“Dios sí sale de su armario”, por Carlos Osma
Es posible que me equivoque pero creo que todo cristiano ha tenido alguna vez la sensación de haber aprehendido algo sobre Dios que hasta ese momento le resultaba totalmente desconocido. Ya se que la afirmación es algo osada, pero hay veces que uno tiene la experiencia de que el Dios trascendente se le revela de una forma nueva. Quizás la clave de todo sea una experiencia personal que nos ha permitido madurar para ver con más claridad lo que siempre ha sido evidente. Pero no podemos descartar, los que aún pensamos que Dios está presente en el mundo, que Él viene a nosotros cada día para darse a conocer y ayudarnos a entender que significa realmente ser un ser humano.
No siempre la experiencia previa a esa revelación es fácil, de hecho en multitud de ocasiones uno vive una especie de desierto personal hasta llegar a ella. Tampoco estoy diciendo que nuestro Dios necesite que suframos un poco para comprenderle, pero si tengo que ser sincero, veo que muy pocos creyentes estamos acostumbrados a plantearnos de que estamos hablando cuando utilizamos la palabra Dios, a menos que las circunstancias nos obliguen a ello. Mientras podamos evitar los interrogantes, ¿para qué necesitamos complicarnos la vida haciéndonos preguntas?
Nos produce más tranquilidad un Dios armarizado, enjaulado en nuestras precomprensiones y experiencias anteriores. Un Dios que no haga saltar por los aires la seguridad en la que vivimos. Pero si al final, nuestro Dios irreverente se decide a salir de su confinamiento, trataremos de volver a encerrarlo en otro armario más bonito y más grande donde tenga algo más de espacio para dejarnos tranquilos. Vivir la experiencia de un Dios diverso, queer, nuevo, distinto, es demasiado desestabilizadora para que deseemos mantenerla mucho tiempo.
Sabemos claramente que la salida del armario de Dios en el cristianismo se llama Jesús de Nazaret. En él, Dios rompió los esquemas de la religiosidad basada en las estructuras, en la Ley y en las costumbres, para mostrarnos que lo realmente irrenunciable, lo de verdad esencial, es el respeto al ser humano y a su creación. Dios no quería estar encerrado en aquel Templo de Jerusalén, en aquella cárcel político-religiosa, quería aproximarse a la especificidad de cada ser humano, a cada circunstancia concreta, para convertirse en liberación. Él quiso que en el seguimiento de Jesús, cada persona saliera del armario de las infinitas represiones que la agobiaban, para vivir una vida en libertad y fraternidad.
Es evidente que a ese mismo Jesús, se le ha vuelto a encerrar en lugares respetables. Y desde allí se justifica como deben ser y comportarse quienes han decidido seguirle. Se pretende que los cristianos se conviertan en esclavos del “Reino de Dios” y se olviden de sí mismos, de su manera de sentir, de pensar, de entenderse a ellos y a su entorno, para quedar atrapados en el mismo armario sagrado y decente donde está Dios. De nuevo, lo importante vuelve a ser la estructura, la ley y las costumbres. Y lo último las personas, y las relaciones de amor entre ellas.
Sin embargo, las experiencias que vivimos a menudo nos dicen también que Dios sale constantemente de ese armario, de esa camisa de fuerza, para aproximarse a nuestra realidad. La divinidad no permanece constante, fija, homogénea, no se deja encerrar para siempre, y se hace presente en las relaciones que tenemos con los otros, siempre y cuando no queramos anularles, sino respetarles como imagen de Dios.
Dios parece darnos siempre otra oportunidad para conocerle, quizás lejos de esos lugares donde siempre habíamos pensado que habitaba, y cerca de un mundo cambiante y complejo. Sólo lejos de lo que se espera de Dios, Él viene a traernos una vida nueva, un sentido nuevo para la existencia, una nueva manera de comprender su creación. Sólo lejos de nuestras seguridades, se hace presente de otra manera, sólo fuera de su armario, Dios puede estar con nosotros.
La revelación, no sólo muestra a un Dios diferente al que hasta ese momento habíamos seguido, sino que permite que nos percibamos también nosotros de una manera distinta. Digamos que la revelación, si de verdad tiene lugar, nos transforma irremediablemente. Y cuanto más profunda es esa revelación, más profundo es el cambio que tiene lugar en nosotros. Porque no sólo tenemos una imagen determinada de Dios, sino también de nosotros mismos, y ambas son igual de inestables.
No existen maneras definitivas de entender a Dios, y de entendernos nosotros, sólo hay formas temporales para hacerlo. Toda definición sobre quienes somos, puede ser útil porque nos da estabilidad, identidad, conocimiento sobre quienes somos. Pero al mismo tiempo es peligrosa si la entendemos de manera estática, o la utilizamos contra los demás para alejarnos de ellos. Ninguna revelación de Dios nos aleja del prójimo, y probablemente es imposible que se den fuera de él. Las definiciones, las percepciones, las reflexiones sobre Dios, sobre el ser humano y sobre nosotros mismos siempre deberían quedar abiertas, evitando convertirse en una prisión en la que esta vez nosotros mismos queramos encerrarnos.
Así que tengamos cuidado con todo aquello que nos puede haber liberado, cuidado con convertirlo en un fin en sí mismo, en un punto de llegada. Cuidado con sus defensores, si es que no se han dado cuenta de que más allá de esta liberación nos queda otra, porque no hay ninguna liberación que al ser divinizada, al final no haya puesto a quienes pretendía liberar a su servicio. Hemos sido liberados, pero no de manera definitiva, ni completa. Por eso estamos a la espera de que Dios mismo vuelva a salir de nuestro armario, para hacernos una vez más salir con Él.
Carlos Osma
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