“¿Jesús del Reino o Jesús de la religión?”, por José M. Castillo, teólogo
Leído en la página web de Redes Cristianas
Fe y laicidad en una sociedad que busca Espiritualidad y Justicia
1. El problema
La pregunta, que se propone como título de esta conferencia, nos sitúa de lleno ante un problema, que – según yo veo las cosas – es un asunto de enorme importancia y de consecuencias muy graves, pero que, al mismo tiempo, es un problema que no es fácil delimitar y cuyas consecuencias no son fáciles de precisar. De ahí – según creo -, la ambigüedad en que nos movemos. Una ambigüedad de la que difícilmente tomamos conciencia. Y precisamente por eso, porque vivimos siempre en esta especie de ambigüedad, por eso nunca podemos afrontar con claridad y firmeza el enorme problema de nuestra coherencia como creyentes en Jesús y como personas que tomamos en serio el Evangelio.
¿A qué me refiero al decir estas cosas? Es evidente que Jesús fue un hombre profundamente religioso. Pero, tan cierto como eso, es que la religiosidad de Jesús – la que él vivió y la que enseñó a la gente – no se ajustaba, ni coincidía, con la religiosidad establecida en su cultura y en su pueblo. Es más, no solamente no coincidía, sino que allí ocurrió algo enormemente significativo y que, por eso mismo, da mucho más que pensar. No se trata solamente de que la religiosidad “oficial” y la religiosidad de Jesús no coincidían, sino sobre todo se trata de que fueron dos religiosidades incompatibles la una con la otra. De forma que los dirigentes de la religión del templo vieron en Jesús una amenaza muy grave (de “ser o no ser”: cf. Jn 11, 47-53) para lo que ellos representaban y lo que ellos vivían. Como es igualmente cierto que, a la inversa, Jesús vio, en los sumos sacerdotes y maestros de la ley, a los responsables que, con seguridad, iban a ser los que acabarían torturando, humillando y asesinando cruelmente a Jesús (como consta por los anuncios de la pasión: Mc 8, 31 par; 9, 31 par; 10, 33-34 par).
Así las cosas, el problema está en que lo que Jesús y los sacerdotes de entonces vieron que era incompatible, nosotros lo hemos hecho compatible. Más aún, no solamente lo hemos hecho compatible, sino que además lo hemos hecho integrable. Peor todavía, necesariamente integrable. De manera que hemos llegado a la desfachatez de ir por la vida enseñando que tenemos que encontrar a Jesús y vivir su Evangelio en la religión del templo y con los sacerdotes del templo. La religión nos explica a Jesús. Y Jesús es un componente central de la religión. Con lo que, entre otras cosas, hemos logrado que el concepto tradicional de religión (según las palabras duras e irreverentes de Peter Sloterdijk) ha terminado por ser “aquel desgraciado espantajo que asoma en la escenografía de la Europa moderna” (Has de cambiar tu vida, Valencia, Pre-Textos, 2013, 18).
2. ¿Dónde está la dificultad?
La dificultad no está en Dios, que, al ser por definición “el Trascendente”, no nos es posible conocerlo, ni sabemos en qué consiste. Ser “trascendente” no significa ser “infinitamente superior”, sino simplemente ser “inconmensurable para” nosotros, ser “de un orden absolutamente distinto” del nuestro (S. Nordmann, Phénoménologie de la trascendance, Paris, Ed. D’écarts, 2012, 9-10). Por tanto, ya que Dios no está a nuestro alcance, la dificultad está en cómo nos relacionamos con Dios.
Ahora bien, en este intento de relacionarse con Dios, las religiones coinciden en dos elementos constitutivos que, de diferentes maneras, se repiten en todas las religiones que se han organizado como tales (excepto el Budismo y – después veremos en qué sentido – el Cristianismo). Estos dos elementos son los ritos y lo sagrado.
Por lo que se refiere a los ritos, es determinante saber que las ceremonias rituales son el elemento primero, el más primitivo, quela paleontología ha encontrado en los orígenes más remotos del fenómeno religioso. De manera que, desde el paleolítico superior hay huellas claras de prácticas religiosas que se pueden correlacionar con fenómenos religiosos documentados. Ya, desde los hombres de neanderthal, se practicaban entierros ceremoniales de los muertos. Y son muchos los especialistas convencidos de que tales actividades irían acompañadas de ideas religiosas desde hace unos cien mil años (Walter Burkert, La creación de lo sagrado, Barcelona, Acantilado, 2009, 33).
Lo que significa que lo más original, lo primero, en el hecho religioso, no es Dios, sino los rituales. Por tanto, lo primero no fue Dios, sino los ritos de la religión (cf. Para una información introductoria, J. M. Castillo, La laicidad del Evangelio, Bilbao, Desclée, 2014, 21-25). Por esto, sin duda, los niños aprenden antes los rituales que lo que es o lo que significa Dios. Y la gran mayoría de la gente religiosa tiene más claro lo de los rituales que lo de Dios. Hasta el punto de que la fe de muchas personas es, ante todo, fe en determinados rituales, no precisamente fe en Dios. Y las autoridades religiosas controlan con más exigencia la exactitud en la observancia de los ritos que la exactitud en la idea de Dios y la fe en ese Dios. Lo que hace pensar – o al menos sospechar – que, en la religión, son más importantes los ritos que Dios. Como ya dijo uno de los autores más reconocidos en todo este asunto, “Dios es un producto tardío en la historia de la religión” (G. Van der Leeuw). El “medio” (el rito) se ha sobrepuesto al “fin” (Dios).
En cuanto a lo sagrado, es el ámbito (de espacio, tiempo, personas y objetos) en el que se puede y se debe realizar el ritual. Lo característico de la religión es la “seriedad absoluta”, que deriva del trato con realidades superiores absolutas e invisibles, que son las prerrogativas de lo sagrado, que caracteriza a la religión.
Ahora bien, la dificultad con que tropezamos los cristianos es que, si “lo ritual” y “lo sagrado” son componentes esenciales de la religión, lo que encontramos en los evangelios es que lo central en la vida y el mensaje de Jesús no fue ni “lo ritual”, ni “lo sagrado”, sino “lo humano”. Jesús no centró sus preocupaciones, su mensaje y su actividad, ni en el templo, ni en los sacerdotes, ni en las observancias…., sino en la salud de los enfermos (curaciones), en la alimentación de toda clase de gentes (comidas) y en las buenas relaciones humanas (discursos). En cuanto a sus creencias, lo central para Jesús fue la relación con Dios (el Padre) y la oración (nunca en el templo o en la sinagoga, sino en la soledad de los montes y en el silencio de la noche.
El problema concreto que actualmente se nos plantea a nosotros está en que, por supuesto, somos sensibles a lo que fue central en la vida de Jesús (“lo humano”). Pero ocurre que, al mismo tiempo, “lo ritual” y “lo sagrado” (“lo religioso”) sigue teniendo en nuestras vidas más fuerza de lo que imaginamos. ¿Por qué nos siguen interesando tanto no pocas cuestiones relacionadas con templos, sacerdotes, obispos, misas, ordenación de mujeres o de hombres casados, leyes sobre el celibato o el divorcio, conductas del papado, etc, etc? Hemos nacido en una cultura religiosa, nos han educado en todo eso. Y todo eso sigue jugando un papel importante en nuestras vidas.
3. Consecuencias de este estado de cosas
La religión, es decir, los rituales y lo sagrado son realidades que están siempre asociadas a “jerarquías de poder”. Es decir, la religión es generalmente aceptada como un sistema de rangos, que implica dependencia, sumisión y subordinación a superiores invisibles, cuyos mediadores en la tierra y en la sociedad son los “jerarcas religiosos”.
De ahí que los rituales son, con frecuencia, “rituales de sumisión”: inclinarse, arrodillarse, descalzarse, bajar la voz, representar modestia, comportarse como humilde (humilis = cercano a la tierra, humus), descubrirse, tirarse al suelo…., todo esto no es, en el fondo, sino la representación ritual del sometimiento. Lo que, a la inversa, representa la exaltación ritual del poder. La relación “sometimiento-soberanía”, gestionada mediante el ritual, es constitutiva del hecho religioso.
Esto supuesto, nos encontramos con una consecuencia inevitable: la religión crea, por sus mismos constitutivos, “desigualdad” y “sometimiento”. Lo que equivale a crear las condiciones que hacen imposible la igualdad y la libertad. Los dos pilares básicos sobre los que se construye la dignidad y los derechos fundamentales de los seres humanos. Una sociedad profundamente religiosa es una sociedad desigual y es igualmente una sociedad sin libertad. Donde no hay igualdad para todos y libertad verdadera y generalizada no puede haber religión, como hecho social y público.
Ahora bien, en una persona en la que se ha integrado (en su mentalidad y en su vida) la desigualdad entre los humanos y el sometimiento a jerarquías invisibles, inevitablemente se produce un fenómeno del que mucha gente no tema conciencia, pero que es de unas consecuencias asombrosas. El fenómeno al que me refiero consiste en que, en la vida de esa persona, se rompe la conexión entre “lo ritual” y “lo ético”. ¿Por qué? Porque, como se ha dicho muy bien, “el ámbito del comportamiento primario de un mito religioso es el rito, no el ethos” (.G. Theissen, La religión de los primeros cristianos, Salamanca, Sigueme, 2002, 151). Y esto ocurre, en primer lugar, porque los ritos son acciones que, debido al rigor de la observancia de las normas y por la seriedad absoluta que eso lleva consigo, el rito se constituye en un fin en sí (B. Lang, “Ritual, Ritus”, en Handbuch religionswissenschaftlicher Grundbegriffe, Stuttgart 1988 ss, vol. IV, 442-458).
Pero el fenómeno que se produce, en nuestra intimidad, es mucho más profundo y llega al fondo más hondo de nuestro ser. Se trata de que los ritos, como los primeros actos religiosos que son, de los que tenemos constancia, aparecieron como ceremoniales relacionados con los sentimientos de culpa que se producían con ocasión de los sacrificios de animales, que hacían las tribus nómadas de cazadores antiguos. La función o finalidad del ritual era tranquilizar la conciencia del acto violento que obviamente había sido matar el animal. Por eso los etnólogos han podido observar que se destaca claramente el sentimiento de culpa para con el animal muerto. Y por eso el ritual entraña un simulacro de disculpa y reparación (K. Meuli, “Griegische Opferbräuche”, en Phyllobolia, Basilea, 1946, 224-252). De ahí, la experiencia que todos tenemos con frecuencia y que consiste en que la práctica religiosa tiene la extraña y eficaz capacidad de dejarnos con una extraña, profunda e inexplicable tranquilidad. Nos libera de sentimientos de culpa, nos devuelve el sosiego interior perdido y hace que nos sintamos mejor.
De lo cual resulta que la gente se siente más tranquila y mejor practicando rituales sagrados que intentando vivir el Evangelio. Por eso hay tantos católicos que van a misa, rezan rosarios, acuden a templos, cofradías, bodas, bautizos, entierros, procesiones, peregrinaciones, devociones a santos, peregrinaciones, reuniones religiosas más o menos ocultas y clandestinas, etc, etc. Hacemos todo eso con más claridad, más facilidad y más gratificación interior que unir nuestra vida y nuestro destino a la vida y al destino que sabemos vivió y sufrió Jesús de Nazaret.
Más aún. Seguramente lo más misterioso que ocurre, en todo este proceso interior, está en que, por una parte, el ritual fielmente observado, nos comunica paz, sosiego, una indefinible experiencia de sentirse mejor (que se agiganta cuando asistimos a una ceremonia estéticamente bella, solemne, quizá deslumbrante). Pero, por otra parte y además de lo dicho, ocurre que, sin darnos cuenta de lo que nos pasa, el ritual cumplido se erige y se constituye en un fin en sí mismo, de forma que desliga nuestra conciencia de componentes fundamentales – quizá los más fundamentales – de la conducta ética. Sobre todo, cuando lo que está en juego son comportamientos civiles, especialmente determinados comportamientos relacionados con la economía, con la política, con la postura personal que adoptamos ante los otros, sobre todo cuando se trata de relaciones humanas asociadas al poder, al prestigio, la estima, la autoridad y, de forma muy intensa, cuando vivimos relaciones que afectan a lo religioso, lo nacional o lo cultural. Por ejemplo, si se trata de relaciones inter-religiosas, inter-grupales o inter-nacionales.
Y queda todavía, un tema capital: la religión cuesta dinero. Normalmente, las religiones manejan mucho dinero. Templos, monasterios, conventos, personal sagrado, títulos y dignidades, propiedades, donaciones, herencias…. Con lo que, al componente de pacificación interior que produce lo ritual y lo sagrado, se suma el componente de interés económico, de seguridad y de un nivel especial en cuanto afecta a la “categoría social”. Con lo que terminamos en una conclusión que resulta ser – si pensamos todo esto desde el punto de vista del Evangelio – una conclusión aterradora: la religión, sobre todo cuando se trata de la religión “oficial”, es inevitablemente una institución y una realidad “privilegiada”. Por esto, se ha dicho con razón que “las religiones antiguas normalmente gravitan hacia las clases dominantes y los representantes del poder. Después del triunfo del cristianismo, durante muchos siglos de historia europea, ésa fue también la situación de las iglesias cristianas” (W. Burkert, La creación de lo sagrado, Barcelona, Acantilado, 2009, 36). Esto explica que, durante miles de años y en las más diversas culturas, los “hombres de la religión” han sido los “notables” y los “selectos”. ¿Qué queda aquí de los “pequeños”, de los “últimos”, de los “niños”, que son las imágenes (metáforas) preferidas por Jesús para indicar quiénes son los primeros en el “reinado de Dios”?
4. Jesús y la religión de los ritos y de lo sagrado
Fuera lo que fuera lo que aquel campesino galileo del s. I, Jesús de Nazaret, sabía de todo cuanto acabo de explicar, si leemos los evangelios como un proyecto de vida, seguramente lo que queda patente, en ese conjunto de relatos, es que Jesús vio claramente que la religión de los ritos y de lo sagrado (con sus poderes, privilegios y dignidades) es el impedimento más inmediato y más fuerte, que tenemos los seres humanos, para entender y para vivir lo que significa y lo que exige el “Reinado de Dios”.
Por esto, los evangelios son el gran relato de un conflicto. El conflicto de Jesús con los fariseos, los letrados, los sacerdotes, los sumos sacerdotes y senadores, el templo, las observancias rituales. A Jesús no lo persiguieron y mataron porque los dirigentes religiosos rechazaron la divinidad de Jesús. Es decir, porque los hombres más religiosos del s. I no quisieron aceptar los dogmas cristológicos de Nicea (325) y Calcedonia (451). El problema, para aquellos dirigentes religiosos del s. I, estaba en que Jesús no toleraba ni la desigualdad, ni la sumisión que inevitablemente se derivaba de la forma de entender y practicar la religión que consideraban intocable los “hombres del templo”.
¿Por qué esta intolerancia de Jesús hacia aquellos representantes religiosos? Porque lo primero y lo intocable, para aquellos representantes religiosos, era “lo ritual” y “lo sagrado” (con todas sus consecuencias). Mientras que, para Jesús, lo primero y lo intocable, era “lo humano” (la vida humana, el respeto a lo humano, la dignidad de todos los seres humanos por igual). De hecho, las preocupaciones de Jesús no fueron nunca: ni las observancias rituales del templo, ni la inviolabilidad de lo sagrado, ni la dignidad de los sacerdotes, ni los poderes de la religión…. Las preocupaciones de Jesús fueron: la salud de los humanos (relatos de curaciones), la comensalía de los humanos (relatos de comidas), las relaciones entre los humanos (las “bienaventuranzas” y Mt 25, 31-46).
Todo esto supuesto, repito mi pregunta de antes: por qué la Iglesia es tan detallista y exigente en materia de rituales religiosos, al tiempo que es tan escandalosamente permisiva en cuanto se refiere a tantas cuestiones de ética civil y laica? Aquí es de suma importancia recordar la prohibición terminante de Jesús: “No llaméis padre a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo” (Mt 23, 9). Como al discípulo para el que lo primero era enterrar a su padre, Jesús le respondió de manera tajante: “Tú, sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos” (Mt 8, 21-22). En última instancia, todo lo que detrás de esto es algo de lo que nunca acabamos de tomar conciencia: ¡Qué misterio tan profundo es tener un padre! ¿Por qué? Porque el padre es esa realidad, profunda y misteriosa, que nos socializa y nos integra en el Kosmos, el “orden establecido”. El orden que perpetúa el poder que nos somete, nos prohíbe, nos priva de la libertad y de la igualdad. Para Jesús, el Padre es la imagen de la bondad y de la igualdad con todos sin distinciones, buenos y malos, justos y pecadores (Mt 5, 45).
5. Conclusiones
1. Jesús desplazó el centro del hecho religioso: de “lo ritual” y “lo sagrado” a lo central y determinante de “la vida humana”. La defensa de la vida, la dignidad de la vida, el respeto a la vida, los derechos humanos que son centrales para perpetuar la vida humana.
2. La Iglesia tiene su razón de ser, su finalidad y su autoridad a partir de Jesús y en esta forma – revolucionaria y desconcertante – de entender y vivir el hecho religioso.
3. Por tanto, lo esencial y específico del cristianismo no es “el dogma” (las verdades que hay que creer), ni es “el ritual sagrado” (las prácticas y observancias propias de una religión). Lo esencial y determinante del cristianismo es “la ética”: la forma de vida que llevó Jesús, sus “obras” (“erga”) y los “frutos” (“karpoi”) que produjo. Creer en Jesús y seguir a Jesús es aceptar que, ante el Dios y Padre que se nos dio a conocer en Jesús, no podemos contar nada más que con la conducta que nos dejó descrita el mismo Jesús con su vida, sus enseñanzas y la consiguiente conflictividad que desencadenaron tal vida y tales enseñanzas. Ante el Dios de Jesús no podemos presentar nada más que nuestra forma de vida, especialmente nuestra forma de tratar a los demás.
Ponencia de José Mª Castillo en la XVII semana andaluza de Teología
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