“Repensar la resurrección”, por Andrés Torres Queiruga
Leído en la página web de Redes Cristianas
La fe en común en la diferencia de las interpretaciones
Este texto es el epílogo del libro de Andrés TORRES QUEIRUGA, «Repensar la resurrección» (Trotta, Madrid 2003), que trata de hacer un resumen del propio libro. No hemos corregido las huellas de este su carácter de epílogo ni sus referencias a páginas anteriores del libro. Agradecemos al autor y a la editorial su gentileza, y recomendamos a los lectores su lectura completa
Llegados al final de un largo y sinuoso recorrido, no sobra intentar poner en claro su resultado fundamental. Un resultado que, como el enunciado del título trata de indicar, presenta un carácter claramente dialéctico. Por un lado, la reflexión ha procurado moverse siempre dentro de aquella precomprensión común de la que, de un modo u otro, parten todos los que se ocupan de la resurrección (por eso dan por supuesto que tratan del mismo asunto). Por otro, ha sido en todo momento consciente de que lo en apariencia “común” está ya siempre —y por fuerza— traducido conforme a los patrones de las interpretaciones concretas. La presentada en este libro es una de ellas. Por eso se ha esforzado en todo momento por moverse dentro de la fe común y al mismo tiempo no ha ocultado nunca su libertad para elaborar su peculiar propuesta dentro de la diferencia teológica.
Hacerlo con la responsabilidad exigida por un tema tan serio ha complicado, no sé si más de lo necesario, la exposición, oscureciendo tal vez tanto la intención como el contenido preciso del mismo resultado. Ahora, con el conjunto a la vista, resulta más fácil percibir tanto la marcha del proceso reflexivo como su estructura global y sus líneas principales. De hecho, la impresión de conjunto, unida a un repaso del índice sistemático, sería tal vez suficiente, y conviene tenerlo delante. El epílogo trata únicamente de mostrar de manera todavía más simplificada las preocupaciones y los resultados fundamentales.
1. La tarea actual
1.1 Lo común de la fe
Preocupación básica ha sido en todo momento insistir en la comunidad e identidad fundamental del referente común que las distintas teologías tratan de comprender y explicar, pues eso hace más evidente el carácter secundario y relativo de las diferencias teóricas[1]. Algo que puede aportar serenidad a la discusión de los resultados, reconociendo la legitimidad del pluralismo y limando posibles tentaciones de dogmatismo.
Fue ya una necesidad en las primeras comunidades cristianas. Porque, aunque, como bien reflejan los escritos paulinos, también en ellas había fuertes discusiones, no por eso deja de percibirse un amplio fondo común, presente tanto en las distintas formulaciones como en las expresiones litúrgicas y en las consecuencias prácticas. Esa necesidad se acentúa en la circunstancia actual, tan marcada por el cambio y el pluralismo, pues también hoy la comunidad cristiana vive, y necesita vivir, en la convicción de estar compartiendo la misma fe. Tal vez hoy por hoy, más que a una visión teológica unitaria, sólo sea posible aspirar a la comunidad de un “aire de familia”; pero, mantenido en el respeto dialogante, eso será suficiente para que las “muchas mansiones” teóricas no oculten la pertenencia a la casa común (cf. Jn 14, 2).
Hace tiempo lo había expresado insistiendo en la necesidad de “recuperar la experiencia de la resurrección”[2], ese humus común, rico y vivencial, previo a las distintas teorías en que desde sus comienzos la comunidad cristiana ha ido expresando su fe. Tal experiencia se manifestó fundamentalmente como una doble convicción de carácter vital, transformador y comprometido. Respecto de Jesús, significa que la muerte en la cruz no fue lo último, sino que a pesar de todo sigue vivo, él en persona; y que, aunque de un modo distinto, continúa presente y actuante en la comunidad cristiana y en la historia humana. Respecto de nosotros, significa que en su destino se ilumina el nuestro, de suerte que en su resurrección Dios se revela de manera plena y definitiva como “el Dios de vivos”, que, igual que a Jesús, resucita a todos los muertos ; en consecuencia, la resurrección pide y posibilita un estilo específico de vida que, marcada por el seguimiento de Jesús, es ya “vida eterna”.
1.2 La inevitable diversidad de la teología
Afirmado esto, todo lo demás es secundario, pues lo dicho marca lo común de la fe. La teología viene luego, con sus diferencias inevitables y, en principio, legítimas, mientras se esfuercen por permanecer dentro de ese ámbito, versando sobre “lo mismo”, de manera que las diferencias teóricas no rompan la comunión de lo creído y vivido.
Eso sitúa y delimita la importancia del trabajo teológico, pero no lo anula en modo alguno ni, por tanto, lo exime de su responsabilidad. Porque toda experiencia es siempre experiencia interpretada en un contexto determinado, y sólo dentro de él resulta significativa y actualizable.
La apuesta consiste en lograr una interpretación correcta, que recupere para hoy la experiencia válida para siempre. Pero el cambio puede hacerse mal , anulando la verdad o la integridad de la experiencia; o puede hacerse de modo insuficiente, dificultándola e incluso impidiéndola: no entrando ni dejando entrar — según la advertencia evangélica— en su comprensión y vivencia actual. Y lo cierto es que la ruptura moderna ha supuesto un cambio radical de paradigma, de suerte que obliga a una reinterpretación muy profunda. Esta situación aumenta lo delicado y aun arriesgado de la tarea; pero por lo mismo la hace también inesquivable, so pena de hacer absurdo e increíble el misterio de la resurrección.
El trabajo de reinterpretación precisa ir en tres direcciones distintas, aunque íntimamente solidarias: una apunta hacia la dilucidación histórico-crítica del origen, explicitación y consolidación de la experiencia; otra, hacia el intento de lograr alguna comprensión de su contenido, es decir, del ser de la resurrección y del modo como se realiza; finalmente, otra intenta dilucidar las consecuencias, tanto para la vida en la historia como para el destino más allá de la muerte. De suyo, la última dirección es la más importante, pero, dado que la conmoción del cambio se produjo sobre todo en las dos primeras, ellas son las que han ocupado mayor espacio en la discusión teológica. Tampoco en este estudio ha sido posible escapar a ese “desequilibrio”, aunque se ha intentado compensarlo en lo posible.
2. La génesis de la fe en la resurrección
El cambio cultural se manifestó en dos fenómenos principales. El primero fue el fin de la lectura literal de los textos, que, haciendo imposible tomarlos como un protocolo notarial de lo acontecido, ha obligado a buscar su sentido detrás del tenor inmediato de la letra. El segundo consistió en el surgimiento de una nueva cosmovisión, que ha obligado a leer la resurrección en coordenadas radicalmente distintas a las presupuestas en su versión original.
En la nueva comprensión de la génesis influyó e influye sobre todo el primero. Porque el fin del fundamentalismo forzó un cambio profundo en la lectura y al mismo tiempo ha proporcionado los medios para llevarlo a cabo. Los ha proporcionado no sólo porque, al romper la esclavitud de la letra, abría la posibilidad de nuevos significados, sino también porque, al introducirla en la dinámica viva de la historia de la revelación, la cargaba de un realismo concreto y vitalmente significativo. Lo cual vale tanto para el Antiguo como para el Nuevo Testamento.
2.1 La resurrección en el Antiguo Testamento
Ha sido, en efecto, importante recordar el Antiguo Testamento y remontarse de algún modo al duro aprendizaje que supuso. Con sus dos caminos principales. El primero (que tal vez debiera haber recibido una atención aun mayor) remite a la vivencia de la profunda comunión con Dios. Comunión que, sin negar la aspereza de la vida terrena y sin tener todavía claridad acerca del más allá de la misma, permitió intuir que su amor es “fuerte como la muerte” (Cant 8, 6). Por eso la conciencia de la fidelidad divina fue capaz de dar sentido a la terrible ambigüedad de la existencia, tal como aparece, por ejemplo, en el salmo 73: “Mi cuerpo y mi corazón se consumirán, pero Dios es para siempre mi roca y mi suerte” (v. 26). El segundo camino pasa por la aguda experiencia de contraste entre el sufrimiento del justo y la intolerable injusticia de su fracaso terreno. Como se anuncia con claridad ya en los Cantos del Siervo y se formula de manera impresionante con los mártires de la lucha macabea (cf. 2 Mac 7), sólo la idea de resurrección podía conciliar el amor fiel de Yavé con el incomprensible sufrimiento del justo.
Un fruto importante de este recuerdo es que los largos siglos sin creencia clara en el otro mundo enseñan, en vivo, que la auténtica fe en la resurrección no se consigue con una rápida evasión al más allá, sino que se forja en la fidelidad de la vida real y en la autenticidad de la relación con Dios. Además es muy probable que en esos textos encontrase Jesús un importante alimento para su propia experiencia; y, con seguridad, ahí lo encontraron los primeros cristianos para su comprensión del destino del Crucificado.
2.2 La resurrección de Jesús en el Nuevo Testamento
Esa herencia preciosa pasó al Nuevo Testamento como presupuesto fundamental, que no debe olvidarse, porque constituía el marco de vivencia y comprensión tanto para Jesús como para la comunidad. La fe en la resurrección de los muertos estaba ya presente en la vida y en la predicación del Nazareno: la novedad que introduce la confesión de la suya, se realiza ya dentro de esta continuidad radical.
En este sentido, no es casual, y desde luego resulta esencial, la atención renovada a su vida para comprender la génesis y el sentido de la profunda reconfiguración que el Nuevo Testamento realiza en el concepto de resurrección heredado del Antiguo. La vida de Jesús y lo creído y vivido en su compañía constituyeron sin lugar a dudas una componente fundamental del suelo nutricio donde echó raíces lo novedoso y específico de la experiencia pascual.
Dos aspectos sobre todo tuvieron una enorme fuerza de revelación y convicción. En primer lugar, la conciencia del carácter “escatológico” de la misión de Jesús, que adelantaba y sintetizaba en su persona la presencia definitiva de la salvación de Dios en la historia : su destino tenía el carácter de lo único y definitivo. En estrecha dialéctica con él, está, en segundo lugar, el hecho terrible de la crucifixión, que parecía anular esa presencia. La durísima “experiencia de contraste” entre, por un lado, la propuesta de Jesús, garantizada por su bondad, su predicación y su conducta, y, por otro, su incomprensible final en la mors turpissima crucis, constituía una “disonancia cognoscitiva” de tal magnitud, que sólo con la fe en la resurrección podía ser superada (un proceso que, a su manera, había adelantado ya el caso de los Macabeos).
El hecho de la huída y ocultamiento de los discípulos fue, con toda probabilidad, históricamente cierto; pero su interpretación como traición o pérdida de la fe constituye una “dramatización” literaria, de carácter intuitivo y apologético, para demostrar la eficacia de la resurrección. En realidad, aparte de lo injusta que resulta esa visión con unos hombres que lo habían dejado todo en su entusiasmo por seguir a Jesús, resulta totalmente inverosímil. Algo que se confirma en la historia de los grandes líderes asesinados, que apunta justamente en la dirección contraria, pues el asesinato del líder auténtico confirma la fidelidad de los seguidores: la fe en la resurrección, que los discípulos ya tenían por tradición, encontró en el destino trágico de Jesús su máxima confirmación, así como su último y pleno significado. Lo expresó muy bien, por boca de Pedro, el kerygma primitivo: Jesús no podía ser presa definitiva de la muerte, porque Dios no podía consentir que su justo “viera la corrupción” (cf. Hch 2, 24-27).
2.3 Lo nuevo en la resurrección de Jesús
La conjunción de ambos factores —carácter definitivo y experiencia de contraste — hizo posible la revelación de lo nuevo en la resurrección de Jesús : él está ya vivo, sin tener que esperar al final de los tiempos (que en todo caso empezarían con él); y lo está en la plenitud de su persona, ya sin el menor asomo de una existencia disminuida o de sombra en el sheol . Lo que se esperaba para todos (al menos para los justos) al final de los tiempos, se ha realizado en él, que por eso está ya exaltado y plenificado en Dios. Y desde esa plenitud —única como único es su ser— sigue presente en la comunidad, reafirmando la fe y relanzando la historia.
Tal novedad no carecía, con todo, de ciertos antecedentes en el Antiguo Testamento y en el judaísmo intertestamentario (piénsese en las alusiones a los Patriarcas, a Elías o al mismo Bautista ); y, aunque menos, tampoco era totalmente ajena al entorno religioso medio-oriental y helenístico, con Dioses que mueren y resucitan o con personajes que se hacen presentes después de muertos . De todos modos, el carácter único de la persona y la misión de Jesús, hizo que, por la seguridad de su vivencia, por su concreción histórica y por su carácter plena e individualizadamente personal, la fe en su resurrección supusiese un avance definitivo en la historia de la revelación. De nadie se había hablado así: nunca, de ninguna persona se había proclamado con tal claridad e intensidad su estar ya vivo, plenamente “glorificado” en Dios y presente a la historia.
Los textos, leídos críticamente, no permiten una reconstrucción exacta del proceso concreto por el que se llegó a esta visión específica. Lo claro es el resultado. Y de los textos resulta que esa convicción firme, esa fe en la resurrección actual de Jesús y en la permanencia de su misión se gestó y se manifestó en vivencias extraordinarias de su nuevo modo de presencia real, que, en aquel ambiente cargado de una fortísima emotividad religiosa, los protagonistas interpretaron como “apariciones”. En todo caso, como tales fueron narradas a posteriori en el Nuevo Testamento, en cuanto explicitación catequética y teológica del misterio que se intentaba transmitir. En ese mismo marco se forjaron también las narraciones acerca de la “tumba vacía”.
El carácter teológico de las narraciones es lo decisivo: ahí se expresa su intención y radica su enseñanza; a través de ellas se nos entrega el objeto de la fe. Dada su composición por escritores que, fuera del caso de Pablo (tan peculiar en muchos aspectos), no habían sido testigos directos, sino que escriben basados en recuerdos y relatos ajenos, entre cuatro y siete décadas más tarde, no pueden considerarse sin más como descripciones de acontecimientos fácticos, tal como los narrarían, por ejemplo, un cronista o un historiador actuales. De suerte que la interpretación más concreta de lo sucedido fácticamente constituye una delicada y compleja tarea hermenéutica, que ha de tener en cuenta el distinto marco cultural y los nuevos instrumentos de lectura crítica . Circunstancia que resulta decisiva a la hora de interpretar el modo de la resurrección y del ser mismo del Resucitado.
3. El modo y el ser de la resurrección
3.1 Consideraciones previas
De entrada, conviene insistir una vez más en que el problema se mueve ahora en un nivel distinto del anterior: allí se describía lo fundamental de la experiencia, aquí se intenta una mayor clarificación conceptual. Como queda dicho y repetido a lo largo de toda la obra, lo intentado en este nivel no pretende nunca cuestionar la verdad del anterior, y las discrepancias en él no tienen por qué significar una ruptura de la unidad de fe expresada en el primero. Pertenecen más bien al inevitable y legítimo pluralismo teológico.
Si antes influía sobre todo la caída del fundamentalismo, ahora es el cambio cultural el que se deja sentir como prioritario. Cambio en la visión del mundo, que, desdivinizado, desmitificado y reconocido en el funcionamiento autónomo de sus leyes, obliga a una re-lectura de los datos. Piénsese de nuevo en el ejemplo de la Ascensión: tomada a la letra, hoy resulta simplemente absurda. Cambio también en la misma teología que, justamente por efecto de esos dos factores, se halla en una situación nueva, sobre todo —tal como queda indicado al principio (1.6) — por lo que respecta a la concepción de la creación , la revelación y la cristología . La acción de Dios no se concibe bajo un patrón intervencionista y “milagroso”, que no responde a la experiencia ni religiosa ni histórica y que amenazaría la trascendencia divina. La revelación no es un “dictado” milagroso y autoritario que deba tomarse a la letra. Y la cristología no busca lo peculiar de Jesús en su apartamiento sobre-naturalista, sino en su plena realización de lo humano: la cristología como realización plena de la antropología, la divinidad en la humanidad.
En este sentido, resulta hoy de suma importancia tomar en serio el carácter trascendente de la resurrección, que es incompatible, al revés de lo que hasta hace poco se pensaba con toda naturalidad, con datos o escenas sólo propios de una experiencia de tipo empírico: tocar con el dedo al Resucitado, verle venir sobre las nubes del cielo o imaginarle comiendo, son pinturas de innegable corte mitológico, que nos resultan sencillamente impensables.
Como resultado, no es la exégesis de detalle la que acaba decidiendo la interpretación final, sino la coherencia del conjunto. Esa exégesis es necesaria, y gracias a ella estamos donde estamos. Pero sus resultados llevan sólo al modo peculiar como los hagiógrafos interpretaban la resurrección con los medios de su cultura. Ahora toca justamente hacer lo mismo con los medios de la nuestra. Por eso no se trata únicamente de que las discusiones exegéticas de los puntos concretos acaben muchas veces en tablas: “no se puede refutar esto, pero tampoco se puede probar lo contrario”; sino que es la entera visión de conjunto la que se mueve en busca de una nueva “figura” de la comprensión. Esta figura es la que, en definitiva, convence o no convence, según resulte significativa y “realizable” en la cultura actual o aparezca como incomprensible desde sus legítimas preguntas o incompatible con sus justas exigencias.
Finalmente, también ahora conviene ir por pasos, de lo más claro a lo más discutible. Lo cual además tiene dos ventajas importantes: permite ver el avance ya realizado, que en realidad es enorme; y puede ayudar a descubrir la verdadera dirección del cambio que se está produciendo. El sentido histórico bien administrado no sólo aporta serenidad a la discusión, sino que de ordinario aumenta la lucidez para percibir el futuro.
3.2 El “sepulcro vacío
No es exageración optimista hablar de lo enorme del cambio ya acontecido. Entre un manual preconciliar y un tratamiento actual, incluso de los más conservadores, la distancia es astronómica, tanto en lo cuantitativo del espacio dedicado, como en lo cualitativo del modo de ver la resurrección.
Desde luego, ya nadie confunde la resurrección con la revivificación o vuelta a la vida de un cadáver. Ni por tanto se la pone en paralelo ni, menos, se la confunde con las “resurrecciones” narradas no sólo en la Biblia, atribuidas a Eliseo, a Jesús o a Pablo (que, por otra parte, casi nadie toma a la letra), sino también en la cultura del tiempo, como en el caso de Apolonio de Tiana. La resurrección de Jesús, la verdadera resurrección, significa un cambio radical en la existencia, en el modo mismo de ser: un modo trascendente, que supone la comunión plena con Dios y escapa por definición a las leyes que rigen las relaciones y las experiencias en el mundo empírico.
Por eso ya no se la comprende bajo la categoría de milagro, pues en sí misma no es perceptible ni verificable empíricamente. Hasta el punto de que, por esa misma razón, incluso se reconoce de manera casi unánime que no puede calificarse de hecho histórico. Lo cual no implica, claro está, negar su realidad, sino insistir en que es otra realidad: no mundana, no empírica, no apresable o verificable por los medios de los sentidos, de la ciencia o de la historia ordinaria.
Puede afirmarse que estas ideas constituyen hoy un bien común de la teología. Pero sucede que el estado de “transición entre paradigmas” que caracteriza la situación actual no siempre permite ver con claridad las consecuencias: afirmado el principio nuevo, se sigue operando muchas veces con los conceptos y presupuestos viejos. Algo claro y hasta sorprendente cuando un mismo autor, después de reconocer de manera expresa que la resurrección no es un milagro, se aplica a matizarlo diciendo que no es un milagro “espectacular” (como si de alguien se dijese que está muerto, pero sólo “un poco” muerto). Pasa sobre todo con los problemas del sepulcro vacío y las apariciones. Con desigual intensidad, sin embargo.
En el caso del sepulcro vacío se han dado más pasos. Exegéticamente no es posible decidir la cuestión, pues, en puro análisis histórico, hay razones serias tanto para la afirmación como para la negación. Pero se ha producido un cambio importante, en el sentido de que son ya muchos los autores que no hacen depender la fe en la resurrección de la postura que se adopte al respecto: se reconoce que pueden creer en ella tanto los que piensan que el sepulcro ha quedado vacío como los que opinan lo contrario.
La opción por tanto depende, en definitiva, del marco teológico en que se encuadra. Y la verdad es que, superadas las adherencias imaginativas que representan al Resucitado como vuelto a una figura (más o menos) terrena, y tomado en toda su seriedad el carácter trascendente de la resurrección, la permanencia o no del cadáver pierde su relevancia. El resultado vivencial y religioso es el mismo en ambos casos. Una realidad personal tan identificada con Dios, cuya presencia se puede vivir simultáneamente en una aldea de África o en una metrópoli europea, que no es visible ni tangible: en una palabra, una realidad que está totalmente por encima de las leyes del espacio y del tiempo, no puede guardar ninguna relación material con un cuerpo espacio-temporal. Más aún, tal relación no parece resultar pensable, pues la desaparición del cadáver debería obedecer o a una aniquilación (lo cual anularía sin más la relación) o a una transformación tan cualitativamente diversa que parece anular igualmente toda posibilidad de relación (ninguna ley mundana vale para la persona resucitada). Tan invisible e intangible es el Resucitado para quien afirma que el sepulcro quedó vacío, como para quien afirma lo contrario.
Esto es importante, porque lo que, en el fondo y con toda legitimidad, pretende salvaguardar la afirmación de la tumba vacía es la identidad del Resucitado; que es también lo que se busca expresar con el simbolismo de la “resurrección de la carne”. Pero, aparte de que ni siquiera en la vida mundana puede considerarse sin más el cuerpo como el verdadero soporte de la identidad, puesto que sus componentes se renuevan continuamente, parece claro que la preservación de la identidad ha de buscarse en el ámbito de categorías estrictamente personales. Aunque estamos en una de las más arduas cuestiones de la antropología , lo fundamental es que la identidad se construye en el cuerpo, pero no se identifica con él. Lo que el cuerpo vivo ha significado en esa construcción se conserva en la personalidad que en él y desde él se ha ido realizando; no se ve qué podría aportar ahí la transformación (?) del cuerpo muerto, del cadáver .
El cómo sucede esto constituye, sin duda —y para cualquier concepción—, un oscurísimo misterio, puesto que, por definición, está más allá de las leyes mundanas. Sólo cabe barruntarla mediante una “lógica de la simiente”: ¿quién podría, de no comprobarlo a posteriori, ver como posible la continuidad entre la bellota y el roble? Ya lo dijera san Pablo: “se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual” (1 Cor 15, 42-44).
Por otra parte, rota la linealidad literal de las narraciones, resulta muy difícil, si no imposible, interpretar con un mínimo de coherencia el supuesto contrario. ¿Qué sentido podría tener el tiempo cronológico en que el cadáver permanecería en la tumba, para ser “revivificado” en un momento ulterior? ¿Qué tipo de identidad personal sería la del Resucitado mientras espera la “revivificación” del cadáver? ¿Qué significaría esa mezcla de vida trascendente y espera cronológico-mundana?
En cambio, dentro de la irreductible oscuridad del misterio, todo cobra coherencia cuando se piensa la muerte como un tránsito, como un “nuevo nacimiento ”, en el que la persona “muere hacia el interior de Dios”; algo así como si del “útero” mundano la persona se alumbrase hacia su vida definitiva: “llegado allí, seré verdaderamente persona”, dijo san Ignacio de Antioquía. Y el Cuarto Evangelio ve en la cruz la “hora” definitiva, en la que la “elevación” (hýpsosis) es simultáneamente muerte física en lo alto de la cruz y “glorificación” en el seno del Padre. Morir es ya resucitar: resurrección-en-la-muerte.
3.4 Las apariciones
En realidad, al menos en la medida en que las apariciones se toman como percepción sensible (sea cual sea su tipo, su claridad o su intensidad) del cuerpo del Resucitado, el problema es estrictamente paralelo al anterior. Porque de ese modo no sólo se vuelve a interpretar necesariamente la resurrección como “milagro”, sino que se presupone algo contradictorio: la experiencia empírica de una realidad trascendente. Pero aquí la percepción del problema no ha cambiado tanto como en el caso anterior; de suerte que muchos que no hacen depender la fe en la resurrección de la admisión del sepulcro vacío , sí lo hacen respecto de las apariciones. La razón es también distinta: si antes preocupaba la preservación de la identidad del Resucitado, ahora se cree ver en las apariciones el único medio de garantizar la objetividad y la realidad misma de la resurrección.
Pero esa impresión sólo es válida, si permanece prisionera de la antigua visión, sobre todo en dos puntos fundamentales. El primero, seguir tomando la actuación de las realidades trascendentes bajo la pauta de las actuaciones mundanas, que interferirían en el funcionamiento de la realidad empírica y que, por tanto, se podrían percibir mediante experiencias de tipo sensible. El segundo, conservar un concepto extrinsecista y autoritario de revelación, como verdades que se le “dictarían” al revelador y que los demás deben aceptar sólo porque “él dice que Dios se lo dijo”. Dado lo complejo y delicado de la cuestión, una aclaración fundamentada debe remitir al detalle de lo explicado en el texto. Aquí es preciso limitarse a unas indicaciones someras.
La primera, recordar que la experiencia puede ser real sin ser empírica; o, mejor, sin que su objeto propio tenga sobre ella un efecto empírico directo. Se trata de experiencias cuyo objeto propio (no empírico) se experimenta en realidades empíricas. El caso mismo de Dios resulta paradigmático. Ya la Escritura dice que “nadie puede ver a Dios” (cf. Éx 33, 20), y, sin embargo, la humanidad lo ha descubierto desde siempre. Ese es el verdadero significado de las “pruebas” de su existencia: responden a un tipo de experiencias con realidades empíricas —sentimiento de contingencia, belleza del mundo, injusticia irreparable de las víctimas…— en las que se descubre la existencia de Dios, pues sólo contando con ella pueden ser comprendidas en toda su verdad.
Esto hace que tales experiencias resulten tan peculiares y difíciles. Pero ese es su modo de ser, y no cabe otra alternativa. Por eso son tan chocantes posturas como las de Hanson, pretendiendo que, para que él creyese en su existencia, Dios tendría que aparecérsele empíricamente, visible y hablando como un Júpiter tonante, registrable en vídeo y en magnetófono. Bien mirado, eso no sólo sería justamente la negación de su trascendencia, sino incluso, como ha argüido Kolakowski, constituiría una contradicción lógica. Y por lo mismo, pretender para Dios un tipo de experiencia empírica, como en el caso de la famosa “parábola del jardinero” de Anthony Flew, es el modo de hacer imposible la (de)mostración su existencia.
Muchos teólogos que se empeñan en exigir las apariciones sensibles para tener pruebas empíricas de la resurrección, no acaban de comprender que eso es justamente ceder a la mentalidad empirista, que no admite ningún otro tipo de experiencia significativa y verdadera. Paradójicamente, con su aparente defensa están haciendo imposible su aceptación para una conciencia actual y justamente crítica. Por lo demás el mismo sentido común, si supera la larga herencia imaginativa, puede comprender que “ver” u “oír” algo o a alguien que no es corpóreo sería sencillamente falso, igual que lo sería tocar con la mano un pensamiento. Y una piedad que tome en serio la fe en el Resucitado como presente en toda la historia y la geografía humana —“donde están dos o tres, reunidos en mi nombre allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20) —, no puede pensar para él un cuerpo circunscribible y perceptible sensorialmente.
(Y nótese que cuando se intenta afinar, hablando, por ejemplo, de “visiones intelectuales” o “influjos especiales” en el espíritu de los testigos, ya se ha reconocido que no hay apariciones sensibles. Y, una vez reconocido eso, seguir empeñados en mantener que por lo menos vieron “fenómenos luminosos” o “percepciones sonoras”, es entrar en un terreno ambiguo y teológicamente no fructífero, cuando no insano. Esto no niega la veracidad de los testigos —si fueron ellos quienes contaron eso, y no se trata de constructos simbólicos posteriores—, ni tampoco que el exegeta pueda discutir si histórico-críticamente se llega o no a ese dato. Lo que está en cuestión es si lo visto u oído empíricamente por ellos es el Resucitado o son sólo mediaciones psicológicas —semejantes, por ejemplo, a las producidas muchas veces en la experiencia mística o en el duelo por seres queridos— que en esas ocasiones y para ellos sirvieron para vivenciar su presencia trascendente, y tal vez incluso ayudaron a descubrir la verdad de la resurrección. Pero repito eso no es ver u oír al Resucitado; si se dieron, fueron experiencia sensibles en las que descubrieron o vivenciaron su realidad y su presencia).
Con esto enlaza la segunda indicación: la revelación puede descubrir la verdad sin ser un dictado milagroso. Basta pensar que tal fue el caso para la misma resurrección en el Antiguo Testamento: lejos de ser un dictado, obedeció a una durísima conquista, apoyada en la interpretación de experiencias concretas, como la desgracia del justo o el martirio de los fieles; experiencias que sólo contando con la resurrección podían ser comprendidas. Así se descubrió —se reveló— la resurrección que alimentó la fe de los (inmediatos) antepasados y de los contemporáneos de Jesús. Resurrección real, porque responde a una experiencia reveladora, que no por no ser empírica dejó de llevar a un descubrimiento objetivo.
Lo que sucede es que la novedad de la resurrección de Jesús, en lugar de ser vista como una profundización y revelación definitiva dentro de la fe bíblica, tiende a concebirse como algo aislado y sin conexión alguna con ella. Por eso se precisa lo “milagroso”, creyendo que sólo así se garantiza la novedad. Pero, repitámoslo, eso obedece a un reflejo inconsciente de corte empirista. No acaba de percibirse que, aunque no haya irrupciones milagrosas, existe realmente una experiencia nueva causada por una situación inédita, en la que los discípulos y discípulas lograron descubrir la realidad y la presencia del Resucitado. La revelación consistió justamente en que comprendieron y aceptaron que esa situación sólo era comprensible porque estaba realmente determinada por el hecho de que Dios había resucitado a Jesús, el cual estaba vivo y presente de una manera nueva y trascendente. Manera no empírica, pero no por menos sino por más real: presencia del Glorificado y Exaltado
Si la resurrección no fuese real, todo perdería para ellos su sentido. Sin la resurrección, Cristo dejaría de ser él y su mensaje quedaría refutado. Dios permanecería en su lejanía y en su silencio frente a la terrible injusticia de su muerte. Y ellos se sentirían abandonados a sí mismos, perdidos entre su angustia real y una esperanza tal vez para siempre decepcionada. Todo cobró, en cambio, su sentido cuando descubrieron que Jesús había sido constituido en “Hijo de Dios con poder” (Rm 1, 4) y que Dios se revelaba definitivamente como “el que da vida a los muertos” (1 Cor 15, 17-19).
Esto no pretende, claro está, ser un “retrato” exacto del proceso, sino únicamente desvelar su estructura radical. Estructura universalizable, que sigue siendo fundamentalmente la misma para nosotros y que por eso, cuando se nos desvela gracias a la ayuda “mayéutica” de la interpretación apostólica, puede resultarnos significativa y —en su modo específico— “verificable”. Creemos porque “hemos oído” (fides ex auditu: Rm 10, 17); pero también porque, gracias a lo oído, nosotros mismos podemos “ver” (cf. Jn 4, 42, episodio de la Samaritana y sus paisanos). Tal es el realismo de la fe, cuando se toma en serio y no, según diría Kant, como algo puramente “estatutario”. No, por tanto, un mero aceptar “de memoria”, afirmando a, lo mismo que se podría afirmar b o c; sino afirmar porque la propia y entera vida se siente interpretada, interpelada, comprometida y salvada por eso que se cree.
3.5 “Primogénito de los muertos
Esto último, contextualizado por lo dicho en los puntos anteriores, permite un paso ulterior, creo que de suyo natural, pero que de entrada puede resultar sorprendente, puesto que se aparta de lo que espontáneamente se viene dando por supuesto. Como siempre sucede en la revelación, lo que se descubre estaba ya ahí. Se descubre gracias a que una circunstancia especial, por su “extrañeza” (oddness, en la terminología de I. T. Ramsey), despierta la atención del “profeta” o revelador, haciéndolo “caer en la cuenta”: “¡El Señor estaba en este lugar, y yo no lo sabía!” (Gén 18, 16).
Mostrémoslo con algún ejemplo, que no precisa ser literal en todos sus detalles. Dios ha estado siempre al lado de las víctimas contra la opresión injusta; pero fue la peculiar circunstancia de Egipto la que permitió a la genialidad y fidelidad religiosa de Moisés “caer en la cuenta” de esa presencia. Pero eso no significa que Dios haya empezado a ser liberador cuando lo descubrió Moisés. A pesar de eso, hubo un comienzo real, no un simple “como si” teórico, pues la nueva conciencia abrió nuevas posibilidades reales para la acogida humana y por tanto para la penetración de la acción liberadora del Señor en la historia). Lo mismo —para acercarnos más a nuestro caso—sucede con la paternidad divina. Cuando Jesús en su peculiar experiencia (con todo lo que ella implicaba) logró verla, vivirla y proclamarla con definitiva e insuperable claridad, no es que esa paternidad “empezase” entonces: Dios era y es desde siempre “padre/madre” para todo hombre y mujer. Sucede únicamente que a partir de Jesús se revela con claridad, transformando realmente la vida humana, puesto que desde entonces la filiación puede vivirse de manera más profunda y consecuente .
Con la resurrección sucede lo mismo. En Jesús se reveló en plenitud definitiva lo que Dios estaba siendo desde siempre: el “Dios de vivos”, como dijo el mismo Jesús; “el que resucita a los muertos”, como gracias a su destino re-formularon los discípulos la fe que ya tenían en la resurrección, confirmándola y profundizándola con fuerza definitiva.
Esta comprensión supone ciertamente un cambio en la visión teológica; pero resulta perfectamente coherente con el experimentado por la cristología en general, que, como queda dicho, ha aprendido a ver la singularidad de Jesús no en el apartamiento de lo humano, sino en su plena revelación y realización. Por eso con esta visión no se anula, sino que se confirma la confesión de la fe: Cristo sigue siendo “el primogénito de los muertos” (Ap 1, 15), sólo que no en el sentido cronológico de primero en el tiempo, sino como el primero en gloria, plenitud y excelencia, como el revelador definitivo, el modelo fundante y el “pionero de la vida” (Hch 3, 15). De ahí esa reciprocidad íntima, auténtica perichoresis, que Pablo proclama entre su resurrección y la nuestra: si él no ha resucitado, tampoco nosotros; si nosotros no, tampoco él (1 Cor 15, 12-14).
Realmente, cuando se superan los innumerables clichés imaginativos con que una lectura literalista ha ido poblando la conciencia teológica, se comprende que esta visión es la más natural y, sobre todo, la más coherente con un Dios que, habiendo creado por amor, no ha dejado nunca a sus hijos e hijas entregados al poder de la muerte. Por eso la humanidad, aunque no haya podido descubrir esta plenitud de revelación hasta la llegada de Jesús, lo ha presentido y a su modo lo ha sabido siempre, expresándolo de mil maneras. Pero de esto hablaremos después.
4. Las consecuencias
Una de las maneras más eficaces de verificar la verdad de una teoría consiste en examinar sus consecuencias. En ellas se despliegan su verdadero significado y su fuerza de convicción. Respecto de la resurrección vale la pena mostrarlo brevemente en tres frentes principales.
4.1 Resurrección e inmortalidad
El aislamiento que el estudio de la resurrección ha sufrido respecto del proceso de la revelación bíblica fue todavía mayor respecto de la tradición religiosa en general. En gran medida se ha querido asegurar su especificidad, acentuando la diferencia. Pero realmente la resurrección pertenece por su propia naturaleza a un plexo religioso fundamental y en cierto modo común a todas las religiones: la idea de inmortalidad. Respecto de esta no es algo aparte, sino un modo específico de tematizarla y de vivirla.
Porque es natural que cada religión interprete la verdad común en el marco específico de su propia religiosidad. La bíblica, desde el Antiguo Testamento, la ve sobre todo dentro de su fundamental acento personalista: por un lado, desde la relación con un Dios cuyo amor fiel rescata del poder de la muerte, llamando a la comunión consigo y, por otro, desde una antropología unitaria, que no piensa en la salvación de sólo una parte de la persona. El Nuevo Testamento hereda esta tradición, llevándola a su culminación gracias al enorme impacto de la experiencia crística.
Ahí radica su originalidad, y es comprensible el énfasis que se ha puesto en ella. Sin embargo, el mejor camino para asegurarla y ofrecerla como aportación a los demás no es el de acentuar la diferencia hasta romper la continuidad fundamental. Tal ha sucedido sobre todo al insistir en su diferencia con la idea griega de inmortalidad. Diferencia real, puesto que los griegos configuraban el fondo común dentro de su propio marco religioso y filosófico. Pero no contraposición radical y totalmente incompatible, ni mucho menos. Ya históricamente sería falso, pues es bien sabido que en la etapa decisiva de la configuración de esta verdad la Biblia recibió un fuerte impulso del mundo helenístico (que por su mayor dualismo antropológico hacía más fácil vencer la apariencia de que todo acaba con la muerte). Además, como hemos visto, en la misma Biblia no siempre era tan neta y abrupta la distinción, y hay en ella textos que hablan como los griegos o simplemente mezclan ambas concepciones.
Cuando se comprende la resurrección de Jesús como la revelación definitiva de lo que “el Dios de vivos” hace con todas las personas de todos los tiempos, resulta más fácil ver la comunidad radical. La resurrección de Jesús de Nazaret representa algo específico y constituye una aportación irreductible; pero es así, sobre todo, gracias a que en él se nos ha revelado en plenitud lo ya se había revelado a su modo en las demás religiones : que Dios resucita ya, sin esperar a un fin del mundo, y resucita plenamente, es decir, en íntegra identidad personal (que ni es sólo el “alma ” ni está a la espera de ser completada con el “cuerpo ” rescatado de su estado de cadáver ).
Eso no vacía sin más de significado la expectación de una “resurrección al final de los tiempos”. Significado verdadero e importante, pero no en el sentido mitológico de una reunión final de la humanidad en el “valle de Josafat”, sino en el de una esperanza de comunión plena. La comunidad de los resucitados, en efecto, no está completa y clausurada en sí misma, desinteresada de la historia. Mientras esta no se cierre, mientras quede alguien en camino, hay una expectación e incompletud real, una comunión de presencia dinámica hasta que culmine el proceso por el que, con toda la humanidad reunida, “Dios será todo en todos” (1 Cor 15, 28).
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Lo decisivo es que esta visión cristiana no tiene por qué ser presentada como algo aislado y excluyente, sino como una concreción de la verdad común. Esto es muy importante para un tiempo en el que el diálogo de las religiones ha cobrado una relevancia trascendental. La resurrección bíblica no renuncia a la propia riqueza, sino que la ofrece como aportación a la búsqueda común. Y, al mismo tiempo, comprende que hay aspectos en los que también ella puede enriquecerse con la aportación específica de las demás religiones. Se ha intentado muchas veces con la transmigración y existen intentos interesantes desde las religiones africanas y amerindias. En todo caso, lo decisivo es el reconocimiento de la fraternidad a través de la fe en este misterio y del diálogo en la búsqueda de su mejor comprensión.
4.2 Resucitados con Cristo
Hasta aquí hemos insistido sobre todo en la primera de las preguntas kantianas: qué podemos saber de la resurrección. Ahora cumple decir algo de la segunda: qué debemos hacer desde la fe en ella. Se trata de su dimensión más inmediatamente práctica, con dos aspectos fundamentales.
1. El primero es el problema del mal . La cruz lo hace visible en todo su horror; la resurrección muestra la respuesta que desde Dios podemos vislumbrar.
La cruz , en efecto, permite ver de modo casi intuitivo que el mal resulta inevitable en un mundo finito, pues Dios sólo podría eliminarlo a costa de destruir su propia creación, interfiriendo continuamente en ella y anulándola en su funcionamiento: para librar a Jesús del patíbulo, tendría que suprimir la libertad de los que lo condenaron o suspender las leyes naturales para que los instrumentos no lo dañasen o las heridas no le causasen la muerte … Además, si lo hacía con él, ¿por qué no con las demás víctimas de la tortura, de la guerra, de las catástrofes, de las enfermedades…? Pero entonces ¿qué sería del mundo? Equivaldría simple y llanamente a su anulación. Comprender esta inevitabilidad fue tal vez la “última lección” que Jesús tuvo que aprender en la cruz (cf. Hbr 5, 7), pues su tradición religiosa lo inclinaba seguramente a pensar que Dios intervendría en el último momento para librarlo.
La vivencia del Abbá y la fidelidad a la misión le permitieron comprender que Dios no nos abandona jamás y que —como había descubierto el libro de Job— la desgracia no es un signo de su ausencia, sino una forzosidad causada por la finitud del mundo o por la malicia de la libertad finita. Pero también —más allá de Job— que por eso mismo Dios está siempre a nuestro lado, acompañándonos cuando nos hiere el mal y apoyándonos en la lucha contra él; sobre todo, asegurando nuestra confianza en que el mal no tiene la última palabra, aunque no siempre resulte fácil verlo, principalmente cuando la muerte parece darle el triunfo definitivo. Los evangelistas intuyen esta dialéctica, cuando se atreven a poner en los labios de Jesús, por un lado, el grito de la interrogación angustiada: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Mt 27, 46); y, por otro, las palabras de la entrega confiada: “en tus manos pongo mi vida” (Lc 23, 46).
Por parte de Dios, la resurrección fue la respuesta: es la respuesta. Gracias a la fidelidad de Jesús, paradójicamente para nosotros resulta más fácil de comprender: lo que para él fue una dura conquista, nosotros podemos acogerlo ya en la claridad de la fe . Y también, sacar las consecuencias teológicas. Por un lado, el carácter trascendente de la resurrección no permite esperar “milagros” divinos, sino que convoca a la praxis histórica, colaborando con Dios en su lucha contra el mal : es el único encargo —el “mandamiento nuevo”— que nos deja Cristo. Pero, por otro, su carácter real y definitivo es lo único que nos permite responder a la terrible pregunta por las víctimas, que, muertas, nada pueden esperar de soluciones desde la historia : sólo la resurrección puede ofrecer una salida a “la nostalgia de que el verdugo no triunfe definitivamente sobre su víctima”.
Basta con pensar en la importancia de este tema en la teología de la liberación y en su repercusión en el diálogo con la teoría crítica, de Horkheimer a Habermas, para percatarse de la importancia de esta consecuencia.
2. El segundo aspecto —la vida eterna— enlaza con este. Quien resucita es el Crucificado: su vida, la vida últimamente real y auténtica, no es rota por el terrible trauma de la muerte, sino que es acogida y potenciada —glorificada— por el Dios que resucita a los muertos. No se trata de una vida distinta y superpuesta, sino de su única vida, ahora revelada en la hondura de sus latencias y realizada en la plenitud de sus potencias (para usar la terminología de Ernst Bloch). La resurrección ni es una “segunda” vida ni una simple “prolongación” de la presente (lo cual, como muchos han visto, sería un verdadero horror, un auténtico infierno), sino el florecimiento pleno de esta vida, gracias al amor poderoso de Dios.
Es importante insistir en esto, pues incluso algunos teólogos caen aquí en una interpretación reductora, arguyendo que la resurrección implicaría una devaluación de la vida terrena. Todo lo contrario, bien entendida, supone su máxima potenciación. La Escritura misma lo ve, sobre todo en el Cuarto Evangelio, hablando de vida eterna. Una vida que ya ahora, reconociéndose radicada de manera irrompible en el mismo ser divino, confiere un valor literalmente infinito a todo su ser y a todos sus logros: “ni siquiera un vaso de agua quedará sin recompensa” (cf. Mc 9,41; Mt 10, 42).
Por eso la esperanza de la resurrección no significa una escapada al más allá, sino una radical remisión al más acá, al cultivo auténtico de la vida y al compromiso del trabajo en la historia . Fue lo que, frente al abuso de los “entusiastas” —que creyéndose ya resucitados despreciaban esta vida, sea en la renuncia ascética, sea en el abuso libertino—, comprendió la primera comunidad cristiana. Tal fue con seguridad el motivo principal por el que se escribieron los evangelios: recordar el que el Resucitado es el Crucificado, que su resurrección se gestó en su vida de amor, fidelidad y entrega. La vida eterna, la que se encontrará a sí misma plenamente realizada en la resurrección, es la misma que, igual que Cristo, se vive aquí y ahora en toda radicalidad, la que se gesta en el seguimiento. Por eso se retomó, como modelo y llamada, la concreción de su vida histórica: viviendo como él, resucitaremos como él.
4.3 Jesús, “el primogénito de los difuntos ”
Y queda la tercera pregunta: qué nos es dado esperar desde la fe en la resurrección. En realidad, ya queda dicho lo fundamental. Pero hay dos puntos que importa subrayar, pues la problemática tradicional suele dejarlos demasiado en la sombra. También en esta tercera pregunta sigue siendo Jesús el modelo para adentrarse en la respuesta.
En primer punto se refiere a él mismo. Hablar de Jesús como primogénito de los difuntos, en lugar de primogénito de los “muertos ”, puede sonar de entrada un tanto extraño, incluso fuerte. A pesar de que las palabras son sinónimas, el hábito apaga la radicalidad del significado en la primera, mientras que la variación puede avivarla en la segunda. Porque se trata de percibir que, efectivamente, Jesús, el Cristo, cumple la perfecta definición cristiana de un difunto: alguien que ha muerto biológicamente, pero que en la identidad radical de su ser vive plenamente en Dios. Lo cual nos lleva a la cuestión descuidada, no tanto en la práctica cuanto en la teoría teológica, de nuestra relación actual con él.
Su desaparición de la visibilidad mundana pone esa relación en una situación peculiar. No es como la que mantenían los discípulos, que podían verle, oírle y tocarle. Pero tampoco puede reducirse al mero recuerdo de un personaje histórico, ni a verlo como una figura imaginaria. La resurrección dice que Cristo está vivo hoy y que por tanto la suya es una presencia real, con la que sólo tiene sentido una relación actual. No le vemos, pero él nos ve; no le tocamos, pero le sabemos presente, afectando nuestras vidas y afectado por ellas. Por eso podemos hablar con él en la oración y colaborar con él en el amor y el servicio: “a mí me lo hacéis”. En este sentido, el recuerdo, cuidando de que no quede reducido a mero recuerdo, puede ayudar como mediación imaginativa para la presencia. Según el tópico kantiano: la presencia “llena” el recuerdo, que sin él pudiera parecer “ciega”.
No es una relación fácil, porque rompe los esquemas ordinarios de las relaciones humanas; pero es viva y eficaz, como muestra toda la historia de la vida cristiana. Problema importante, que preocupó de manera intensa a nuestros místicos clásicos[3], pero que sin duda debiera recibir una atención más expresa por parte de la teología actual.
Esto nos lleva al segundo punto: la relación con los difuntos. La visión que hemos tratado de elaborar muestra con toda claridad que lo decisivo para su comprensión es que encuentra su modelo fundante en la relación que tenemos con Jesús, el Cristo. Y eso significa que también con ellos existe una relación de presencia real y actual, de comunión e intercambio. A eso apunta el misterio, precioso, de la comunión de los santos —de todos, no sólo los que están en los altares. Un misterio que también precisa ser pensado teológicamente, para evitar deformaciones —por ejemplo, la de utilizarlos como “intercesores”, como si ellos nos fuesen más cercanos o favorables que Dios o Dios necesitase ser “convencido” por ellos— y, sobre todo, para situarlo en su verdadera fecundidad: como ánimo y compañía, como la presencia de múltiples espejos donde se refleja la infinita riqueza de los atributos divinos, como solidaridad con ellos en la historia.
Un caso de especial importancia es el repensamiento de la liturgia funeraria, muchas veces tan terriblemente deformada, y aun comercializada a causa de su instrumentalización como “sufragio”, cual si Dios necesitase que lo aplacásemos para que sea “piadoso” con los difuntos. Por fortuna, en Jesús, sobre todo en la celebración de la Eucaristía, tenemos el modelo luminoso. Igual que en su caso, salvada claro está el carácter específico y único de su ser, también respecto de ellos lo que ante todo hacemos es “celebrar su muerte y resurrección”: como acción de gracias al Dios de la vida, como ejercicio comunitario y especialmente intenso de la comunión viva y actual, como solidaridad con el dolor de los allegados, como ánimo para la vida y, de manera muy especial, como alimento de nuestra fe —siempre precaria, siempre amenazada— en la resurrección.
Hay incluso un aspecto que permite recuperar, ahora sin deformaciones, nuestra solidaridad efectiva con ellos. Toda muerte es una interrupción y por eso todo difunto deja inacabamientos en la tierra: sean positivos, de obras emprendidas y no terminadas, de iniciativas que esperan continuidad; sean negativos, de daños hechos y no reparados, de deudas no saldadas. Pues bien, aquí sí que puede existir un verdadero “ayudar” a los difuntos: prolongando con amor su obra auténtica o reparando en lo posible aquello que de defectuoso y negativo hayan dejado tras de sí.
Como se ve, hay aquí una riqueza enorme, que podría hacer de la celebración cristiana de la muerte una honda celebración de la Vida y una fuente extraordinaria de esperanza
7. Consideración final
Al comienzo de la obra, valiéndome de unas palabras de Spinoza, rogaba al lector que esperase al final para hacerse un juicio sobre la misma. Ha llegado el momento, y en ese sentido quisiera hacer algunas advertencias importantes. Pienso sobre todo en aquellos lectores o lectoras que, tal vez poco habituados a los resultados de la exégesis crítica y de la hermenéutica teológica, hayan podido quedar inquietos o desconcertados ante ciertos resultados de los aquí propuestos.
La primera es recordar una vez más que se trata de un trabajo teológico, que, por lo tanto, se ofrece siempre con un confesado exponente de propuesta hipotética. El cantus firmus de la fe se difracta en variaciones que intentan expresarlo lo mejor posible, pero que no pueden pretender identificarse con él; conscientes incluso de que algunas veces pudieran deformarlo. Con distintos grados, claro está: por eso más de una vez he distinguido de manera expresa lo que me parecía común, o prácticamente común, y lo que era propuesta más minoritaria o novedosa. En todo caso, la presentación se ha hecho siempre exponiendo las razones en las que se apoyaba, ofreciéndose así al diálogo , abierta a la crítica e incluso a la posible refutación —siempre, naturalmente, que se haga también con razones— y desde luego, dispuesta a la colaboración en la búsqueda conjunta de la verdad
Lo que así ha resultado es una visión global. El propósito, por tanto, no se ha reducido a la exposición aislada de puntos concretos, sino, como insinúa el título, a un repensamiento del conjunto. Como tal ha de considerarse, tratando de interpretar cada parte a la luz de la totalidad y dentro de la perspectiva global adoptada. Una perspectiva que, como reiteradamente se ha puesto de manifiesto, quiere tomar muy en serio el cambio de paradigma cultural introducido por la Modernidad —lo que en modo alguno significa someterse acríticamente a él— y que se ha esforzado por mantener con claridad y rigor la consecuencia de los supuestos adoptados. Todo resulta así discutible; pero, por lo mismo, todo tiene también derecho a ser entendido en su marco propio y en su intencionalidad específica
Soy muy consciente, y lo he avisado desde el principio, de que, si esto no se tiene en cuenta, el libro puede dar la impresión de una teología demasiado “idiosincrásica”, como dirían los anglosajones, o incluso de un apartarse del camino común en algunos puntos importantes. Pero también es cierto que, cuando se capta bien la perspectiva adoptada y el marco intelectual dentro del que se coloca, todo, o casi todo, adquiere una clara coherencia y una fuerza espontánea de convicción. Esa, aparte de mi propia experiencia, es al menos la impresión de muchas personas que han acompañado esta reflexión y de aquellas que, honrándome con su amistad, han leído el manuscrito. Al lector corresponde decidir, libre y críticamente, cuál de los dos campos le parece el más justo y acertado.
A esto ha de unirse una observación de hondo calado hermenéutico y que cada vez juzgo más importante. Pudiera parecer —y alguna vez se me ha achacado— que este tipo de tratamiento sigue demasiado el cliché de la crítica racionalista. Nada más lejos no sólo de mi intención, sino también de la realidad. La crítica racionalista, situándose fuera del trabajo propiamente teológico, tiende a identificar fe y teología; de suerte que, al detectar los fallos o la inadecuación cultural de ésta, cree estar descalificando aquella. En cambio, lo que aquí se ha pretendido es una consideración desde dentro, que, distinguiendo con cuidado entre fe y teología, busca ciertamente el máximo rigor posible en la crítica de los conceptos teológicos, pero con el preciso propósito de lograr una mejor, más significativa y más actualizada comprensión y vivencia de la fe
Se comprenderá mejor lo que intento decir, aludiendo a un problema más general, e incluso tal vez más hondo, de la relación entre la teología y la filosofía. Hace ya bastante tiempo lo he señalado hablando de la contraposición entre el “síndrome Morel ” y el “síndrome Galot ” (tomando, naturalmente, las expresiones en sentido objetivo, sin pretender en modo alguno entrar en juicios personales)[4]. Ambos señalan dos posibilidades en cierta manera extremas, que hacen imposible una verdadera interfecundación
Georges Morel, desde el costado filosófico, ha confrontado una filosofía exquisitamente cultivada con una teología tradicional simplemente recibida y prácticamente aceptada como tal. El resultado fue la percepción de una incompatibilidad cultural que acabó llevándole al abandono del cristianismo: tal como interpretaba teológicamente algunos puntos fundamentales de la fe, le resultaron incomprensibles e inaceptables[5].
Jean Galot, por su parte, desde el costado teológico, ha orientado su dedicación a la teología sin una verdadera preocupación de actualización cultural y filosófica. El resultado fue una desconfianza exacerbada ante toda renovación, viendo herejías en (casi) cualquier intento de verdadera actualización[6].
Aunque resulta siempre osado emitir un juicio sobre problemas de este calibre, me atrevo a pensar que en ambos casos ha habido el mismo fallo de enfoque[7]. Han partido de una especie de “sacralización” de los conceptos teológicos recibidos, como si fuesen inamovibles y de ellos dependiese absolutamente la fe . No tuvieron en cuenta, al menos en medida suficiente, ni la maior dissimilitudo del Lateranense IV (cuando hablamos de Dios la desemejanza entre nuestros conceptos y su realidad es mayor que la desemejanza) ni el principio tomasiano de que “el término del acto de fe no es el concepto, sino la cosa misma” (actus autem credentis non terminatur ad enuntiabile sed ad rem: 2-2, q. 1. a. 2. ad 2).
Los conceptos teológicos son constructos que, sin dejar de ser verdaderos, no lo son nunca de manera adecuada, y por eso precisan estar en continua revisión, sobre todo cuando los cambios culturales dejan al descubierto su inadecuación especialmente fuerte en un nuevo contexto. Pero, si se los sacraliza, en lugar de poner los recursos filosóficos al servicio de su renovación y transformación, se propende o bien a abandonarlos (caso de Morel) o bien a fosilizarlos, sin posibilidad de actualización (caso de Galot). La realidad es que personalmente tengo la impresión de que en ambos casos se pierde toda oportunidad de renovación teológica.
No estoy seguro, desde luego, de lo acertado del diagnóstico. Pero al menos, aun en caso de que esté equivocado, sirve para expresar la intención de esta obra: en su modesta medida trata de poner sus modestísimos conocimientos filosóficos al servicio de la fe en la resurrección mediante el “repensamiento” de los conceptos teológicos en que se expresa. Ese servicio representa, en definitiva, la finalidad última de la teología y constituye por lo mismo un criterio decisivo de su acierto o desacierto. Ha sido una preocupación de la obra, y a la hora de emitir un juicio conviene que el lector lo tenga en cuenta, examinando si la visión así adquirida ayuda a hacer que la fe en la resurrección resulte hoy algo más culturalmente significativa y más religiosamente vivenciable.
[1] A esta preocupación alude también W. Pannenberg, cuando afirma: “Después de que se ha descrito así de manera provisional la realidad (Sachverhalt) fundamental que tiene por contenido el anuncio cristiano de la resurrección, pueden ser tratados los problemas vinculados con ella y que precisan de mayor clarificación” (Systematische Theologie 2, Göttingen 1991, 387).
[2] Me refiero al cap. V de mi libro Repensar la Cristología, 157-178, que había sido adelantado en Recuperar la experiencia de la resurrección: Sal Terrae 70 (1982) 196-208. Naturalmente, el tiempo transcurrido desde la primera redacción no ha pasado en vano: ahora he introducido algunas modificaciones significativas. Pero, en definitiva, puedo afirmar que esta obra cumple lo allí anunciado.
[3] Cf. S. Castro, La experiencia de Jesucristo, foco central de la mística, en F. Ruiz (ed.), Experiencia y pensamiento en san Juan de la Cruz, Madrid 1990, 169-193; J. Martín Velasco, El fenómeno místico. Estudio comparado, Madrid 1999, 220-231, con la bibl. fundamental.
[4] Cf. A. Torres Queiruga, Problemática actual en torno a la encarnación: Communio 1 (1979), 45-65; también en Repensar la Cristología, 229-235; cf 70-72. 132.
[5] En La revelación de Dios en la realización del hombre, cit., 316-317 (orig. gall., 273-275), trato de mostrarlo en un ejemplo concreto.
[6] En su artículo La filiation divine du Christ. Foi et interprétation: Greg 58 (1977) 239-275, en p. 257, descalifica como negando la divinidad de Cristo no sólo a la teología holandesa (de entonces), sino también a autores como J. I. González Faus, J. Sobrino y X. Pikaza; llega incluso a aplicar la sospecha a O. González de Cardedal.
[7] Merecería también la pena estudiar el caso, muy distinto, de Hans Urs von Balthasar. Su preocupación y su estudio fueron fundamentalmente teológicos, sólo que en su caso, acompañados de una enorme y reconocida competencia filosófica. Pero, a pesar del respeto que impone su obra, no puedo evitar la sospecha de que, de manera creciente, fue dando cada vez más por supuesta e indiscutible la validez de la teología tal como estaba formulada; de suerte que, en lugar de aplicar su genio a renovarla, propendió a poner su enorme saber filosófico a apuntalarla e inmunizarla frente a los desafíos de la historia. Eso explicaría su progresivo talante apologético y su oposición, por veces claramente injusta, a importantes y muy responsables intentos de renovación teológica.
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