Que cada uno se “administre” como pueda o quiera, pero este texto que nos ha llegado vía Near Gay, demuestra el daño que puede hacer la homofobia internalizada. La obsesión de los homófobos por “castrarnos” es enfermiza, pero que encima haya homosexuales que se dejen…
“Nunca diré de mí mismo que soy un hombre gay, porque sé que debo “reconocer y aceptar” humildemente la naturaleza sexual que Dios me dio: soy un hombre hecho para la mujer. Y no hablo de mí mismo como célibe porque no he hecho voto de no casarme nunca, que es lo que hace una persona célibe.”
Últimamente se ha prestado mucha atención, tanto en medios laicos como cristianos, a quienes se denominan a sí mismos “cristianos gay célibes”. Como hombre atraído por otros hombres y comprometido con la doctrina tradicional de la Iglesia sobre la sexualidad humana, encuentro extraños los conceptos de “gay” y “célibe”. De hecho, en el contexto en el que se enmarca la virtud de la castidad, ninguno de ellos tiene sentido.
El don de las virtudes puede resumirse en las palabras de Cristo: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”. “El hombre cristiano”, dice Gaudium et Spes, se conforma “con la imagen del Hijo, que es el Primogénito entre muchos hermanos… [Cristo] manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” y es “el hombre perfecto” (n. 22). Su vida es paradigma para el hombre y las virtudes son el patrón según el cual vivió Cristo, el hombre perfecto.
Los mandamientos no son unos arbitrarios “haz esto y no hagas aquello”. Más bien son la forma en la que el hombre viviría naturalmente si supiese lo que realmente es. Quienes tienen virtud vivirán espontáneamente según los mandamientos. No las perciben como imposiciones que nos niegan el placer, sino como salvaguardas para evitar que nos hagamos daño a nosotros mismos y a los demás. Así fue el caso de Cristo.
Pese a lo que la mayoría de la gente pueda pensar, la virtud de la castidad, como todas las virtudes, no se refiere principalmente a lo que podemos o no podemos hacer. Más bien, la castidad es la virtud que nos ayuda a ver las cosas verdadera y objetivamente -las cosas como realmente son- en el ámbito de la sexualidad. Esta claridad de visión es necesaria para la verdadera libertad humana y para el verdadero bienestar del hombre. Es la castidad la que nos da la libertad de ordenar nuestros apetitos sexuales y por tanto de tomar decisiones en consonancia con la realidad. Cristo vivió como un hombre casto, no porque siguiese cada punto y cada coma de la ley (lo cual, por supuesto, hizo), sino más bien porque vivió de acuerdo con la verdad de lo que significa ser un hombre hecho a imagen y semejanza de Dios. Como Cristo, un hombre que verdaderamente sabe quién es llevará naturalmente una vida de castidad.
Si aplicamos esto a la homosexualidad, la razón por la cual no debo tener una relación con un hombre no se basa en un capricho arbitrario de Dios. Es inmoral porque es irracional que los seres humanos vivan así, dado el tipo de criatura que son los seres humanos.
Digámoslo de forma más sencilla: la razón por la cual es inmoral para mí vivir según mis deseos e inclinaciones subjetivas es precisamente que no soy, en realidad, un gay.
Ni lo es hombre alguno.
He escrito a menudo sobre las razones por las que rechazo la palabra gay para describirme, y por qué creo que es un error que alguien reivindique esa etiqueta. La cuestión nuclear es antropológica: ¿quién es hombre? ¿Es el hombre un tipo de criatura que puede describirse con propiedad como “gay”?
La razón fundamental por la que rechazo el término “gay”, sin embargo, es la humildad ante mi Creador. En la segunda lectura de la misa del domingo pasado escuchamos las palabras de San Pablo: “¿Es que no sabéis que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?” (I Cor 6, 19).
Ese “no os pertenecéis” es básico en esta cuestión. Esto evoca las palabras del Papa Benedicto XVI hablando ante el Bundestag alemán en 2011, cuando dijo: “El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana”.
¿Por qué entonces debería denominarme a mí mismo como gay, sólo porque encuentro a los hombres sexualmente atractivos? Está en oposición a la forma en la que Dios me hizo y a la naturaleza que me dio. Independientemente de lo que mis sentimientos puedan decirme, mi cuerpo me revela la verdad de que no soy gay, sino más bien un hombre hecho para una mujer.
El Catecismo es claro sobre nuestra identidad sexual: “Corresponde a cada uno, hombre o mujer, reconocer y aceptar su identidad sexual. La diferencia y la complementariedad físicas, morales y espirituales están orientadas a los bienes del matrimonio y al desarrollo de la vida familiar. La armonía de la pareja humana y de la sociedad depende en parte de la manera en que son vividas entre los sexos la complementariedad, la necesidad y el apoyo mutuos” (n. 2333).
Aceptarme a mí mismo como verdaderamente soy me obliga a rechazar la idea de que tengo una identidad sexual distinta de ser un hombre hecho para las mujeres. Reconocer esta verdad sobre quién soy como criatura sexual es fundamental para la virtud de la castidad. Sin embargo, cuando esto se aplica a la homosexualidad, muchos parecen creer que la continencia sexual es el signo distintivo de la castidad. Pero no es así. En la vida de cualquier persona soltera, la continencia es un signo necesario de castidad, pero no expresa la plenitud y la amplitud de esa virtud. La castidad es mucho más que lo que hacemos o dejamos de hacer con nuestros órganos sexuales. El Catecismo nos dice que “la castidad significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual” (n. 2337).
Vivimos una época en la que la unidad del hombre en su ser corporal y espiritual es vista como pasada de moda y obsoleta. “El género está entre tus orejas, no entre tus piernas”, dijo Chastity (Chaz) Bono, hija de Sonny y Cher, en el programa Good Morning, Americatras comenzar su proceso quirúrgico de cambio de sexo.
La idea de que el género y la sexualidad residen en la mente, o pueden ser elegidos a voluntad, se opone al bienestar humano y a la verdadera naturaleza del hombre. Sabiamente, la Iglesia nos ofrece el antídoto contra esa perspectiva por medio de la virtud de la castidad. La Iglesia no habla de género, sino de dos sexos con dos correspondientes identidades sexuales. Lo que nos señala nuestra verdadera identidad sexual es la hermosa diferenciación del cuerpo. Por esa razón agradezco las sabias palabras escritas en 1986 por el entonces cardenal Joseph Ratzinger, cuando dijo que “hoy, la Iglesia propone un contexto muy necesario para el respeto a la persona humana cuando rechaza considerar a la persona como heterosexual u homosexual, e insiste en que toda persona tiene una identidad fundamental: ser criatura de Dios y, por la gracia, hijo suyo y destinado a la vida eterna”.
Esta verdad sobre mi identidad sexual es la razón por la cual también rechazo denominarme célibe. Aunque vivo una vida de soltero, no soy diferente al resto de mis amigos solteros que todavía no se han casado. Ellos no se definen a sí mismos como célibes, así que yo tampoco tengo por qué hacerlo. Ellos y yo somos solteros. Tampoco formo parte de una “minoría sexual”, como algunos dirían de hombres como yo. Yo soy un hombre, como lo era Adán, como lo era Cristo, como lo son el resto de mis amigos varones.
Como sabiamente dijo en 1986 la Carta sobre la Atención a las Personas Homosexuales de la Congregación para la Doctrina de la Fe, “cualquier persona que viva sobre la faz de la tierra tiene problemas y dificultades personales, pero también tiene oportunidades de crecimiento, recursos, talentos y dones propios” (n. 16). Una de mis dificultades es que sufro la privación del bien de ver a las mujeres como sexualmente deseables, pero ese hecho no me convierte en una especie de hombre distinta a la del resto de hombres del mundo que me rodean. La virtud de la castidad me enseña esta verdad.
Por tanto, pienso que la expresión “gay célibe” rechaza la verdadera naturaleza de aquel a quien Dios hizo hombre en el jardín del Edén. Nunca diré de mí mismo que soy un hombre gay, porque sé que debo “reconocer y aceptar” humildemente la naturaleza sexual que Dios me dio: soy un hombre hecho para la mujer. Y no hablo de mí mismo como célibe porque no he hecho voto de no casarme nunca, que es lo que hace una persona célibe. Aunque creo muy improbable que llegue a casarme, mi naturaleza como hombre y mi humildad ante la dirección de Dios en mi vida deben mantenerme abierto a la posibilidad de que Dios dirija mis pasos hacia la unión en matrimonio con una mujer.
En mi opinión, definirme como “gay célibe” me parece un acto de rebelión contra la forma en la que Dios me dio el ser. Si me defino como “gay”, rechazo mi verdadera identidad sexual, y el tipo de criatura emocional, física y fisiológica que Dios me hizo ser. Definirme “célibe” cuando no he hecho votos de celibato parece un rechazo obstinado a la potencial voluntad de Dios en mi vida, de que Él pueda desear traer hasta mí una mujer con la que pueda realizar mi complementariedad sexual. Sería arrogante cerrar la puerta a la posibilidad de que Dios me llame al matrimonio por el hecho de que mi identificación como “hombre gay” me obligase a vivir una vida de celibato. Eso no tiene sentido.
El concepto de “gay célibe” proviene de una visión empobrecida y confusa sobre la castidad. La castidad no es lo mismo que la continencia sexual, ni se define por el celibato. La castidad consiste en vivir de acuerdo con la verdad de las cosas y de que Dios nos hizo criaturas sexuales. Consiste en vivir la vida con una relación correcta con la realidad, donde vemos nuestra sexualidad a través de “la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual”. Mi cuerpo es una brújula más fiable que mis sentimientos, y siempre indica mi verdadera identidad sexual. Como mi padre, sabiamente, me dijo cuando era niño, “los sentimientos son importantes, pero no siempre nos dicen la verdad”.
Por encima de todo, la castidad consiste en la naturaleza real de las cosas. No tengo que escoger una identidad sexual. Las identidades sexuales no son cosas que puedan elegirse, porque no somos nuestros dueños. Tenemos identidades sexuales dadas por Dios. Podemos aceptar esa verdad y vivir una vida basada en la realidad. Y podemos rechazar esa verdad. Pero si lo hacemos ¿cómo podremos nunca vivir una vida plenamente casta?
Artículo publicado originalmente en Crisis Magazine.
Traducción de ReL.
[Daniel Mattson es una de las tres personas católicas, dos hombres y una mujer, que prestan testimonio sobre su atracción por el mismo sexo en la película El deseo de los collados eternos.]
General, Homofobia/ Transfobia., Iglesia Católica
Benedicto XVI, Catecismo de la Iglesia Católica, Celibato, Daniel Mattson, Homofobia internalizada, Homosexualidad, “cristianos gay célibes”
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