No a nosotros mismos. Que vivan las cadenas y la “marica advenediza”
Un buen artículo que hemos leído en Cáscara Amarga:
Una de las preguntas más frecuentes que formula una persona lesbiana, gay, bisexual o transexual que se considera, en mayor o menor medida, ideológicamente de izquierdas cuando se enfrenta con un igual cuyas ideas políticas pueden enmarcarse en lo que consideramos habitualmente derecha es el clásico “¿cómo puedes ser lesbiana, gay, bisexual o transexual y ser votante de partidos conservadores?”. La cuestión, que suele considerarse ya como un tópico de humor, vuelve a nuestro pensamiento a través de nuestras pantallas porque la semana pasada, en el desfile carnavalesco de concursantes de ese programa inverosímil que es ¿Quién quiere casarse con mi hijo?, nos encontramos con el caso de Sandro, visiblemente gay y que afirma posicionarse ideológicamente de derechas, además de declararse monárquico. Este hecho, que habitualmente suele calificarse casi como una traición a la patria, creo que requiere de una reflexión, no tanto ya de si las personas no heterosexuales deben militar activamente sólo en partidos de izquierda –ya me gustaría a mí–, sino sobre cómo cada persona se enfrenta individualmente a su propia exclusión por el hecho de no encajar en la norma heterosexual.
Queramos o no, lesbianas, gais, bisexuales y transexuales hemos sido asimilados en Occidente a la cultura heterosexual, más que posiblemente porque nuestra propia identidad como heterodoxos sexuales y del género está derivada de una determinada concepción de la sexualidad propia de nuestro entorno heteronormativo. Las construcciones clásicas que dividen el activismo en asimilacionista, aquel que pretende que las cualidades sexuales y de género de cada persona no supongan ninguna diferenciación, o comunitarista, que persigue la igualdad sin olvidar la particularidad específica de nuestra distinción; han perdido ya buena parte de su sentido, aunque deban seguir teniéndose muy en cuenta como un sustrato del que partir, ya que a nosotros y nosotras se nos empiezan a reconocer una serie de derechos, legislándose incluso algunas acciones afirmativas –que es como debe traducirse lo que tan mal se convierte, interesadamente, en “discriminación positiva”–, que nos equiparan poco a poco a las personas cuya sexualidad no se aparta de la norma. Pero en este proceso de asimilarnos es preciso detenernos a pensar cómo afronta cada cual su relación con propia circunstancia como persona susceptible de ser excluída, con su propia condición de paria sexual más o menos oprimido por una casta heterosexual. Y ese proceso hay que analizarlo de manera individual pues si comparamos nuestra especificidad con una posible especificidad religiosa sucede que, como recuerda mi querida Hannah Arendt, “la cuestión judía se convierte en un problema para el judío individual”.
Enfrentados en la soledad de nuestra adolescencia con el descubrimiento de una sexualidad que no nos es posible encuadrar en los patrones que hemos aprendido y que también por nuestro aprendizaje sabemos que puede suponernos un motivo de exclusión, son dos las salidas factibles. En primer lugar es viable interpretar esta cualidad nuestra como una anécdota sin más de todo lo que somos, de cuantas cualidades nos definen como personas. Esconderíamos así nuestra condición de parias, restándole importancia y tratando de que otros de nuestros rasgos sean más destacables. Seríamos el advenedizo o parvenu, el individuo que se salva así de la marginalidad eliminándole a su especificidad sexual o de género cualquier atisbo de diferenciación, cualquier importancia. No niega ser lesbiana, gay, bisexual o transexual, pero eso es lo de menos: reniega del don de su nacimiento en pos de integrarse, de medrar en un contexto donde se le consideraría –y seguramente se le siga considerando– un paria. Así, el tipo del advenedizo, enfrentado a la defensa de los derechos la diversidad sexual y de género, acostumbrará manifestar su malestar frente a la insistencia en la propia cualidad de no ser heterosexual, y llamará al activismo, incluso al más institucionalizado, “radical”, en el mal sentido, tratando de apartarse de toda reivindicación colectiva. Conviene destacar, dentro de esta categoría, al tipo específico que pretende identificarse por su habilidad en lo económico. Arendt, en su reflexión sobre la judeidad, los llamó “los judíos de los negocios”, y quiero permitirme el homenaje denominando a este carácter “la marica de los negocios”, cuyas características puede compartir con el estereotipo judío aquél y, citando a la filósofa, señalaremos que son “las cualidades que el ‘advenedizo’ debía poseer si querían triunfar –inhumanidad, avaricia, insolencia, rastrero servilismo y determinación para medrar–”. Quizá conozcas alguno.
En segundo lugar hay otra posibilidad que, siendo igualmente respetable que la anterior, considero éticamente mucho más acertada. Se trata de lo que Arendt llama “el paria consciente”, aquellas personas que, citándola, “en vez de ceder a la tentación del mimetismo estúpido de la carrera del parvenu, intentaron tomarse el gozoso mensaje de la emancipación más en serio de lo que nadie había pretendido nunca y ser –en su condición de judíos– seres humanos”. Es decir, lesbianas, gais, bisexuales o transexuales que desean acceder a sus derechos ciudadanos precisamente desde su cualidad de heterodoxos sexuales, sin tener que renunciar ni a un ápice de su identidad para alcanzar el status de ciudadanía plena. Es ésta la diferencia que marcaba Denneny en 1981 cuando afirmaba “homosexual y gay no son la misma cosa: gay es cuando decides que sea importante”. Y a través de este empoderamiento del don de la distinción con que hemos nacido se consigue algo mágico: de pronto hay algo importante que une a todas esas personas, que las puede mover a trabajar unidas. El proceso individual mediante el que nos enfrentamos a la cualidad que nos excluye genera en este caso que nos reconozcamos en otros, que podamos sentir como propios los problemas de otras personas, que intentemos quizá tratar de paliar sus sufrimientos. Así es como nace el activismo, una ética de comportamiento y defensa de derechos que implica siempre el bienestar colectivo, no únicamente individual.
Y así llegamos a responder a la pregunta inicial, ¿qué ideología es más adecuada para una persona no heterosexual? Cualquiera, evidentemente. Es posible ser de derechas, quizá tras un posicionamiento como lo que antes llamábamos advenedizos. Pero creo que la consciencia de ser de un modo u otro susceptibles de marginación, el proceso de convertirse en un paria consciente, no deja otra opción que una ideología política comprometida con lo colectivo, con la defensa de los derechos no sólo de uno mismo sino de todas las personas. Un hombre homosexual puede ser de izquierdas o de derechas, incluso no posicionarse en esos términos, si es que eso es posible. Pero un hombre gay sólo podrá ser de izquierdas, porque desde el reconocimiento de su especificidad como un don, como una cualidad relevante en su cotidianeidad, ha de llegar al convencimiento activista de trabajar por el bien común.
Individual o colectivo, ¿cómo enfrentar a partir de aquí la tarea de defender los derechos de lesbianas, gais, transexuales y bisexuales? Si diariamente nos enfrentamos a noticias como la de esa letra profundamente homófoba que iba a ser presentada al Carnaval de Santa Cruz de Tenerife por la murga Ni Fu Ni Fa, que ha sido finalmente retirada gracias a la presión colectiva que iniciaron las Juventudes Socialistas, a las que siguió el PSOE y numerosos activistas de diversos colectivos, precisamente mientras nos enterábamos de que el canario Colegio Pepe Monagas es el primero en visibilizar la prohibición de discriminación por motivo de orientación sexual e identidad de género; si nos estremecemos al leer que el terrorista Estado Islámico, después de lapidar en noviembre a dos jóvenes acusados de practicar la homosexualidad en la localidad de Deir Ezzor, ha condenado a muerte a dos hombres homosexuales en la ciudad iraquí de Mosul, procediendo a cumplir la sentencia lanzándolos al vacío, y que la Federación Argentina LGBT frente a esta barbarie ha exigido la intervención de la comunidad internacional, la misma comunidad internacional a la que el ya nunca más simpático y progresista Papa Francisco advierte de que el Matrimonio Igualitario constituye una “colonización ideológica de la familia”; se hace evidente con todo esto que el mejor camino no es el del advenedizo que consiente determinadas cadenas e incluso las celebra, tal como algunos majos y majas gritaban el “vivan las cadenas” defendiendo el absolutismo durante la Guerra de la Independencia; convocando desde una empresa unos misteriosos Premios LGTB que acaban recibiendo los reyes de España por su compromiso (?) con el colectivo, como va a suceder en esta edición de FITUR GAY –ni lesbiana, ni bisexual, ni transexual porque, según el organizador “los hosteleros podían pensar que iban a tener el hotel lleno de Cármenes de Mairena o de Venenos”–; sino que el trayecto adecuado es el trabajo en comunidad para perseguir el bien común, la creación de un movimiento, porque “quien no se mueve no siente las cadenas”, que nos dijo Hannah Arendt,. La vía hacia la Igualdad de lesbianas, gais, bisexuales y transexuales no pasa por el “no a nosotros mismos” y el sí a mi bienestar personal. Pasa por la unión de todos y todas, porque, como nos recuerda Arendt, el poder “surge entre los hombres cuando actúan juntos y desaparece al momento en que se dispersan”.
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