“Del miedo a la paz”, por Gema Juan, OCD
Anochece, las puertas están cerradas y el miedo es señor de la casa. La desazón de la incertidumbre y el desánimo de no saber si todo el camino recorrido ha servido para algo. La sombra de la culpa, como un presentimiento o una losa, sobrevolando la habitación. Ese es el paisaje en el que se encuentran los amigos de Jesús, después de su muerte.
La experiencia de los discípulos está tan cerca de la que, tantas veces, atraviesa la vida humana, que las palabras del evangelista Juan parecen escritas fuera del tiempo, escritas para todos los tiempos. El miedo, la inquietud y el desaliento siguen preguntando si hay respuesta y salida. Y la fe busca continuamente; espera, tenaz y atrevida, que Jesús siga vivo.
Cada vez que unos muros frenan la esperanza y el miedo ciega la fe, el evangelio repite, con toda su fuerza: «¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?… Paz». Y recuerda que «se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: La paz esté con vosotros». Recuerda que Jesús sigue dando la paz.
De alguna manera, los discípulos sentían que algo se había roto y que Dios había fallado en su promesa de que jamás les iba a abandonar. Juan de la Cruz expresa vivamente esa experiencia, que visita la existencia humana cuando menos se espera y por los caminos más diversos. Y lo decía así:
«Lo que esta doliente alma aquí más siente, es parecerle claro que Dios la ha desechado y, aborreciéndola, arrojado en las tinieblas, que para ella es grave y lastimera pena creer que la ha dejado Dios».
Es el cerco de una soledad profunda y de un sinsentido porque se experimenta que los cimientos de la propia vida se remueven bajo los pies. «¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido?» —dirá Juan al iniciar su Cántico Espiritual. ¿Adónde se han ido la luz y la paz?
Juan es poeta y místico por su calado humano, porque ha vivido, porque ha sentido, porque sabe por propia experiencia qué es gemir y andar dolorido y cegado. Y así, dice pronto: «En este sepulcro de oscura muerte la conviene estar [a la persona] para la espiritual resurrección que espera».
Dedicará muchas de sus páginas a acompañar la estancia en el sepulcro, para que no se pierda la esperanza ni el miedo haga estragos, tapiando definitivamente la vida. Porque ese «primer día de la semana, al anochecer», ese momento de puertas cerradas, puede prolongarse y es necesario seguir esperando al que puede traer la paz.
Juan hablará de la visita del Señor. Cierta y segura. Y no dirá que tira abajo las puertas y deshace en un instante los dolores. Hablará de una visita que se hace presente desde el interior del ser. De una presencia que aflora, como «el silbo de los aires amorosos, [como] música callada». Lenta y silenciosa pero segura e indestructible.
Dirá: «Siente el alma cierta compañía y fuerza en su interior, que la acompaña y esfuerza tanto», que empieza a abrir sus puertas. Una presencia suave y oscura, que irá iluminando todo. Así visita el Resucitado y da su paz porque se comunica a sí mismo. «Muy poco a poco» –dirá Juan– porque «se hace al paso del alma».
Esa compañía va transformando la vida y renueva las fuerzas. Solo pide la confianza, el abandono en los brazos del Amor: «Venirse a poner en las manos del que la hirió, para que, despenándola, la acabe ya de matar con la fuerza del amor». No porque Dios haya sido el causante de la pena, sino porque Él es el que aguarda, desde siempre, en el corazón humano, como herida de amor capaz de sanar a la persona entera.
Por eso, Juan dice que del «amor, cuya propiedad es echar fuera todo temor, nace la paz del alma». Y Jesús, que es la presencia viva del amor de Dios hace la paz, disuelve los miedos, abre las puertas y restablece la confianza.
Cuando Jesús dice: «Paz a vosotros», comunica que lo que el Padre ha hecho en Él, quiere hacerlo en todos. Dios quiere dar vida sin medida y sin excepción, quiere resucitar a todos.
Dios devuelve a la persona la luz y la anchura, la paz y la fuerza de vivir, regalándose a sí mismo por completo. De tal modo, que Juan escribirá que está «Dios aquí tan solicito en regalarla con tan preciosas y delicadas y encarecidas palabras, y de engrandecerla con unas y otras mercedes, que le parece al alma que no tiene Él otra en el mundo a quien regalar, ni otra cosa en que se emplear, sino que todo Él es para ella sola».
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