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Sobre la concepción virginal. Reflexión de Adviento

Martes, 23 de diciembre de 2014

image002Del blog de Xabier Pikaza:

Cien cosas podrían evocarse en estas cortas horas finales de Adviento 2014, empezando por la crisis económica, la muerte obscena de millones de niños por hambre y abandono, soberbia del dinero, mentira política, banalización de todo amor, la guerra…, con la historia atroz de las “mafias” de pederastia on line (miles de anuncios, millones de niños “vendidos”, billones de ganancias ¡ese sí que es negocio anti-navidad!. Cf. Delitos informáticos. Víctimas anónimas de la pedofilia, El Mundo 21. 11.14, pag. 44),

Todo eso es Adviento Negro, que ha de ser conocido y maldecido, condenado, superado para que pueda surgir ya una humanidad donde los niños nazcan a la vida en gratuidad, para el amor de Dios, que es de los hombres, para que nuestra tierra vista en este invierno del Norte colores de esperanza. Pero hoy no quiero hablar del adviento negro (¡riesgo de muerte universal!), sino del Adviento Blanco de Dios en la historia, expresado en el arco iris tras el diluvio de Gen 6-8 , que se brilla en la historia de María, “virgen” evangélica, que ha sido “digna” de recibir (catalizar y expandir: dar a luz) al mismo Hijo de Dios en su identidad humana.

He preparada esta reflexión a partir de las dos postales anteriores, una dedicada al Adviento de María… (¡sólo una mujer, pero mujer con varón) y otra a la Navidad Cristiana y la Musulmana (en su diferencia radical y en sus muchas conexiones).

Para los cristianos, el adviento tiene un hombre: es la “virgen” Israel/María, acompañada por José, “virgen” humanidad portadora de vida. Este adviente tiene un contenido radical de fe: Es el camino humano de la encarnación de Dios. De eso trata lo que sigue. Ésta será mi última postal del Adviento 2014. No quiere negar la Virginidad de María (de la mujer humanidad de Adviento), sino entenderla e interpertarla, para entender y vivir mejor la Navidad.

A todos con mi mejor deseo, con mi recuerdo.

Adviento, encarnación de Dios en la vida humana

El adviento cristiano está vinculado a la encarnación de Dios, que no actúa desde fuera, exigiendo un sometimiento total (como en el Islam), sino desde la misma vida humana (pidiendo colaboración de María y de todos los hombres y mujeres). En esa línea, la virginidad de María no será pasividad y sometimiento, sino actividad y colaboración. Por eso quiero presentar a María del Adviento como “persona” en el sentido radical de la palabra, una mujer que ha colaborado con Dios y con otros seres humanos.

Adviento somos nosotros, y de un modo especial María como persona creyente, que dialoga con Dios desde el misterio más hondo de su vida, en gesto de disponibilidad radical, en diálogo con la historia (en especial la de Israel) y en libertad (en comunión de vida con José). No venimos al mundo ya hechos, no somos personas por nacer biológicamente de un “vientre”, sino porque una mujer-madre (persona) nos introduce (con el padre y con otros seres personales) en el mundo de la vida personal, de la palabra y el afecto.

Algo de esto supo ya la gnosis antigua, al afirmar que los humanos no nacemos simplemente de la cadena social de generaciones, sino de Dios, por gracia suya, en diálogo de fe, es decir, de acogimiento y responsabilidad; pero la gnosis antigua y moderna han corrido el riesgo de ignorar la historia, con sus conexiones sociales. Habló de la paternidad-maternidad de Dios, pero tendió a olvidarse de la humana, en el nivel de la pluralidad social, dentro del tiempo. Para poner de relieve la transcendencia de Dios (lo mismo que el Islam), la gnosis olvidó el carácter positivo de la acción de los hombres y mujeres en la historia.

Encarnación: Libertad de Dios, libertad del hombre

Teniendo eso en cuenta queremos insistir en la aportación personal de María, como mujer libre, con autonomía personal, interpretando en esa línea la virginidad y la encarnación. La virginidad no es sometimiento pasivo (como pudo suponer el Corán), sino colaboración activa con Dios. La encarnación no es un dato general ya conocido, ni una experiencia abstracta, sino el hecho de que Dios eterno se hace carne en la historia humana.

Frente al riesgo de un sistema cerrado, que se sitúa por encima de los individuos (y los utiliza a su servicio), en contra de un Dios que “invade” el terreno de la vida humana (negando a los hombres su libertad) tenemos que poner de relieve la experiencia de la encarnación, que se expresa en forma de comunicación personal y de diálogo en libertad. María no es “madre de Dios” porque le recibe pasiva desde fuera, sino porque le engendra libremente, en amor comprometido:

‒ Encarnación, por encima de toda ideología. Ideología es un tipo de pensamiento que actúa desde fuera, distorsionando la realidad. En contra de eso, la encarnación indica que Dios actúa y se expresa en la misma carne de los hombres, a través de su libertad. Pues bien, el Dios de María es aquel que se encarna en Jesús, actuando por medio de (con la colaboración) de ella, a través de su carne real de persona y mujer. Si Dios para encarnarse negara o sometiera (colonizara desde fuera) la carne de María no sería el Dios de Jesucristo.

‒ Encarnación personal por encima de todo sistema imposirivo. Otros pueden haber puesto de relieve el valor sacral del templo de Jerusalén o Roma, unas leyes de Dios que regulan desde fuera el conjunto de la vida del pueblo, los sacrificios o signos sagrados que han sido fijados por la misma Escritura. Pues bien, por encima de eso, para María la religión se expresa como acogida y colaboración humana, como mujer y persona. Ciertamente, Dios es Dios (como sabe el Corán), pero no actúa “invadiendo” el terreno de María, obrando desde fuera de ella, sino a través de su libertad personal y de su colaboración humana.

En ese sentido decimos que, por medio de ella, Dios se hace carne concreta en Jesús, y que la carne humana es manifestación de la vida de Dios. Para ser madre de un Jesús de carne, ella ha de ser una mujer concreta, capaz de dar vida en la carne. No puede ser el signo general de la diosa, pues la diosa en cuanto tal no existe, lo que existe son personas concretas de carne, que se dan la vida y la comparten.

Virginidad no significa ausencia de carne, sino carne trasparente, capaz de expresar todo el poder del espíritu de Dios; virginidad no es ausencia de sexo, sino amor fuerte y trasparente en el que se puede expresa el don de Dios de manera Inmaculada. Por eso, allí donde, en algún sentido, se ha opuesto el Espíritu de Dios y el sexo y se ha interpretado la virginidad como pura ausencia de relaciones biológicas, se está negando el valor concreto de la obra de Dios, su revelación entre los pobres de este mundo.

Adviento y mutación mariana. Virginidad biológica (con R. Girard y K. Barth)

No todos estarán de acuerdo con las reflexiones anteriores, y entre ellos quiero citar R. Girard (*1923), unos de los mayores antropólogos cristianos del siglo XX, que ha venido destacando, de manera consecuente, el riesgo de violencia de todas las relaciones y conquistas de la historia, para defender después (desde ese fondo) la necesidad de una ruptura incluso biológica, que se expresa en la maternidad virginal de María.

A su juicio, la historia humana puede condensarse en el mecanismo del chivo expiatorio, que constituye una forma más violenta de resolver los problemas de violencia de la vida. Según eso, la vida de los hombres se centra y expresa en relaciones de violencia, que han estado y siguen estando vinculadas siempre con el sexo, considerado como campo de enfrentamiento y lucha entre varones y mujeres, como han señalado de manera muy precisa los diversos mitos de la cohabitación de dioses con mujeres o con animales (sobre todo en el mundo griego).

Esos mitos (con la realidad de la historia humana) expresan el engaño y la violencia posesiva que se expresa por medio de la descarga sexual y que desemboca en la opresión de la mujer. Jesús no pudo haber nacido en ese fondo, en un mundo dominado por dioses aparecen envueltos en una violencia que les determina, pues es superior a ellos. Humanamente hablando no existe solución: no tendríamos más remedio que seguir envueltos en violencia sin fin.

No había solución humana, pero Dios ha encontrado una solución más alta: Engendrar a Jesús de un modo virginal, sin Violencia de Sexo, a través de una “virgen radical” (en sentido humano, personal, biológico…). El hombre nuevo, Jesús, debía nacer por obra propia y exclusiva de Dios en una mujer (María), para allá del impuso, pasión y violencia del sexo.

Esta visión “católica” de R. Girard fue asumida también de un modo radical por el mayor teólogo protestante del siglo XX. Karl Barth: Pasa salvar a los hombres, Dios tuvo que trazar un borrón y cuenta nuevo. Por eso hizo nacer a Jesús sin varón, sólo a través de la Virgen María. Así defiende R. Girard, antropólogo y maestro de antropólogos, la novedad y fuerza de este tema:

En muchos de los nacimientos míticos, el Dios se une a una mortal para dar nacimiento a un héroe. Estos relatos están siempre sellados por la marca de la violencia. Zeus cae sobre Semele, la madre de Dionisos, lo mismo que una bestia de presa sobre su víctima y la fulmina realmente. La concepción de los dioses se parece siempre a una violación… Siempre encontramos allí los efectos de dobles, la oscilación de la diferencia, la alternancia psicótica del todo o del nada. Esos acontecimientos monstruosos de dioses, de hombres y de bestias, corresponden al paroxismo de la violencia recíproca y a su resolución. El orgasmo que deja saciado al dios constituye una metáfora de la violencia colectiva… Los nacimientos monstruosos constituyen una forma especial utilizada por la mitología para aludir a esa violencia que siempre le preocupa y que suscita las significaciones más diversas. El hijo de esa concepción a la vez humana y divina es una metáfora particularmente adecuada de la resolución fulgurante de la violencia recíproca en esa violencia unánime y reconciliadora que engendra y da a luz un nuevo orden cultural.

La concepción virginal de Jesús utiliza sin duda el mismo “código” que los nacimientos mitológicos para transmitirnos su mensaje, pero ese paralelismo de los códigos debería precisamente permitirnos entender dicho mensaje y constatar lo que en él es único, algo radicalmente distinto del mensaje mitológico. Entre los que están implicados en la concepción virginal, el ángel, la virgen y el Todopoderoso, no se establecen relaciones de violencia. Nadie es aquí el Otro en el sentido de ser el hermano enemigo, el obstáculo fascinante que siempre se intenta apartar o destruir mediante la violencia. La ausencia de todo elemento sexual no tiene nada que ver con el puritanismo o con la represión que se imaginaban los autores de finales del siglo XIX y que eran realmente dignos de la baja época que les dio origen. La ausencia de toda sexualidad es la ausencia de esa mimesis violenta que nos expresan en los mitos el deseo y la violación por parte de la divinidad…

Es la sumisión perfecta a la voluntad no violenta del dios evangélico, prefiguración de la del propio Cristo, la que nos señalan todos los temas y todas las palabras de la concepción virginal… Desde el principio, el niño Jesús se ve excluido, eliminado, como un nómada, como uno que ni siquiera tiene dónde reposar la cabeza. No lo admiten en la posada; Herodes lo busca por todas partes para darle muerte. en todas estas escenas, los evangelios y la tradición cristiana, inspirándose en el Antiguo Testamento, hacen pasar al primer plano a todos los seres predispuestos para el papel de víctima: el niño, la mujer, los pobres, los animales domésticos…

El tema de la concepción virginal de Lucas no es diferente, en el fondo, de la tesis de Pablo al definir a Cristo como el Segundo Adán o el Adán perfecto. Decir que Cristo es dios, nacido de Dios, es decir que fue concebido sin pecado, es repetir una vez más que es absolutamente extraño a este mundo de la violencia, en cuyo seno están aprisionados los hombres desde que el mundo es mundo, esto es, desde Adán. El primer Adán es también un hombre sin pecado, ya que fue él el primero que al pecar hizo entrar a la humanidad en ese círculo del que no ha salido desde entonces. Por tanto, Cristo está en la misma situación de Adán, expuesto a las mismas tentaciones que todos los demás hombres, pero él conquista esta vez, contra la violencia, y a favor de toda la humanidad, la batalla paradójica que todos los hombres, desde Adán, no han dejado nunca de perder”. (R. Girard, El misterio de nuestro mundo. Claves para una interpretación antropológica, Sígueme, Salamanca 1982, 253, 255).

Virginidad “radical” más que biológica, de hombre-mujer no sólo de mujer.

La objeción anterior de R. Girard (y la de K. Barth) ofrece una de las páginas marianas más significativas del siglo XX, y puede ayudarnos a situar con precisión el tema, superando los riesgos de un racionalismo dominante (propio de los siglos XVIII-XX) y rechazando, sobre todo, la descalificación del cristianismo como represor del sexo o de la vida. Acepto algunos de sus presupuestos, pero pienso que deben situarse en un contexto más hondo, entendiendo la encarnación no como “negación”, sino como transfiguración del sexo y de las relaciones familiares. En ese contexto resulta fundamental la aportación personal de María, de manera que se pueden y se deben matizar algunos de presupuestos y afirmaciones de R. Girard:

R. Girard supone que todas las relaciones sexuales se encuentran inmersas en un contexto de violencia: no provienen del amor materno (o esponsal) sino del conflicto mimético dos competidores que se enfrentan entre sí por razón de una mujer (a la que de hecho ninguno de ellos quiere). Eso significa que los hombres concretos no nacen del amor, sino del deseo mimético que les lleva a enfrentarse y utilizarse unos a los otros.

Pues bien, en contra de eso, pienso que la relación sexual, con la maternidad/paternidad, el engendramiento y la vida posterior no es una experiencia puramente negativa, de violencia y lucha mutua. Estoy convencido del poder de la violencia y de la dificultad que existe para superarla. Pero pienso, también, que existe en la vida de los hombres un poder más alto, vinculado de un modo especial a la maternidad (y al gesto paternal positivo y dialogado del varón), tal como he venido indicando en todo lo anterior.

Por eso, el nacimiento de Jesús no es una simple ‘ruptura’ (como querían Barth y Girard), sino también un cumplimiento de eso podríamos llamar el principio bueno del amor humano y de la maternidad. En ese sentido quiero apelar a la experiencia bíblica del Cantar de los Cantares:

En el principio de la atracción humana no está el deseo mimético sin objeto, deseo de tener lo que otro tiene, en gesto que nos lleva sin más (y siempre) a la violencia. En el principio hay un ‘deseo de objeto’ o, mejor un deseo de persona (de donación y encuentro personal) Ciertamente, el sexo puede convertirse en fuente de enfrentamiento (entre competidores) y de opresión patriarcalista, posesión o inversión humana; pero ése es un elemento posterior. En el principio de la vida hay un potencial bueno de dualidad y encuentro mutuo, de deseo y satisfacción humana en el encuentro.

Ciertamente, como dice R. Girard, la superación de la violencia implica una concepción y nacimiento virginal, pero no en sentido puramente biológico, sino antropológico (que es mucho más hondo). Para que cese la violencia tiene que romperse la cadena de oposición y lucha de unos contra otros, tiene que nacer una vida distinta, que no proviene del deseo de la carne y de la sangre, sino de la pura gratuidad. Eso significa que la Madre del Mesías tiene que engendrarle de un modo virginal, en compañía y revelación de amor, superando así el conflicto sexual que enfrenta a los hombres y mujeres del mundo.

Adviento de María y de José, una mutación antropológica

El Dios que se revela por tanto a través de la “concepción virginal de María” no es un Dios externo, como el del Islam, sino el Dios que se introduce y encarna (hace presente su amor) en la dinámica de amor engendrador de la vida humana. En esa línea, el “Dios externo” de R. Girard (y del Islam) se vuelve un Dios interno, mucho más profundo, un Dios, que viene de afuera (es trascendente), pero que se expresa en la misma intimidad de amor de María, en relación fuerte de búsqueda y de vida, en el centro de un entorno rico y conflictivo, en el que nació Jesús.

‒ Hay una maternidad positiva, una generación sexual sin violencia, como hemos destacado ya al hablar del ‘dogma’ católico de la Inmaculada Concepción. La iglesia ha descubierto que la concepción de María (que, según la tradición era hija Joaquín y Ana) ha sido sin pecado, un acto supremo de gracia, como saben desde antiguo los apócrifos (Protoevangelio de Santiago). En esa misma línea se podría (y debía) haberse interpretado el nacimiento de Jesús, que es hijo de un amor personal, dialogado, abierto a la gracia plena de Dios, en un contexto rico de conflictos y esperanzas (como el que estaba marcado por José, el esposo de María, de la familia nazorea de David).

‒ Por eso, los elementos de gratuidad y ausencia de lucha destructiva (abiertos a los pobres y excluídos sociales) que hallamos en los relatos de la concepción virginal y del nacimiento de Jesús, no implican una ausencia de sexo, como si Dios tuviera que entrar en el mundo desde fuera de los principios de vida del mundo, sino una valoración y transfiguración positiva de esos elementos. Ciertamente, puede haber y hay con Jesús un ‘salto cualitativo”, una ruptura de nivel, pero ésa es una ruptura que siendo de Dios (¡por ser propia del Dios trascendente!) se realiza sin negar los planos anteriores, sino desde dentro de ellos .

‒ Los relatos de la concepción virginal están evocando una especie de ‘mutación’ antropológica, que sólo puede entenderse en perspectiva de mayor gratuidad y verdad, de más honda comunicación humana, no en línea puramente cuantitativa (¡un poco mejor que los otros!), sino en línea de radical trascendencia, pues Dios se introduce y encarna del todo en la vida de los hombres. La mutación de las especies vegetales y animales no niega o suprime los elementos anteriores, de tipo químico o biológico, sino que introducen en ellos un nuevo principio rector, como una especie de poder organizativo más complejo. Así puede hablarse de una emergencia (surgimiento, despliegue) de algo que estaba anunciado de algún modo en lo anterior, pero que aún no se había desplegado. Pues bien, el nacimiento, vida y muerte de Jesús introduce, a nuestro juicio, la ‘mutación’ definitiva que es Dios en la historia humana. Todo sucede en un nivel humanamente; pero sobre ese nivel (sin negarlo) se expresa y encarna el mismo Dios.

‒ Esta mutación del nacimiento de Jesús está vinculada a la presencia del Espíritu Santo en María y en José, conforme a los relatos evangélicos de Lucas y Mateo. No es una mera mutación cósmica, en la que ella no interviene, limitándose a dejar que actúe el poder de la materia o de la vida. No es tampoco un pura mutación sacral, algo que acaece desde fuera de la historia humana, imponiéndose sobre ella con violencia. Ésta es una mutación dialogal, que se realiza en el encuentro personal de Dios con María (Lc 1, 26-39) y también en el dialogo de José con María, pues tiene que aceptarla y aceptar a su hijo como Hijo de Dios (cf. Mt 1-2).

Esta mutación del nacimiento resulta inseparable del conjunto de la vida de Jesús, es decir, de su mensaje y de su entrega por el Reino, de su muerte y de su resurrección. Dentro de ese contexto total se entiende su nacimiento, integrado en la historia de las generaciones humanas, como saben las genealogías de Mt 1 y Lc 4. Ciertamente, su mensaje de reino no es una doctrina sobre vinculación sexual y nacimiento, sino sobre la gracia de Dios que se irrumpe y se revela en el conjunto de la historia, es decir, sobre el amor abierto a los pobres y excluidos, sobre el Reino que viene. Pero ese mensaje-reino es inseparable de su vida, desde su origen hasta su muerte.

Aprender a engendrar, aprender a nacer

En ese fondo se sitúa su nacimiento virginal, es decir, realizado en amor dialogante y creador, un nacimiento que Dios mismo suscita, diciéndose a sí mismo del todo, como Padre, a través del amor y de la entrega de María y de aquellos que la acompañan y colaboran con ella, en especial de José. El signo del nacimiento virginal expresa por tanto esa ruptura creadora, esa mutación básica que empieza a realizarse con Jesús. No es mutación desde fuera de sexo y del proceso de la vida, como puede suponer el dualismo helenista, sino en la misma vida, en el proceso humano del encuentro mutuo y de la maternidad.

Esa concepción no es todo, es decir, no resuelve ya en sí misma (por sí misma) todos los problemas de la violencia y muerte de la historia, pero marca el principio de un camino que culmina en la muerte y resurrección de Jesús y en el despliegue de la Iglesia, que interpretamos como la comunidad de aquellos que viven gratuitamente, que se aman y transmiten la vida en gratuidad. Por eso, el signo de la maternidad virginal de María se encuentra vinculado al conjunto de su vida, que culmina en la experiencia pascual, en la comunión de los creyentes en la iglesia.

Las grandes mutaciones son, por una parte, repentinas y, por otra, tardan mucho tiempo en desplegar todas sus posibilidades. El nacimiento y pascua de Jesús constituye para los cristianos la mutación definitiva y ella está simbólica y realmente vinculada con María, su madre (y con José, y con aquellos que les acompañan y definen su existencia). Es como un granito de mostaza que ha caído en la tierra de la historia humana, introduciendo en ella una experiencia más alta de humanidad, pero desde dentro de la misma humanidad, de su amor activo, de su poder engendrador, por obra del Espíritu de Dios, que viene a mostrarse así como poder y fuente de vida de los hombres.

Pienso que ha llegado el momento de superar el viejo helenismo que dividió la vida de los hombres en cuerpo y espíritu, corriendo el riesgo de separar a María de la complejidad de la historia humana. También ha de pasar el racionalismo actual del sistema, que interpreta la vida como triunfo de una racionalidad económica o social, desvinculada de la carne real de los hombres y mujeres. Ha llegado el tiempo de una humanidad que descubra la presencia de Dios en la misma carne de la vida, en el amor personal, el nacimiento… Desde ese trasfondo podemos descubrir y descubrimos a María como transparencia del Espíritu Santo en la misma “carne”, es decir, en el encuentro de amor personal, entrando en la misma dinámica de amor del mundo.

El desarrollo de ese tema nos llevaría a un estudio más profundo de la mediación “mariana” del evangelio, es decir, de la relación entre Jesús y la vida humana. Si Dios me da tiempo para pensar y seguir escribiendo ofreceré algunos pensamientos nuevos sobre el tema en los próximos meses. Por ahora, buen Adviento con María.

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