Trinidad 4. Juan de la Cruz, la alternativa trinitaria
Se dice que muchos se extrañaban de que Juan de la Cruz concediera tanta importancia a la Trinidad, y que un día respondió con humor a una curiosa devota:
Es que la Santa Trinidad es la mayor santa del cielo.
Sea como fuere, la aportación trinitaria de San Juan de la Cruz (=JC) resulta fundamental en la modernidad. Tres son, a mi juicio, los supuestos que definen y permiten entender la aportación de su poesía y pensamiento trinitario, y los tres están desarrollados a lo largo de una obra que, pareciendo dispersa, resulta fuertemente unitaria:
‒ En contra de toda idolatría. Éste es, a mi juicio, el supuesto clave de su obra, su opción bíblica fundante, su oposición a la idolatría, tal como se formula en el comienzo de los mandamientos («Yo soy el Señor, no tendrás otros dioses frente a mí», Ex 202-3; Dt 5, 5-7) y tal tal como se expande y expresa en la palabra del Shema israelita: «Escucha Israel, nuestro Dios es solamente uno» (Dt 6, 4-5). En ese sentido, aunque algunos le llamen platónico y digan que su Dios está en la cumbre de un ascenso místico, JC rechaza de una forma radical el método y visión de la mística natural que conocería a Dios por el orden y jerarquía del mundo.
‒ La encarnación y las nadas. Desde esa total trascendencia de Dios, retomando un motivo clave de la Biblia Israelita, JC ha destacado la paradoja de Dios, que siendo distinto de todo lo que existe y puede existir, “sale” de sí mismo por amor a los hombres y se encarna dando la vida por ellos en Jesús. En esa línea él sabe y añade, desde la experiencia radical del Evangelio que Dios es (existe) en sí saliendo de sí mismo, en una experiencia radical de unidad en la alteridad, que vincula y unifica Trinidad y encarnación.
‒ Un esquema nupcial. Sólo en esa perspectiva puede y debe hablarse del modelo “nupcial” del encuentro o comunión que es Dios en sí (Trinidad) siendo divino en la vida de los hombres. JC asume para ello el simbolismo poético y teológico del Cantar de los Cantares, que aparece como valor fundante y meta de su pensamiento.
Retomo en esa perspectiva un tema básico de mi libro La Trinidad, itinerario de Dios, Sigueme, Salamanca 2015, y en especial,Amor de Hombre, Dios enamorado (Desclée de B., Bilbao 206)
1. Punto de partida. Dios en el pesebre “allí lloraba y gemía”.
Muchos han dicho y siguen diciendo que JC (Juan de la Cruz) es un platónico, y en esa línea entienden algunos su Cántico como una versión renovada, pero en el fondo equivalente, del ascenso espiritual del alma, que Platón habría propuesto por boca de Sócrates (Diótima) en el Simposio o Banquete. Su camino de contemplación se entendería, según eso, a modo de proceso de subida de la mente que se va elevando del plano sensible al espiritual, de la materia a las ideas eternas, dentro de un todo sagrado o divino, que nos permite ir dejando los planos inferiores para introducirnos en los superiores, dentro de un esquema sagrado de conjunto, donde Dios es en el fondo el Todo de la realidad, sin verdadera identidad ni trascendencia.
Ciertamente, según la tradición de un cristianismo que había dialogado desde tiempo antiguo con Platón, y dentro del esquema mental del renacimiento, JC tiene elementos que parecen propios de esta mística ascensional. (a) Da la impresión de que a su juicio la realidad se encuentra dividida en planos o escalones jerárquicos, que el hombre debe superar para introducirse en lo divino, saliendo así de la materia baja, oscura. (b) Parece así que el hombre es un ser caído (encerrado) en la materia inferior de lo sensible (en cárcel o cueva del mundo, en un “lago” de infierno), de manera que debe superar ese nivel de imperfección para ascender así hasta la luz superior de lo divino.
Pero, en contra de eso, debemos afirmar que su forma de entender la vida y pensamiento es más cristiana o, quizá mejor, más bíblica que platónica. JC es portador y testigo de un Dios de encarnación, que no nos hace salir de la materia, sino que se revela (encarna) en ella, que no nos separa de la muerte, sino que se (y nos) introduce en ella, pues afirma que Dios «en el pesebre allí lloraba y gemía» (RT= Romance de la Trinidad, 301-302). Este pesebre en el que Dios mismo padece no es un adorno sentimental, ni es la expresión de algún mito cósmico, ni consecuencia de algún pecado, sino expresión de la identidad del Dios cristiano.
Sin duda, el Dios del cosmos (de los filósofos y sabios) tiene cierta hermosura y en algún sentido puede ayudarnos a entender la realidad, pero al fin nos cierra en el mundo, dentro de nosotros mismos, en nuestros conocimientos y acciones, que nos acaban destruyendo, es decir, dominando. Pues bien, en contra de eso, el Dios de Jesús no es principio de sacralidad del cosmos (como suponen de algún modo las vías de Santo Tomás), ni justificación del pensamiento humano (como dirá más tarde Descartes), ni sacralización de algún sistema social o religioso, sino que es originalmente extraño, y se manifiesta como poder de amor, más allá de lo sabido y lo desconocido, un Dios que se vincula con el camino de Israel y con la Iglesia, pero que desborda todas las estructuras y organizaciones de tipo político o social, intelectual o religioso, un Dios crucificado.
Éste es sin duda un Dios poderoso, pero no en línea de poderío del mundo, un Dios al que ninguna religión o política sagrada puede manejar, pues él se manifiesta y viene desde sí mismo (distancia infinita), encarnándose en la pobreza radical del mundo, en el dolor y llanto de la historia, como dice RT 302: “allí lloraba y gemía”. De esa forma, oponiéndose al Dios de la Elevación Sagrada de la mística y de la política ascendente (de tipo cósmico), que termina estando al servicio de un poder separado de los pobres y trabajadores (Platón, Republica), JC nos sitúa ante el Dios de la encarnación en la pequeñez y dolor de la historia, para expresar en ella su ser de amor infinito, su “matrimonio” trinitario .
En este contexto resulta esencial su forma de vincular la Trinidad (es decir, la identidad de Dios) con la encarnación (allí lloraba y gemía) y con la muerte en cruz, tal como aparece en el grito de (¡Dios mío, dios mío ¿por qué me has abandonado? Mc 15, 34), que JC ha colocado en el centro de su experiencia, no para negar a Dios, sino para descubrir su presencia en la entrega de amor de Jesús al Padre. Para afirma que Dios llora y que muere en amor, JC ha debido realizar una fuerte inversión teológica (humana), de tipo trinitario, superando la ontología tradicional de occidente .
Dios se revela en el llanto de Jesús niño y en su dolor final de crucificado, no como pura negación, sino como afirmación más alta de su vida, pues él está presente y actúa allí donde los hombres nacen y viven en pequeñez (gemido) y mueren en injusticia (pasión), consumando el amor divino en claves de entrega personal humana. JC rechaza se opone así a una divinización mística del mundo, no porque el mundo sea malo, sino porque el hombre ha sido creado para introducirse y realizarse en el amor de lo divino, que es entrega radical de vida, pero no fuera del mundo, sino el mismo mundo.
A Dios no se le encuentra en la cumbre de un monte cósmico, subiendo desde los niveles más bajos de la realidad a los más excelsos, para justificar así, desde arriba, lo que existe en los planos inferiores, a través de políticas o religiones que sacralizan el orden actual de la realidad. Al contrario, el Dios de la “montaña cristiana” se revela precisamente en la pequeñez del mundo, pero entendida y vivida en forma inversa, como itinerario de amor.
Llevada hasta el final, esta postura no es una negación del mundo, sino una puerta abierta para su afirmación más alta, en gesto de entrega gratuita, pues en (por) ella se revela el Dios de Jesucristo, conforme a la kénosis de Flp 2, 5-9, que nos lleva a vincular el tema de la Trinidad (Dios como amor en sí) con la encarnación del mismo Dios (que vive y ama en forma humana), con eso que pudiéramos llamar la “mística nupcial”, que nos introduce en la entraña de este mundo (no nos saca de él) en gesto radical de amor.
2. Trinidad y bodas, Cántico Espiritual.
Sólo en este contexto, tras haber afirmado el carácter radicalmente “mundano” de la vida y obra de JC (más allá de todo platonismo o mística evasiva), y tras haber insistido en su experiencia de encarnación (Dios llora en la cuna y muere en la Cruz), podemos destacar el carácter nupcial de su experiencia trinitaria, con símbolos tomados del Cantar de los Cantares, que él entiende y comenta como expresión definitiva del encuentro del hombre con Dios. Sólo desde la extrañeza de Dios (totalmente distinto) y desde su encarnación paradójica en el llanto y en la cruz de Jesús (expulsado del mundo, condenado por la religión del cosmos) se puede hablar de Trinidad.
Ciertamente, en un sentido, la Trinidad parece y es lo primero (Dios amor, en el principio; cf. RT 1-4); pero, en otro sentido, ella está al final, como plenitud y sentido de toda lo que existe, pues en ella se vinculan Dios y Cristo, su Hijo, en el Espíritu, y los hombres con Dios. No hay dos formas de ser, una para Dios y otra para los hombres en el mundo, sino un solo Dios que es amor abierto y crucificado que suscita, promueve y acoge a los hombres en su misma pequeñez:
1. La Trinidad es kénosis, vaciamiento (de Padre). Sólo es posible el amor cristiano (ágape) desde la negación radical, por la que el amante sale de sí mismo, y se da y se entrega al “otro”, quedando en sus manos, para que de esa forma sea. No se trata de querer al otro para mí (como eros ontológico, en la línea de la filosofía griega), sino de quererle como es en sí, negándome a mí para afirmarle. En ese sentido, todo amor implica muerte (kénosis), que no empieza simplemente en la historia de los hombres, sino en el mismo Dios que es el primero que se vacía y se entrega como Trinidad en la cruz (según Flp 2, 5-9). Por eso, arraigarse en la Trinidad, como hace JC en RT 1-76, no es dejar a Cristo y olvidar la Cruz, sino encontrar y formular su norma y sentido divino.
2. La Trinidad es fuente de creación desde la muerte (Hijo), es decir, desde el don de sí de Dios, no para dominar sobre lo creado, sino para que lo creado sea, por sí mismo. En ese sentido, desde la creación, amar es negarse, salir de sí mismo, decir “nada, nada, nada”, para poder encontrarnos con Dios (que se afirma al negarse, haciendo que seamos), y para encontrarnos así con otros seres humanos, para hacer de esa manera que ellos sean (¡que sea el mismo Dios, que los otros en concreto sean!). Este amor así dado (realizado) en la muerte, no es algo que empieza en la historia de los hombres, sino que forma la entraña de la Trinidad de Dios en Cristo.
2. Sólo así, el amor, siendo particular (se ha dado en Cristo), se hace y es universal (Espíritu Santo), como indica JC comentando y recreando el Cantar de los Cantares. En sentido estricto, el Cantar de la Biblia (y el Cántico de JC) no es un texto confesional (judío o cristiano), sino un poema o canto de la vida humana. Todo es israelita en el Cantar, pero nada es exclusivo de los israelitas (o cristianos). Todo es cristiano en el Cántico de JC, pero nada es exclusivo de los cristianos, sino experiencia abierta de amor en el Espíritu Santo. Según eso, la Trinidad, siendo experiencia cristiana de Dios, es experiencia universal de realidad y vida .
3. El aspirar del aire… Dar vida a Dios (CB 39).
Entramos ya en los temas finales del CANTICO ESPIRITUAL. Esta estrofa 39, en la culminación del Cántico B (a la que sigue el anticlímax de CB 40), recoge los temas anteriores, desde la meta de la historia cristiana, que es presencia sin fin de un amor culminado. Sin duda, todo afecto busca y quiere eternidad, todo deseo quiere cumplimiento, como sabía el Cantar de los Cantares (cf. Ct 8, 6-7). Así lo muestran estos versos que despliegan los signos del mundo cumplido, como don que los amados ofrecen y comparten, en la gran naturaleza hecha espacio-tiempo de comunión sin fin (lugar de encuentro trinitario de Dios con los hombres en Cristo). Estos son los signos: el aire compartido, que es beso de amantes, el canto de eternidad, el soto de cielo, en la noche que ilumina ya todas las cosas, en la llama del fuego de Dios (CB 39):
el aspirar del aire,
el canto de la dulce filomena,
el soto y su donaire
en la noche serena,
con llama que consume y no da pena .
El gozo anterior de la mirada que vincula a los amantes en la estrofa anterior (vámonos a ver en tu hermosura) se vuelve eternidad de aire compartido (beso final), noche de vida en llama de nuevo nacimiento. Los amantes han penetrado en las cavernas de la Piedra (CB 37) y repiten sin fin los placeres del primer encuentro (CB 38), cantando a la Vida (en vida ya resucitada). Éste es el tema del primer verso: El aspirar el aire.
La vida del hombre es un beso de Dios, aliento cósmico/divino, que sustenta y unifica a todos los vivientes. Ciertamente, han existido y existen otros signos de vida, que también se han vinculado o pueden vincularse a Dios: la tierra madre de la que nacemos, el agua que alimenta a plantas y animales, la sangre de las venas, las ondas del cerebro y las neuronas… Pero el más importante ha sido y sigue siendo, en un plano simbólico, el aliento de manera que morir se identifica con expirar (no respirar, no tomar ya más aire), mientras que vivir es aspirar el aire/espíritu de Dios .
Del Espíritu de Dios hemos nacido (Gen 2, 7), y así vivimos compartiendo su respiración, el aire de su Vida, que es amor que nos vincula y sostiene, sobre todas las restantes realidades. En este contexto ha desarrollado JC la más honda teología del aliento de Dios, para indicar (como quizá nadie ha hecho en la teología cristiana) que los hombres viven dentro de esa misma respiración de Dios (que es el amor Padre/ Hijo), pues reciben, comparten y emiten el Espíritu de Dios, el aspirar el aire:
El aspirar del aire es una habilidad que el alma dice que le dará allí Dios,
en la comunicación del Espíritu Santo,
el cual, a manera de aspirar, con aquella su aspiración divina,
muy subidamente levanta el alma y la informa y habilita
para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor
que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre,
que es el mismo Espíritu Santo,
que a ella (al alma) la aspira en el Padre y en el Hijo
en la dicha transformación, para unirla consigo.
Porque no sería verdadera y total transformación
si no se trasformase el alma en las tres Personas
de la Santidad Trinidad en revelado y manifiesto grado.
Y ésta tal aspiración del Espíritu Santo en el alma
con que Dios la transforma en sí,
le es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite
que no hay que decirlo por lengua mortal…
Porque el alma, unida y transformada en Dios,
aspira en Dios a Dios la misma aspiración divina
que Dios – estando ella en Él transformada –
aspira en sí mismo a ella (Comentario CB 39, 3).
El aspirar del aire es la comunicación del Espíritu Santo, que vincula al Padre y al Hijo, en don mutuo de vida, que Jesús ha culminado (ha realizado plenamente) en su muerte y resurrección. Pues bien, el hombre habita y respira en el interior en esa aspiración (comunicación) mutua de Dios (del Padre y de Jesús), no sólo recibiendo su aliento (Espíritu de vida), sino respondiendo: dando a Dios su aspiración divina. Esta audaz formulación trinitaria constituye la culminación de la experiencia de JC: el hombre que ama se encuentra introducido en Dios y así recibe y comparte (comunica) el mismo ser divino, entendido como “aire” o “espíritu” santo, no sólo a otros hombres (en amor horizontal), sino al mismo Dios, a quien así el hombre conforta y ratifica en su mismo ser divino, haciendo así que Dios sea Dios.
4. El hombre, engendrador de Dios
Esta aspiración pasa, por tanto, “de Dios al alma y del alma a Dios” (Coment 39, 4), de manera que por ella el hombre se vuelve no sólo deiforme, transformado en las tres personas “en potencia y sabiduría y amor”, sino que es por don divino “engendrador” de Dios, en el sentido más fuerte del término. Dios no sólo se realiza como Trinidad en los hombres (por la encarnación del Hijo), sino que los mismos hombres, inmersos en el aspirar de Dios, hacen que Dios sea Trinidad, es decir, “realizan” (constituyen) a Dios. Por eso, los santos (es decir, los creyentes y amantes) son “una cosa (con Dios), por unidad y transformación de amor”, no por esencia natural, sino por don divino, pero no sólo de un modo pasivo (dejando que Dios les penetre con su aliento y respire en ellos), sino también de un modo activo (dando aliento a Dios, penetrando activa y creadoramente en lo divino), una experiencia que ha vuelto a formular, en un contexto algo distinto, Etty Hillesum (1914-1943), cuando dice a Dios “yo te ayudaré, pero no me abandones…” .
Esto significa que somos Dios por don trinitario (no por naturaleza), en comunicación personal, de tal manera que el amor que tenemos y le damos a Dios, al dar y compartir la vida (al aspirar el aire), es no sólo el mismo amor divino que él nos da, sino el amor humano que nosotros le ofrecemos para que él sea divino (cf. Coment 39, 5-6). Estamos inmersos en Dios, en comunión personal (trinitaria), de tal forma que Dios mismo alienta en nosotros, allí donde compartimos aliento y existencia, y nosotros le respondemos, dándole aliento, para que él sea.
Ésta es la más honda experiencia cristológico-trinitaria: Jesús ha respondido a Dios, dándole su aliento en entrega total, haciendo así posible que Dios sea y se muestre divino en nuestra historia (como muestran, de formas distintas pero convergentes, los cuatro relatos evangélicos de su muerte-entrega, cf. Mc 15, 33-37 par). Esta es la meta del ser, la consumación de amor perdurable, que al fin de esta estrofa se expresa en el signo de la llama (con llama que consume y no da pena). Éste es el Espíritu divino, que nosotros recibimos, compartimos y “aspiramos” desde dentro del misterio del Dios encarnado, haciendo así que Dios sea divino:
‒ In-spiración divina. Dios Padre-Madre no se cierra en sí, como círculo en torno de su centro, sino que se difunde, ofreciendo aliento y vida a los hombres. Por eso decimos que ellos brotan de la respiración de Dios y en ella moran. En este contexto solemos hablar de in-spiración, para indicar que la vida más honda nos llega de fuera, nos viene de arriba, de tal modo que somos porque Dios nos in-forma (nos ama), pues él está in-spirando su Vida en nuestra vida, de manera que somos (sentimos, entendemos y pensamos) en su aliento .
‒ Aspiración humana, que Dios sea Dios. El hombre no es un simple ser pasivo, que se limita a dejarse llenar por el aliento de Dios (como una flauta, una vasija), sino un Hijo que acoge de tal forma el aliento de Dios que puede responderle, devolviéndole su aliento, de manera que Dios sea divino (todo en todos). Se completa así el ciclo de re-spiración del hombre que es in-piración (acogida) y ad-spiración (respuesta), de manera que el creyente mora en el interior de Dios, no sólo dialogando con él, sino haciendo que él pueda ser divino. En este contexto, JC afirma que el hombre recibe, por don divino, el poder de “aspirar al mismo Dios”, es decir, de ofrecerle y compartir con él el misterio del amor originario, de hacer que Dios sea Dios (de ayudarle, con el lenguaje de E. Hillesum) .
‒ Conspiración mutua. Esa respiración dialogal (inspiración y aspiración) se expande y amplía en forma de con-spiración, de manera que son dos los que respiran en común y así se unen (el hombre y Dios, los hombres que se aman y buscan en común su dicha) En las estrofas anteriores del Cántico, los amantes habían entrado en las cavernas de la peña, en duro ascenso de amor (CB 37). Ahora parecen instalarse para siempre en el lugar tranquilo, en el soto donde canta el ave-ruiseñor del cielo (Filomena). Allí respiran en común y de esa forma son uno en el otro, conspirando en comunión de amor y en despliegue personal (dual) que la tradición ha vinculado con el Espíritu Santo, para bien de toda la humanidad. De esta forma se amplía la perijóresis de Dios (de la que he venido hablando) de manera que el hombre habita dentro de ella .
En esta respiración común culmina el canto, se cumple y completa la belleza del amor, que es el sentido de la vida. Han quedado atrás otros momentos del camino. Sólo el amor, que es belleza eterna, hermosura de visión, respiración común, permanece siempre como principio creador, en línea de con-spiración.
5. Un camino abierto, Llama de Amor viva.
En ese contexto podemos citar unos pasajes de Llama de Amor viva, donde de JC ha evocado la culminación de su experiencia amorosa, entendiendo la realidad como regalo de bondad, que Dios ofrece al hombre y que el hombre regala nuevamente a Dios, en comunión de amantes. En este contexto dice que el alma “da a Dios en Dios la misma bondad y ser de Dios, porque no lo ha recibido sino para darlo…” (cf. Llama 78).
Ésta es la más honda metafísica trinitaria (si se puede utilizar esa palabra). Dios no es Esencia Suma, ni Infinitud Radical ni Auto-conocimiento, sino amor que se ofrece al hombre de tal forma que el hombre se lo puede “devolver” de un modo nuevo, introduciéndose así en la misma dinámica compartida de la Trinidad, en el “baile creador” de la perijóresis:
(El alma) está dando en su Querido esa misma luz y calor
que está recibiendo de su Querido.
Porque, estando ella aquí hecha una misma cosa en él,
en cierta manera es ella Dios por participación…
Y a este talle, siendo ella
por medio de esta sustancial transformación sombra de Dios,
hace ella en Dios por Dios lo que Él hace en ella por sí mismo,
al modo que Él lo hace, porque la voluntad de los dos es una,
y así la operación de Dios y de ella es una.
De donde, como Dios se le está dando con libre y graciosa voluntad,
así también ella, teniendo la voluntad tanto más libre y generosa
cuanto más unida en Dios,
está dando a Dios al mismo Dios en Dios
y es verdadera y entera dávida del alma a Dios.
Porque allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo
y que ella le posee con posesión hereditaria… (Llama 78).
Existiendo en Dios (por gracia divina), el hombre puede devolver y regalar a Dios lo que de Dios ha recibido, es decir, su mismo ser, pero de un modo nuevo, queriendo y actuando (es decir, siendo) aquello que Dios le ha ofrecido. De esa forma se puede afirmar que el alma (= hombre) hace en Dios, por puro don divino, lo que Dios hace en ella, de manera que estando uno en otro realizan la misma operación, pues el despliegue del amor divino es el mismo amor humano, y de esa forma el amor humano, sosteniendo a Dios, respondiéndole en amor le hace ser divino.
En ese contexto se debe hablar de un recíproco amor activo, por el que Dios regala (concede) al hombre el ser humano y el hombre regala a Dios su mismo ser divino (“el alma está dando a Dios al mismo Dios en Dios”), de manera que (de hecho, en la economía actual) sin la respuesta positiva del hombre el mismo Dios acabaría perdiendo su sentido . Uno al otro se regalan, Dios al hombre y el hombre a Dios, como muestra el evangelio de Juan, donde Jesús dice a Dios “todos mis bienes son tuyos”:
Y así entre Dios y el alma está actualmente formado
un amor recíproco en conformidad de la unión y entrega matrimonial,
en que los bienes de entrambos, que son la divina esencia,
poniéndolos cada uno libremente
por razón de la entrega voluntaria del uno al otro,
los poseen entrambos juntos, diciendo el uno al otro
lo que el Hijo de Dios dijo al Padre por san Juan:
todos mis bienes son tuyos, y tus bienes míos… (Cf. Jn 17, 10. Llama 79)
Aquí culmina el pensamiento de JC, recreando desde su experiencia la más honda experiencia de Dios. Por un lado, él sabe que todo es don, proceso engendrador, que brota y se despliega desde el Padre-Madre en Cristo, dentro de la historia humana. Por otro lado, todo es encuentro de amor del Padre con el Hijo en el Espíritu, comunicación matrimonial de esencia. Así decimos que el hombre es humano precisamente porque vive y se despliega al interior del ser divino .
6. Trinidad, una metafísica de la presencia
El Dios trinitario es, según eso, amor enamorado, que vive en sí existiendo fuera de sí; pero en un “fuera” que no es pura exterioridad, sino comunidad abierta. Cierta Cábala judía había supuesto que Dios se retiraba, suscitando en su interior un tipo de vacío, para que pudiera surgir de esa manera el mundo, la historia de los hombres . En contra de eso, con la tradición cristiana, JC supone que Dios es amor enamorado, en comunión, de tal forma que su Ser no tiene que abrir un vacío para lo distinto, sino que lleva en sí la distinción de amor y se implica en ella (es comunión trinitaria), pudiendo integrar en sí lo no-divino, sin dejar de ser Dios (precisamente por serlo).
De esa forma, existiendo en Dios, el hombre es también un despliegue personal de amor divino. No nace por ley o capricho de Dios o de los dioses, tampoco por fatalidad, sino sólo como esposa o dialogante de amor del mismo Hijo Divino (hijo del Dios enamorado), a quien su Padre dice: “una esposa que te ame, mi Hijo darte quería…” (Romance 77-78). Así brota el hombre, inmerso en la misma relación de amor de Dios. En un plano, él surge en un espacio de finitud, dentro del tiempo que pasa y que tiende a perderse. Pero, en otro, él brota al interior del mismo ser divino, como alguien que puede ser “Dios en el tiempo” (“un dios pequeño”), siendo, sin embargo, en un sentido muy profundo, infinito y todopoderoso, por encima de todos los posibles esquemas de una ley que le dice y le marca su realidad desde fuera .
Al situarse en esta perspectiva, JC ha superado una ontología de la sustancia (del ser en sí, absoluto), lo mismo que una filosofía moderna del pensamiento y de la ley, de la dialéctica racional y de la violencia, para pensar y presentar al hombre, desde una perspectiva metafísica, como relación de amor, un viviente que sólo existe y se mantiene en la medida que se entrega y relaciona, desde y con los otros, vinculando de esa forma esencia y existencia, ser y hacerse, intimidad y encuentro interhumano, trascendencia e inmanencia histórica.
Sólo al interior del Dios enamorado podemos hablar de un amor de hombre pues el hombre no existe encerrándose en sí mismo (como sujeto de posibles accidentes, ser explicado y definido por sí mismo, en soledad), sino sólo recibiendo el ser de otros y abriéndose a ellos, viviendo así en la entraña del mismo ser divino (que es relación de amor, encuentro de personas). Más que animal racional o constructor de utensilios, pastor del ser o soledad originaria, el hombre es auto-presencia relacional, un viviente que se descubre en manos de sí mismo al entregarse a los demás, en gesto de creación y vida compartida .
El hombre sólo existe de verdad (sobre la naturaleza, desbordando todo sistema ya hecho) en la medida en que se entrega o regala, compartiendo su misma realidad con otros hombres. Así podemos decir que es lo más frágil: no es una “cosa” objetiva, independiente de lo que sabe y realiza, sino presencia activa, esencia compartida. Pero, siendo lo más frágil, el hombre es lo más fuerte, presencia en relación, de tal manera que se sabe y se encuentra (está presente en sí) porque le dan lo que tiene y él lo asume (se asume a sí misma) y lo comparte. Por eso, su esencia (que es pre-sencia) se encuentra vinculada a la presencia de todos los humanos que le hacen, haciéndole ser fuerte (con la fortaleza que proviene del mismo amor gratuito).
Así pasamos de la “ontología de la sustancia”, propia de un mundo en el que Dios se identifica con el Todo, a una metafísica de la Relación y Presencia trinitaria. No hay primero persona y después relación, pues el hombre sólo es presencia (auto-presencia, ser en sí) en la medida en que es relación subsistente (ser en otros), de tal manera que se conoce al conocerlos (desde otros), desde el Ser que es Dios, a quien descubre como trascendencia de amor. Una persona no puede empezar hablando de sí (pienso luego existo, debo luego soy…), sino de otros, porque, si piensa, es porque otros le han pensado (le están pensando) y si puede hacer algo es porque otros le llaman e interpelan. Esta es la alternativa que JC ha presentando, desbordando desde el comienzo de la Edad Moderna el nivel en que han venido a situarnos los filósofos posteriores (de Descartes a Heidegger).
No existe primero el ser propio y después la alteridad, porque en el principio de mi ser (del ser de cada uno) se expresa el ser de Dios que es alteridad y presencia radical de amor (que a nosotros se nos revela a través de los demás). De esa manera, existiendo en Dios, siendo presencia suya, nosotros también somos presencia relacional. Eso significa que no podemos crearnos de un modo individualista, para ser dueños de nosotros mismos, por aislado, en gesto de posesión que nos separa de los otros, sino que nacemos y somos en relación de amor.
En este contexto resulta primordial el encuentro del yo-tú y la apertura al otro y al nosotros (en el ámbito de la auto-presencia relacional), tal como habían destacado, en perspectivas distintas, algunos grandes pensadores judíos, como M. Buber, F. Rosenzweig y E. Levinas, y como estamos poniendo de relieve en esta visión de la Trinidad. En esa línea nos sitúa JC, vinculando la experiencia de la Trinidad y la encarnación pascual de Jesús, su entrega hasta la muerte. Desde ese fondo hemos expuesto y formulado el encuentro con Dios y la relación interhumana que forman la trama de la historia .
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