“La vacuna contra la homofobia”, por Ramón Martínez
Cuantas más personas hayan recibido la vacuna contra la intolerancia más difícil será que se transmita el discurso de odio
Una sola persona sin vacunar contra la intolerancia, o sin educar, compromete la seguridad de todos y todas
Una de las más importantes enseñanzas del Feminismo, sobre todo en estos últimos años en que nos gobierna el conservadurismo feroz del Partido Popular, que anda a la desesperada persiguiendo el voto que propicia la connivencia con la ideología más ultra de la Iglesia Católica –y así han sido sus resultados electorales–; es la absoluta necesariedad de defender el derecho a decidir. Pero la libertad de ejercerlo conlleva siempre una responsabilidad: siempre he pensado que sólo es libre aquella decisión que no compromete la libertad ajena.
La problemática, de este modo, la encontraremos siempre en el modo de analizar cómo interfieren las decisiones personales en el derecho a la libertad de terceros. Aunque ahí, no obstante, es donde suele encaramarse el discurso erróneamente denominado “provida”, cuya defensa a ultranza de los derechos de los terceros -el nasciturus– pretende anular la capacidad decisoria de la mujer embarazada, obviando que no es consecuente defender unos derechos tratando de erradicar otros; la solución, en este caso concreto, la llevó a cabo un gobierno progresista aprobando una más que necesaria Ley de Plazos, que sopesaba unos y otros derechos para poder garantizar adecuadamente la libertad global. Y sobre este equilibrio entre derechos y libertades quiero escribir.
Esta semana han sido varios y diferentes los temas de actualidad sobre Diversidad Sexual y de Género que invitan a una reflexión: desde la Dirección de Telecomunicaciones de Turquía, que ha censurado cinco páginas web de información LGTB al más puro estilo Putin sin aportar ninguna explicación al respecto, hasta la alerta de Naciones Unidas sobre la violencia contra las personas lesbianas, gais, bisexuales y transexuales en el mundo, pasando por algún que otro elefante en la habitación sobre el que han corrido ríos de tinta y de tuits, con más de 103 consideraciones tratando de enmendar y remendar ciertas cuestiones que, por tan comentadas y de tan poca hondura, es mejor no retomar de momento. Con todo, me parece de más interés un debate que, a priori, no tiene nada que ver con nuestros derechos como personas no heterosexuales.
Desde 1987 no se diagnosticaba en España un caso de difteria. Pero el pasado 30 de mayo se confirmó un nuevo caso: un niño de seis años ingresado el día 28 en un hospital de Barcelona. A estas alturas es ya evidente que el contagio ha sido posible debido a que los padres del menor decidieron no suministrarle las vacunas adecuadas, atendiendo ciertas campañas contrarias a la vacunación que hoy son demasiado frecuentes y que han sido calificadas como una irresponsabilidad por el Secretario General de Sanidad, Rubén Moreno, que ha añadido sabiamente cómo “el derecho a la vacunación es de los niños, no de los padres”, importante idea que, tanto para éste como para otros muchos asuntos, no hemos de olvidar. La decisión de los tutores del niño, si bien ha sido libre, se ha traducido no sólo en el posible fallecimiento de su hijo –la difteria mata a una de cada diez personas que la padecen–, sino que también ha afectado a unas ciento cincuenta personas que han tenido contacto con el paciente y ahora deben tratarse para prevenir posibles contagios. Así, una decisión libre, y a todas luces equivocada, ha repercutido en menoscabo de la salud del grupo: se ha quebrado la inmunidad colectiva contra la difteria cuando un solo niño no ha sido vacunado y, al infectarse, ha puesto en riesgo a todo su entorno.
Este efecto rebaño de la vacunación también se produce, aunque parezca extraño, cuando luchamos contra la homofobia –y bifobia y transfobia–, porque cuantas más personas hayan recibido la vacuna contra la intolerancia más difícil será que se transmita el discurso de odio contra las personas que no somos heterosexuales. Y, evidentemente, la única protección posible contra la discriminación es la educación. Por eso en todas las leyes que vienen aprobándose para defender la Igualdad de personas lesbianas, gais, bisexuales y transexuales es el componente educativo el de mayor relevancia, porque es el que más adecuadamente ayuda a prevenir futuros casos de homofobia –y bifobia y transfobia–. Y también por eso hemos de entender que los discursos que condenan esa educación en Igualdad, defendiendo el derecho de los padres a educar a sus hijos en la intolerancia, como exigía la organización eCristians tras la aprobación de la Ley contra la LGTBfobia de Cataluña arguyendo irracionalmente que fomentaba la homosexualidad, son tan peligrosos como las campañas contra la vacunación, porque olvidan que algunas decisiones personales, apoyadas en la libertad individual, comprometen la libertad global.
Si no nos vacunamos estamos permitiendo que enfermedades como la difteria sigan propagándose. Si no nos educamos estamos propiciando que el discurso de odio hacia la diversidad siga impregnando nuestra cultura. Sin olvidar que la homofobia –y la bifobia y la transfobia– no son enfermedades, que su propagación es más complicada que la de un virus o una bacteria, que es preciso atender a las víctimas mil veces antes de preguntarse por los motivos del agresor y que no es posible ampararse en que forman parte de nuestro contexto para atenuar ninguna condena –pues de ser así las agresiones serían aún más numerosas–; es necesario vacunarse contra la intolerancia, porque una sola persona sin vacunar, o sin educar, compromete la seguridad de todos y todas. Por eso, contra la enfermedad, vacunación, y contra el odio, educación: el individuo no puede considerarse libre si supone un riesgo para la libertad global, porque esta libertad también es la suya.
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