Beato Monseñor Romero: sacerdote, profeta y… mártir
Como primicia de un nuevo Pentecostés, nuestro hermano Oscar es beatificado hoy…
Reflexiones con motivo de su próxima beatificación
Pablo Dominguez, Secretariado Diocesano de Migraciones, Alicante
ECLESALIA, 19/05/15.- En estos momentos en el cielo, Mons. Romero se debe sentir como un niño con zapatos nuevos. Romero fue sacerdote, profeta y… mártir; pero desde ahora también oficialmente Beato, en su recién reconocimiento por la Iglesia Católica. Parece que la talla de sus humildes pies que pisaron nuestro mundo, especialmente el de los más pobres, ha crecido. Ascendiendo así en los altares.
Pero Monseñor Romero ya era santo, desde el día que lo mataron hace 35 años. Así lo siente suyo su pueblo, no solo el salvadoreño, sino todo un continente, especialmente todos los empobrecidos de Latinoamérica y del mundo entero que conocen su testimonio. Llamándolo, recordándolo e invocándolo como San Romero de América, pastor y mártir nuestro. Confirmando sus palabras días antes de su asesinato: “Un obispo morirá, pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá jamás… Si me matan resucitaré en el Pueblo”.
Este posiblemente es el reconocimiento más grande que ha recibido hasta ahora Mons. Romero, quizá con aras de hacerle justicia terrenalmente. Con esta proclamación se puede interpretar un paso más del Papa Francisco, en nuestro querer una Iglesia pobre y para los pobres. Como así lo fue la experiencia eclesial de Romero: “Los pobres han marcado el verdadero caminar de la Iglesia”.
Por eso en este acontecer eclesial no solo se reconoce el camino de santidad de Oscar Romero como obispo de los pobres, sino también una vez más la realidad de un pueblo mundial que ha sido y es oprimido por el desigual sistema económico, político y social de nuestro mundo. Al mismo tiempo que a una teología más encarnada en la lucha y liberación de la humanidad, “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres (y mujeres) de nuestro tiempo… son a la vez… de los discípulos(as) de Cristo”, como dice el Concilio Vaticano II en la constitución pastoral Gaudium et Spes. Recordemos que más del 80% de la humanidad vive en la pobreza, repartida por todos los continentes, también en los barrios de nuestras ciudades.
Entre los nombramientos y títulos, en su currículum terrenal, además de haber llegado a ser Arzobispo de San Salvador, fue galardonado con diferentes reconocimientos civiles antes de su asesinato, por su lucha a favor de los Derechos Humanos, los más distinguidos fueron los Doctor Honoris Causa por la Universidad de Georgetown (EE.UU.) y la Universidad de Lovaina (Bélgica). Y la nominación en 1979 al Premio Nobel de la Paz, quien sería finalmente entregado a Madre Teresa de Calcuta. A quien felicitó por su premio. Pero por encima de todos estos, el más importante, fue recibir la gracia de su conversión, casi a sus 60 años, de ser pastor de su pueblo pobre: “Con este Pueblo no cuesta ser buen pastor”, decía él, llevándole a correr su misma suerte. Su identificación fue tan grande que expresaba: “El Pueblo es mi pastor, mi profeta… Pastores somos todos porque ustedes son quienes me están guiando”. Dejando así a un lado todo tipo de privilegios y comodidades ofrecidas por los poderosos de su tiempo.
Romero como el profeta que fue no se libró de todo tipo de calumnias y acusaciones propias de su contexto, por su denuncia de las injusticias y posición de estar con los más pobres. La Iglesia no puede ser neutral cuando la Creación gime hasta el presente con dolores de parto (Rm 8, 18-23), tiene que estar siempre al lado de quienes más sufren. Seguramente haría suyas las palabras de su homólogo brasileño en el apostolado, Helder Camara: “Cuando alimenté a los pobres me llamaron santo; pero cuando pregunté por qué hay gente pobre me llamaron comunista”.
El reinado de Romero fue como el de Jesús, siguiendo sus pasos lo mataron, porque no era para los grandes poderes de este mundo. Habiendo hecha suya la causa de los pobres entregó su vida, muriendo por los suyos, por su pueblo. La vida de Mons. Romero es evangelio encarnado, hecho vida. Si el grano de trigo no cae a tierra y muere, queda solo; pero si muere da mucho fruto. (Jn 12, 24).
Este reconocimiento oficial de nuestra Iglesia Católica llega hoy para Mons. Romero, mañana será para Mons. Gerardi, Arlen Siu, Felipe y Mary Barreda, Joao Bosco, Ellacuría y compañeros… Como así para miles de peregrinos y peregrinas que entregaron su vida por un mundo más humano, más de Dios, de los empobrecidos y empobrecidas de nuestra historia. Ellacuría, quien también se encarnó en la patria chica de Romero, corriendo su misma suerte, tras su perpetrada muerte, afirmó lapidariamente: “Con Monseñor Romero Dios pasó por la historia”.
“Que mi sangre sea semilla de libertad y señal de que la esperanza será pronto una realidad”. Querido Romero, escuchamos tus palabras como un eco en nuestro corazón que nos invita a seguir comprometiéndonos con tu causa, a seguir tus pasos. Desde que acabaron con tu vida el fruto de tu entrega no ha dejado de dar vida, y vida en abundancia (Jn 10, 10). Tus pies que caminaron por los maltrechos caminos de nuestro mundo, siguiendo los de Jesús, marcaron un camino lleno de esperanza y liberación. Hoy tus zapatos se quedan pequeños. Tu pueblo ya te hizo santo. Tu vida, ¿también hoy no será una de las bellas flores de nuestra nueva primavera eclesial, en el permanente Pentecostés que estamos invitados, invitadas a vivir?
“El Reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección. Esta es la esperanza que nos alienta a los cristianos. Sabemos que todo esfuerzo por mejorar una sociedad, sobre todo cuando está tan metida esa injusticia y el pecado, es un esfuerzo que Dios bendice, que Dios quiere, que Dios nos exige”.
(Palabras de la última homilía de Mons. Romero, instantes antes que entregara su vida). (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).
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