, de los 79 casos de abuso policial que logró identificar Colombia Diversa en 2013 contra la población LGBTI, más del 50% fue en contra de mujeres transgénero.
“Es común que los policías lo cojan a uno de parche –dice Katalina–. Si una mujer transgénero denuncia que es violada, ellos se ríen y le dan paso libre al victimario. Si uno llega a denunciar maltrato, es común que uno le diga al otro: ‘Mira, aquí te traje a tu mujer’. Por eso no denunciamos, y sin denuncias los casos quedan impunes“.
El problema de la impunidad reside, también, en que los agresores sienten –de parte del Estado– un permiso para ejercer limpieza social. Y es que en parte, como sociedad, sí tenemos la culpa: el simple hecho de que no haya registros de cuántas mujeres transgénero hay en Colombia, porque su cédula siempre dirá que son de género masculino, habla de una tendencia hacia la vergüenza y el ocultamiento.
Lo realmente valiente y hermoso de mujeres como Lulú, Katalina, Stephanye y Coqueta no es solo que hayan logrado sobrevivir, sino cómo lo han hecho. Han vivido, felices y en el amor, a pesar de ser materia de agresiones constantes.
Cuidan a sus pares, incluso en las cárceles, ya que ellas mismas han ideado un programa para visitar a las mujeres transgénero que se encuentran en penitenciarías masculinas. Como sociedad, sí, las hemos restringido, dándoles un permiso tácito para que se muevan en un lugar al que le hemos puesto un nombre, en teoría, compasivo: Zona de Tolerancia. Este nombre, sin embargo, es contrario a un sustantivo como “compasión”. Pero, si a pesar de esta restricción estas mujeres han demostrado suficiente poder para ser libres y actuar a favor de sus derechos, imaginémonos lo que podrían hacer si las dejamos ejercer su voluntad. Es hora, entonces, de abrirles paso.
Fuente Fucsia.com
General, Homofobia/ Transfobia.
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