«Cuando era pequeña tenía pensamientos o sensaciones al estar con una amiga y pensaba que no era normal. Me resultaba extraño. En mi entorno veía a mis primas más mayores que se casaban o que les gustaban los niños, y yo me fijaba en las niñas», cuenta Teresa. A los 14 tuvo su primer novio, quería probarse a sí misma, quería ser ‘normal’. «Estaba pedida, iba a casarme con aquel chico, pero no le quería. Por mi madre aguanté un tiempo con él, ella me decía: “Ya le conoces, es de buena familia, tiene cierta posición…”. Lo dejé y me di cuenta de que era lesbiana». Reconocérselo a sí misma no alivió la situación. «Recuerdo cuando ya se murmuraba que podía ser homosexual y fui a buscar a una amiga para ir al culto. Salió su padre y me dijo que me fuera, que su hija no iba a ir más conmigo».
En su barrio, Orcasitas (Madrid), corrían rumores de que Teresa estaba con otra chica, también gitana. Velaron su relación, pero los comentarios y la actitud de algunos vecinos —«nos llegaron a escupir por la calle»— las asfixiaban.
Mujer, gitana, lesbiana. Minoría absoluta.
Su padre quiso entonces poner tierra de por medio y obligó a su familia a mudarse a otra ciudad. Se marcharon y los comienzos, con un final así de sísmico, fueron complicados. «No quería salir de casa. Era una chavala joven, tendría 20 años, pero estaba enfadada con el mundo, con mi padre y conmigo misma por no tomar las riendas de mi vida». A los pocos meses conoció al que sería su prometido. Sí, su prometido. «Al principio no quería nada con él, le consideraba un amigo. Pero quedábamos mucho, a escondidas de mi padre, claro. Porque en los gitanos, que salgas de calle con un chico que no es tu novio se ve mal. Me fue gustando poco a poco y ahí es cuando acabé de volverme loca. Me cortejaba como yo lo había hecho antes con otras chicas y pensaba: ¿soy bisexual?».
Un día, en la playa, le pidió matrimonio. Él tenía cáncer de médula, pero en teoría ya lo había superado. A los pocos días de prometerse, el padre de Teresa decidió que volvían a Madrid. «Me dijo que se vendría conmigo cuando todo estuviera más calmado, hablábamos todos los días, hasta que se debilitó y lo ingresaron en el hospital. Llamé a su madre y me dijo que no siguió con la quimioterapia como debería haber hecho. Quería que le viera con pelo. Murió y yo ni siquiera pude ir al entierro porque en mi casa era un tema tabú».
Para Teresa es importante contar todo esto por un motivo: «Mi padre nunca estuvo ahí para mí porque yo era diferente, me maltrataba porque sabía cuál era mi condición sexual. Me había enamorado de un hombre, sí, pero yo era lesbiana». La situación en casa empeoró a partir de entonces. «Dormía con tres cerrojos en mi habitación porque si mi padre tenía que tirarme un plato a la cabeza, me lo tiraba».
Gitanas Feministas por la Diversidad
El antropólogo David Berná, que ha estudiado la homosexualidad en esta comunidad, afirma que ser gay es más complicado para una gitana que para un gitano: «Las normas de género en esta comunidad son muy rígidas. Como ocurre con cualquier minoría, fortalecen su cultura para que no les cambien la identidad. Hay mucho miedo a cambiar sus valores por si eso significa dejar de ser gitanos. El control sobre la mujer es mucho mayor: en ellas reside la honra de la familia». Ser madres, ser esposas. «Por ello, consideran que ser lesbianas es de payas, no de gitanas», añade Berná.
Precisamente lo que reivindica la Asociación de Gitanas Feministas por la Diversidad es que «no por ser lesbiana, gay, transexual (o lo que sea) vas a ser menos gitano o gitana». La presidenta, María José Jiménez, considera que la intolerancia o el machismo no son características intrínsecas a su cultura. «Hemos sido un pueblo muy machacado. Sin formación ni herramientas. Han sido las circunstancias las que nos han abocado a ser así. Un ejemplo: si no tienes agua caliente, no vas a poder ir limpio. No es que ir sucio forme parte de tu cultura». A pesar de ello, Jiménez reconoce que los clichés femeninos del pasado —estar en casa, cuidar de los hijos, obedecer al marido— se han cronificado y por eso muchas mujeres repiten los patrones de sus madres y abuelas.
Para los gitanos el entorno es hostil, como explica David Berná: «Muchos solo han tenido un único espacio vital relacional, y si salen de él siguen viendo racismo». Lo que conocen se convierte en un lugar seguro donde no son “el otro”: sus costumbres, sus tradiciones, sus reglas. Blindarse con una armadura cultural para sobrevivir. Por ello, la herramienta principal de muchas gitanas lesbianas para contactar con el exterior sin sentirse desterradas es internet. «A través de la red pueden experimentar con otras mujeres, conocen, además, el mundo asociativo, ven que hay más personas que piensan y sienten como ellas. Y eso les da autonomía», asegura el antropólogo.
El mundo lésbico y los chats
Mara es de un pueblo de Albacete y reconoce que internet ha sido el mejor medio para conocer chicas. Ahora es mediadora social, aunque abandonó el instituto a los 16 años: «Un profesor me dijo que qué más daba si tenía los deberes hechos o no si al final iba a acabar en el mercado». Igual que Teresa, Mara también se dio cuenta de su orientación con apenas 8 años: «Mientras las niñas de mi clase de fijaban en el profesor, yo me fijaba en la profesora». «He estado con chicos para experimentar, intentaba que me gustase porque se suponía que a mí, evangelista y que siempre iba al culto, educada desde pequeña en la sacralización de la virginidad, era lo que tenía que gustarme. Pero era como besar una almohada», cuenta.
Esta gitana aboga por el aperturismo sexual para comenzar a cambiar las cosas. «Parece que el coño de la mujer sea parte de la cultura gitana y que si se acaba con la idea de que ellas deben llegar vírgenes al matrimonio, se acaba con la cultura gitana. Quiero que todas decidan acostarse con quienes quieran, hay muchas chicas gitanas que no saben ni qué es un orgasmo». Ahora, con 32 años, propugna esta idea sin titubear, pero hasta los 19 no se atrevió a estar con una chica. «A esa edad pensé: tengo que besar a una tía ya, a ver si me gusta».
Comenzó adentrándose en el mundo lésbico a través de chats, hasta que llegó al de Chueca. Conoció a gente del mundo asociativo de Madrid, por lo que aprovechaba sus visitas a la capital no solo para acudir a charlas y conferencias, también para conocer a chicas. «Una amiga me llevó a Chueca por primera vez y me ‘entró’ una colombiana de 1,80 y me asusté. Que yo soy de un sitio muy pequeño, al principio no era fácil para mí».
Aunque ha asimilado totalmente su sexualidad, la única persona de su familia a la que le ha dicho que es homosexual es a su hermana pequeña, de 17 años. «Me dice que haga lo que quiera, aunque luego me dice que no quiere ser como yo. Que ella quiere un marido e hijos, y yo le digo que ni se le ocurra casarse tan joven. También me pincha con que si las mujeres queremos más libertad, la solución es una cocina más grande. No sé si he hecho algo mal, si lo dice de verdad o no, si es para hacerme daño porque no acepta que sea lesbiana…». Mara intuye que sus padres lo saben, pero no considera necesario confirmarles la sospecha: «No me hace falta decírselo a nadie. Yo sé cómo soy, y pienso que si Dios es bueno, qué más da a quién quieras y quién te quiera».
El matrimonio de una gitana y una paya
Gitana, casada con una paya y madre de dos niñas. La historia de Raquel Saavedra parece, a priori, la más complicada. Sin embargo, nunca ha tenido problemas con su condición sexual. Diplomada en Trabajo Social y con un padre formado en idiomas y hostelería, Raquel, de 39 años, reconoce que su familia no entra «dentro de los clichés que se suelen asociar a los gitanos». Sentada en el sofá de su casa en Mérida, donde vive junto a María José y a sus dos hijas adoptadas, María José y Alba, cuenta que su esposa es la primera (y única) mujer con la que ha estado.
Raquel y María José en el salón de su casa, en Mérida.
Tras estudiar la carrera en Sevilla, donde se crió, se fue a Mérida con una beca de investigación de Cruz Roja. Poco después pasó a ser orientadora laboral en barriadas gitanas para la Fundación Secretariado Gitano. Hace 18 años conoció a María José, trabajadora de acogimiento familiar. Por aquel entonces, Raquel estaba prometida con un hombre. «Yo siempre supe que me podían atraer tanto chicos como chicas, pero nunca ha sido una lucha interna para mí. La vi y me enamoré», recuerda. Los familiares de ambas saben que están juntas, aunque el único al que le ha costado aceptarlo es al padre de Raquel. «Pero no por ser gitano, más bien por ser testigo de Jehová. Para él esta era una casa de pecado», explica.
El suyo no es un caso representativo de las gitanas lesbianas, como ella misma reconoce: «Para mí no lo ha sido, pero ser gitana y homosexual es muy difícil. A mí, por el reconocimiento profesional y el respeto que me tienen en la comunidad, porque he trabajado con ellos y les he ayudado, no me van a cuestionar. Pero en términos generales es muy complicado. Es una sociedad todavía muy machista, donde la mujer tiene un destino muy claro: “viene aquí a darme familia”. Si eres lesbiana piensan que ya no vas a tener niños, que no vas a ser madre, que no vas a tener un varón al que someterte. Puede que de mí lo piensen, pero no me lo dicen». Incluso en instituciones como el Secretariado Gitano es un tema tabú. «Se habla de mujer, de juventud, de promoción de la comunidad, de educación, de inclusión… ¿y en todo eso no entra la diversidad sexual? Piensan que es mejor dejarlo pasar, si no, perderían sinergias con ‘hombres de respeto’, con patronos…», apunta Raquel.
La solución al problema, según ella, pasa por la formación general y por aumentar la autoestima como pueblo: «Educar a la gente en la tolerancia es básico. Y valorarnos más: nosotros aportamos cosas a la sociedad, no solo vandalismo, robos y drogas. Por ejemplo, el respeto a los mayores, la palabra dada [cumplir lo que dices], el amor por la familia o los ‘hombres de respeto’, que no patriarcas. Porque de hecho, la madre es la que lo lleva todo. Es una estructura más matriarcal que patriarcal». Considera que su pueblo debería ser más abierto y aceptar la evolución natural de la sociedad, aunque el único remedio que ve a corto plazo es trabajar de manera gradual: «Bocadito a bocadito, familia a familia».
Una de las últimas conversaciones que Teresa mantuvo con su padre prueba la teoría de Raquel sobre el cambio desde dentro. Tras irse de casa sin nada, ni siquiera formación —tuvo que dejar el colegio cuando era pequeña para cuidar de sus hermanos—, pasó los primeros meses en casa de una amiga. Con las emociones trituradas, poco a poco todo se fue recomponiendo. Estuvo tres años sin hablar con su padre, hasta que una Nochebuena, en la que se suponía que él no iba a estar, apareció. «Con el día a día le fui viendo más. Pero no tengo una relación buena con él. Ha cambiado, sí, porque no le ha quedado otra. Ya no estoy a su alcance. Lo que para él era feo y deshonroso ya no lo ve, no lo escucha».
En julio, la madre de Teresa se enteró de que iba a participar en el Orgullo Gay de Madrid. «Me dijo que no fuese, que eso salía en la tele, que si mi padre lo veía… Oí que él se le acercaba y le decía a mi madre que le pasase el teléfono. Se puso y me preguntó: “¿Por qué lloras? ¿Te vas al Orgullo? Pues vete, hija, que yo no voy porque a mí no me gusta eso, si no, me iría contigo. ¿Sabes el dolor que me llevo yo? Que lo he intentado contigo por las buenas, por las malas, te he pegado, te has ido de mi casa, te he maltratado, y al final para qué, para nada. Lo único que he hecho es perderte”».
Teresa, al igual que Mara, ha preferido dar un nombre falso y no ser fotografiada. Este es el cajón con el que hace percusión (también es cantaora), que lleva impresa la bandera gitana.
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