“Uniones homosexuales: ¿Rechazo? ¿Misericordia? ¿Reconocimiento?”, por Pablo Romero, sj
Nos encontramos en medio del Sínodo sobre la familia. En octubre del año pasado se realizó una primera asamblea y al terminar se hicieron públicas sus conclusiones en la Relatio Synodi. La reflexión continuará al menos hasta la asamblea de octubre de 2015 y, por lo mismo, como dijo el portavoz de la sede apostólica, “es importante no sobre-analizar el texto”. De todas maneras, queda la estela de los debates, del documento y de las votaciones inéditamente publicadas. Especialmente estas últimas muestran una notoria falta de consenso, entre otros asuntos, en el cómo abordar la pastoral con personas homosexuales (1). El texto conclusivo no respondió a las expectativas de aquellos que esperaban “nuevas palabras” a lo ya dicho en esta materia y, así, no es arriesgado pensar que con esto tenga que ver el tercio de obispos que quedó disconforme con la redacción de los números dedicados a ella.
¿Qué “nuevas palabras” se podrían esperar, con mayor o menor realismo, de parte del Magisterio de la Iglesia en lo relativo a la vida de las personas homosexuales? Creo que estas se podrían situar en dos niveles. El primero es el de la actitud. Para muchos, se esperan palabras que logren expresar de mejor forma el debido “respeto, compasión y delicadeza” que el mismo Magisterio proclama en el Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) de 1992 (n° 2.357). Algunos añoran dichos que nadie podría discutir doctrinalmente y que tienen esta cualidad: “Los homosexuales son bienvenidos en la Iglesia”, “queremos escucharlos”, “ellos no deben sentir vergüenza por lo que son”, “sabemos del sufrimiento cuando se les estigmatiza negativamente”, “ellos tienen muchos dones que entregar”. Varias de estas expresiones de hecho sabemos que fueron discutidas y ninguna llegó a estar presente en el texto final. Estas harían mucho bien. Además, algunos, en esta línea, soñamos con que la Iglesia pida perdón. Aquí ha habido negligencia pastoral y complicidad en vivencias de la homosexualidad teñidas de oscuridad y sufrimiento. Y, por último, se espera que se celebre a aquellos que, incluso en medio de la hostilidad, han permanecido fieles a la Iglesia y buscando su crecimiento. De ellos, todos tenemos que aprender.
Otro nivel de “nuevas palabras” esperables se refiere derechamente al juicio a las uniones homosexuales. ¿Es posible decir algo más de lo que se ha dicho? ¿Es ilusorio pensarlo? Las próximas páginas tienen como objetivo presentar lo que se ha dicho hasta hoy y, sobre todo, lo que se “podría” esperar que se dijera.
Lo dicho hasta hoy: El rechazo magisterial
Creo que lo dicho por el Magisterio en torno a lo que llama “actos” homosexuales es conocido por muchos. Y lo es tanto por su claridad como por la insistencia en ser expresado utilizando prácticamente las mismas palabras en cada documento de los últimos cuarenta años. Esto se puede dividir en: un juicio al acto, una justificación principal, otras justificaciones relevantes y un juicio a la culpabilidad. Presento a continuación una breve síntesis de todo esto a modo, probablemente, de un recuerdo:
a) El juicio al acto homosexual.
Nunca se ha expresado una duda en un documento magisterial respecto de que “(el acto homosexual) no puede recibir aprobación en ningún caso” (CIC, n° 2.357). La primera vez que se lo señaló en esos términos fue en la declaración de la Congregación de la Doctrina de la fe (CDF) de 1975 “Persona humana”, en su n° 8. Y en ese texto se agrega: “No se puede emplear ningún método pastoral que reconozca una justificación moral a estos actos”. La siguiente vez fue en la “Carta sobre la atención pastoral a las personas homosexuales” de la misma congregación. Esta vez, el año 1986, repite la primera formula y especifica en su n° 15 que “ningún programa pastoral auténtico podrá incluir organizaciones en las que se asocien entre sí personas homosexuales, sin que se establezca claramente que la actividad homosexual es inmoral”. En el año 2003, por último, en un contexto de discusión sobre reconocimiento civil, la CDF reiterará el juicio.
b) La justificación principal.
Se podría decir que la principal justificación utilizada para el rechazo ha sido la siguiente: según el orden moral objetivo, estas relaciones son “actos privados de su ordenación necesaria y esencial”, o son, “por su intrínseca naturaleza, desordenados” (CDF, 1976, n° 8). ¿Cuál sería ese orden transgredido? El acto sexual estaría orientado, por naturaleza, a la procreación y exige, por lo mismo, complementariedad. La actividad homosexual, por el contrario, “no expresa una unión complementaria capaz de transmitir la vida y, por lo tanto, contradice la vocación a una existencia vivida en esa forma de autodonación que, según el Evangelio, es la esencia misma de la vida cristiana” (CDF, 1986, n°7). Vale decir, el argumento del Magisterio es el mismo utilizado para rechazar todas las relaciones sexuales no abiertas a la procreación, aunque aquí agrava su juicio porque el acto está imposibilitado para ello.
c) La justificación desde la continuidad con la tradición y las Escrituras
El Magisterio ha resaltado el hecho de que el mismo rechazo se puede encontrar a lo largo de la tradición de la Iglesia y está en perfecta continuidad con las Escrituras. Aun cuando se reconoce, especialmente respecto a estas últimas, que la Iglesia de hoy proclama el Evangelio a un mundo muy diferente al antiguo, “existe una evidente coherencia dentro de las Escrituras mismas sobre el comportamiento homosexual” (CDF, 1986, n° 5). No se tratarían, por tanto, de frases aisladas de las escrituras sacadas fuera de su contexto (asunto defendido por parte importante de los teólogos bíblicos), sino de una coherencia en el juicio presente en diversos pasajes del Antiguo y Nuevo Testamento y que hunde sus raíces en la misma teología de la creación del Génesis: “Los seres humanos, por consiguiente, son creaturas de Dios, llamadas a reflejar, en la complementariedad de los sexos, la unidad interna del Creador. Ellos realizan esta tarea de manera singular, cuando cooperan con Él en la transmisión de la vida, mediante la recíproca donación esponsal” (CDF, 1986, n° 6). Además, ha insistido en que ese mismo juicio se encuentra en muchos escritos eclesiásticos de los primeros siglos y “ha sido unánimemente aceptado por la Tradición católica” (CDF, 2003, n° 4).
d) El juicio respecto a la culpabilidad.
Si el juicio objetivo respecto al acto homosexual parece claro, ¿qué hay respecto de la culpabilidad personal? En la declaración de 1975 de la CDF se distingue entre el acto homosexual objetivamente contrario a la moral y la culpabilidad de la persona. Esta última, dice, debe ser “juzgada con prudencia” (CDF, 1975, n° 8), aun cuando, como ya se señaló, no deben emplearse métodos pastorales que reconozcan una justificación moral. En la carta de 1986 ahonda al respecto, pero poniendo énfasis en lo relativo a la no justificación moral. Frente a una posición justificadora que argumenta una falta de libertad y alternativas por parte de la persona homosexual, la CDF defiende dos cosas en el n° 11: el no generalizar a partir de casos particulares –estos últimos pueden tanto reducir como aumentar la culpabilidad– y el evitar la presunción “infundada y humillante” de la falta de libertad.
Como se ve, el tono en que está formulado el juicio magisterial da poco espacio a la interpretación. Incluso cuando en alguna declaración se reconoce que la culpabilidad debe juzgarse con prudencia, el énfasis está puesto en que estas uniones no se pueden justificar moralmente en ningún caso.
La misericordia o la unión homosexual como “mal menor”
Cuando se piensa en “nuevas palabras” a nivel doctrinal, algunos piensan que el llamado a un “juicio prudente” respecto de la culpabilidad personal debe abrir paso a una más decidida expresión de misericordia para aquella personas homosexuales que se han unido en relaciones de noviazgo y convivencia.
Esta apelación a la “misericordia” hunde sus raíces en la experiencia del conocimiento del sufrimiento de personas homosexuales en su itinerario de vida. Este último está marcado muchas veces por:
– una orientación sexual que se fue descubriendo desde temprano, no siendo elegida, ni querida.
– un contexto social hostil a la homosexualidad con ridiculizaciones, menosprecios, e incluso exclusión laboral y maltrato físico a quien podía ser sospechoso de ser homosexual o bien lo revelara.
– un contexto eclesial donde se replicó: la estigmatización, insistiendo en que la orientación era una “enfermedad”; el maltrato, a través de discursos peyorativos; y la exclusión, esta vez eclesial, para aquellos que hiciesen pública su orientación, y más aún para quien decidiera vivirla. Esto traía consigo dos “pesos” agregados: la carga religiosa de lo “pecaminoso” y la autoridad de quién lo decía.
– un contexto familiar donde se podían replicar las mismas dinámicas, con el sufrimiento añadido para el niño(a)-joven-adulto homosexual de no querer provocar un dolor en aquellos que tanto quería.
– una vivencia homosexual, que en los contextos anteriores, tuvo el peso de la lucha contra sí mismo, la soledad, la doble vida y el riesgo.
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Muchos de aquellos quienes piden más “misericordia” tienen presente historias como estas o incluso más dramáticas, como las de aquellos adolescentes que han terminado suicidándose. De aquí surge una sana compasión que dice “basta de tanto sufrimiento injusto”.
Por otra parte, al mirar el futuro exigido por el Magisterio para todo homosexual, como es el del celibato, muchas personas también lo reconocen como una carga indebida y una oferta de camino irreal, al menos para todos. Aún valorando el celibato como vocación, este exige estructuras de apoyo para ser vivido sana y fecundamente. Estructuras que no proveen la sociedad ni la Iglesia para el homosexual. Además, la vivencia del celibato supone un marco de sentido que no es universal. Exigir el celibato para todos pareciera desproporcionado y excluiría a buena parte de los homosexuales de la comunidad eclesial. Contemplando a Jesús, que buscó la inclusión de aquellos marginados de su tiempo, muchos no pueden quedar en paz con el rechazo magisterial a todas las uniones homosexuales.
¿Qué significa, entonces, la petición de “misericordia”? Además de “nuevas palabras” que expresen una nueva actitud, como dijimos al comienzo, se trata de la esperanza que a nivel doctrinal se proclame que “no toda unión homosexual es condenada e injustificable desde el punto de vista moral”.
¿Es irreal esto en el corto o mediano plazo, teniendo en cuenta las declaraciones de las últimas décadas? No lo sabemos. Algo así evidentemente contradeciría varias formulaciones de la CDF. Y esto hace que sea algo difícil que suceda en breve. Pero no es impensable un cambio de postura, invocando otros principios de juicio moral que tienen larga tradición en la Iglesia, mucho más que las señaladas en estas declaraciones. Recuerdo al menos tres que están entretejidas:
a) La doctrina del mal menor. Se puede seguir creyendo que toda unión homosexual es algo no querible en sí mismo. Pero si la alternativa es un mal superior e invencible, como podría ser una vida sexual deshumanizante, o una soledad no llevable psicológicamente, cierta unión homosexual, especialmente monógama, podría tolerarse como “mal menor” y no sufrir condena. De hecho, en la declaración de la CDF que habla sobre la culpabilidad subjetiva desliza algo como lo anterior, haciendo alusión a la “imposibilidad de vivir la vida célibe”. Lo que pasa es que pide no “generalizar los casos particulares”. La cuestión aquí sería ver si efectivamente estamos hablando de casos muy particulares y no la situación general.
b) El lugar de la conciencia. La anterior cuestión respecto de los dos males en juego, vista ahora desde la persona homosexual que juzga su mejor quehacer, nos lleva a la valorización de su propia conciencia. De nuevo, aun cuando este pueda reconocer que la vida homosexual activa no es el ideal, la propia conciencia ¿no podría llevarlo a asumir estas relaciones bajo ciertas condiciones? ¿No estaría con ello haciéndose responsable de su propia vida y del llamado a la búsqueda del bien y la verdad en ella? Recordemos que el Concilio Vaticano II en su constitución pastoral Gaudium et Spes reivindica el lugar privilegiado de la conciencia personal en la búsqueda de la verdad (n° 16) incluso para la propia dignidad de la persona (n°17).
c) Heroísmo no exigible. Por último, la doctrina del mal menor se entronca con otra clave de juicio moral que tiene larga tradición. Supongamos que efectivamente el juicio entre estos dos males objetivos puede llevar a la conclusión de que es posible una vida célibe, pero con un costo humano muy grande. El Magisterio ante ello podría animar en el valor del celibato para el homosexual, pero ¿exigirlo para todos como la única respuesta moral justificada? ¿No será para muchos una verdadera vida heroica y, aunque deseable, no exigible?
Una postura “misericordiosa” que se puede pedir al Magisterio eclesial podría ir en esta línea y, como hemos insinuado, se engarza con cuestiones defendidas por la tradición de la Iglesia. Es más, quizás a la hora de las formulaciones futuras, bastaría un énfasis distinto que resaltara lo que la CDF del 76 señaló, pero ha tenido resguardo en proclamar públicamente para no generalizar: la relativización de la culpa subjetiva. La misericordia no implica pasar por alto un mal realizado, sino acoger la fragilidad humana. Tiene que ver con que “no podemos todo”, y que la moral se juega “dentro de lo posible”. La compasión que acompaña a esta misericordia no tiene que ver con una mirada en menos a un cierto grupo humano o una minusvaloración de su libertad. La compasión es la conexión con personas concretas e historias sagradas que merecen un trato único, más aún si muchas de ellas han sido marcadas por el sufrimiento. Las últimas intervenciones del papado y la reflexión de moralistas y pastores estas últimas décadas que van en esta línea hacen que no sea ilusorio pensar en estas “nuevas palabras”.
La esperanza en el reconocimiento del amor homosexual
Todo lo dicho anteriormente, aunque necesario y bienvenido, resulta insuficiente para una amplia mayoría de mujeres y hombres homosexuales católicos y no católicos. Más todavía para aquellos que han terminado aceptando su orientación sexual con un sano orgullo como parte de su identidad y de lo que están invitados a compartir. La lucha pública, pero antes en el interior de la misma persona, ha sido justamente la de no concebir su orientación como un desorden, el cual debiera ser reprimido, sublimado o en el mejor de los casos “tolerado”, sino como uno de los modos de sentir que la constituye en cuanto tal. No estamos hablando aquí de una característica secundaria de una persona, de la que es indiferente un juicio valorativo sobre ella. En la orientación sexual se expresan deseos de acompañar y ser acompañado, de ser contenido y contener, así como de comunicación, afectos, y proyectos de vida, entre otras muchas cosas. La orientación sexual no se reduce al mero placer epidérmico. Por lo mismo, decir que esa orientación no es un bien es referirse a todo ese modo de sentir que tonifica la vida de esa persona desde muy dentro. Así, aunque es cierto que se pueden hacer distinciones entre la condición y la expresión sexual, la separación que hace el Magisterio entre “te acepto como persona”, “pero tu homosexualidad es un mal” y “todos tus actos homosexuales son pecado”, resulta violento para muchos, y creo que con justa razón. En el fondo, ahí no termina de haber aceptación.
Por otra parte, el no reconocimiento de la homosexualidad como un bien se opone a una cierta Ética del don al desconocer su carácter recibido. Es como si no se terminara de comprender que la orientación sexual es de esas cosas en la vida que simplemente se reciben. Desde cierta cosmovisión, el origen de ella será el azar o la “naturaleza”. Desde la cosmovisión cristiana, el origen de ello es Dios, ya sea porque “Él lo quiso así” o porque “Él lo invita a acogerlo como un don”. Esto último ha recibido un apoyo importante cuando la misma Organización Mundial de la Salud (OMS) la ha quitado ya de la lista de enfermedades en 1990. Pero, aunque no lo hubiese hecho, ¿no es el propio Jesús en su praxis evangélica el que invita a relacionarse con lo “recibido” de una forma cariñosa y amable? ¿No es cierto, como señala san Pablo, que estamos invitados a “enorgullecernos” en nuestra debilidad? (2 Co 12, 19). ¿No es más relevante que preguntarse por el “origen de esto”, siempre misterioso, el pensar cómo esto puede ser “ocasión de que la gloria de Dios actúe” (Jn 9, 3)?
En cualquier caso, el quererse a sí mismo de la persona homosexual pasa también por estimar y celebrar ese modo de sentir. No habrá aceptación de sí mismo como un don si no reconoce que su orientación sexual también lo es. Se trata de algo muy medular para la gran mayoría. Por ello, se explica que parte del movimiento de la persona homosexual sea la reivindicación del “orgullo de serlo”. El “soy homosexual”, pasa a ser el “soy gay”. La palabra es un anglicismo, en inglés “alegre”, y se refería primeramente al modo de vivir “alegre” de los que ejercían la prostitución masculina. Luego, la palabra fue adaptada como acrónimo de “Good As You” (bueno como tú). Las dos acepciones hacen referencia a una reivindicación pública de la “alegría” u “orgullo” de ser homosexual que, a la vez, se transforma en una misión de transformación cultural para que se pase de la homofobia a la valoración de la diferencia y la aceptación agradecida de lo que la vida o Dios dan.
Ahora, ¿puede ser amable un “modo de sentir”, una cierta gama de deseos, y no su realización? Hipotéticamente, sí: cuando esos deseos terminan produciendo daño. Pero ¿es el caso? La OMS ya tiene claro que no. Pero antes, son los mismos gays los que han experimentado que en muchos casos, la vida vivida en pareja, en particular, “con esta persona concreta”, ha sido un regalo, un don de Dios, una expresión del cuidado, de la predilección, de que “mi vida es importante para Él”, de que “soy alguien querible”, y ocasión para expresar que “mi” homosexualidad puede hacer feliz a otra persona y ser expresión de rasgos del amor de Dios. Esta es la creencia de muchos. Nadie los puede sacar de la convicción de que “esta persona”, “esta relación”, “estos años”, son algo a celebrar, a agradecer, son cosas de las cuales se está feliz, y de lo cual quieren compartirlo.
Esta conciencia personal de que esta es una experiencia amorosa que “me” ha dignificado, hecho feliz y ha hecho feliz a otros contrasta dramáticamente con la conciencia magisterial de que esto es un desorden objetivo, que ahí no hay amor, que esto no forma parte del plan de Dios. Ahí no queda más que el quiebre. Lo que para uno ha sido parte de su historia de salvación, para otro es parte de su deshumanización. ¿Qué prima? Por más “formada” que esté la conciencia, por más que se diga que esta no debe actuar “autónomamente” y debe obedecer a la Verdad, esta Verdad se muestra en un lugar distinto del que señala el Magisterio. Actuar dignamente, es actuar de acuerdo a esa conciencia (Gaudium et Spes n° 17).
Ahora bien, es cierto que la convicción personal pide confirmación en la comunidad. Esta también juzga-reconoce si ahí hay amor. Para ello, puede considerar en su examen la “naturaleza del acto sexual”, pero se debe tener cuidado en que esa concepción sea tan estrecha que termine excluyendo de lo bondadoso a realidades completas de la vida. Si se considera que son requisitos esenciales de “todo” acto sexual la apertura a la transmisión de la vida y, por tanto, la complementariedad genital, evidentemente no hay espacio para el acto homosexual. Pero si consideramos el acto sexual dentro de un proyecto de fecundidad que no se reduce a la procreación, y consideramos la complementariedad en un sentido más integral, las puertas para el reconocimiento de su bondad se abren. ¿Desnaturaliza esto el acto sexual? Creo que no. Respecto a la fecundidad-no procreativa, ¿el Magisterio no valora el acto sexual fuera de los períodos naturales de fertilidad? ¿No valora positivamente también el acto sexual de dos personas que ya por edad o por distintas disposiciones no pueden procrear? Es claro que aunque una de las finalidades cruciales del acto sexual es la procreación, la sexualidad humana por su fuerte sentido simbólico va más allá de ello. En cuanto a la complementariedad, ¿es requisito una complementariedad genital? ¿Y qué sucede con personas que por invalidez no pueden ya generar esa complementariedad? ¿Acaso ellas no pueden también manifestarse afecto recurriendo al amor erótico en sus distintas formas?
Algunos dirán, además, que el acto sexual supone una cierta estabilidad y que incluso exige el matrimonio como proyecto unitivo definitivo. Bueno, la apertura a la bondad de estas uniones nos sitúa también en la búsqueda de las mejores formas de apoyarlas.
En todo caso, el juicio de la comunidad eclesial no puede considerar solo cierta concepción de la “naturaleza” de las cosas, sino también la narración y el testimonio de las personas. No se trata de que se justifique moralmente una acción porque simplemente la persona que la realice la crea buena, pero tampoco se puede hacer un juicio moral sin escucharlas. Y la experiencia de muchas comunidades eclesiales y muchas familias es la de ver cómo, personas homosexuales que han hecho un camino en pareja, no solamente dicen sentirse queridos y creciendo, sino también ¡se les ve así! Se les ve como si han encontrado un tesoro en sus vidas el cual celebran. Normalmente, además, ese sentirse amados, como a todos, los vuelca hacia una mayor generosidad y búsqueda de compartir lo que gratuitamente están recibiendo. No es raro que desde ahí también deseen luchar por los derechos de otros y arriesgar la vida y la reputación en ello. ¿No son estos signos propios de que aquí hay amor? Es obvio, pero valga decirlo, que no “toda” unión homosexual lo será. Al igual que en las uniones heterosexuales también pueden primar en ellas relaciones de poder o de mero intercambio egoísta que deshumanizan la sexualidad. La cuestión aquí es abrirse a que hay (muchas) uniones en que sí hay amor.
¿Es realista pensar en un reconocimiento magisterial del amor homosexual? Veo tres dificultades grandes para que este se dé, al menos en los próximos años. Significa por un lado desandar el camino trazado en los últimos años en la materia, incluyendo un situarse en un paradigma de la fundamentación de la moral distinto al utilizado en la cuestión sexual. Esto no es imposible, pero se trata de un proceso lento que requiere también una renovada visión del valor de la tradición donde quepa la evolución. La Verdad se nos ha sido revelada, pero nosotros seguimos en búsqueda. Por otro lado, supondría probablemente una tensión importante sino un quiebre con parte de la comunidad eclesial que se resistirá a este reconocimiento. Aquí creo que se requiere también una renovada visión del papel del Magisterio y del tipo de juicios que este debiese esgrimir pensando en la Iglesia universal. Por último, supone una transformación interior de la Jerarquía, que también es lenta. Esta procede de todas las zonas del mundo. Algunas de ellas donde aún se discute si la homosexualidad es un delito. Esto condiciona muchos juicios y los procesos no solo son lentos sino muy diversos.
Así, lo que muchos esperamos que suceda a nivel magisterial es que al menos se inicie un camino con nuevas afirmaciones. Se requieren “nuevas palabras”, aunque sean insuficientes y la deuda persista. Palabras que reflejen un cambio de actitud y un cambio en el modo de abordar la cuestión. Mientras, las comunidades cristianas que han experimentado el regalo de la vida de homosexuales seguirán dando testimonio de la presencia del amor entre ellos. MSJ
Nota: Ver texto y votaciones, especialmente números 53 y 54 en http://press.vatican.va/content/salastampa/it/bollettino/pubblico/2014/10/18/0770/03044.html
Revista Mensaje, Junio 2015, pp. 14-18
Puedes descargarlo en PDF AQUÍ.
Fuente Sínodo Familia 2014- 2015
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