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1. XI. 14. “Todos los Santos”

Sábado, 1 de noviembre de 2014

imagenes-de-santosDel blog de Xabier Pikaza:

Empecemos haciendo una breve distinción:

— En la terminología ordinaria de la iglesia católica, sólo algunos hombres y mujeres especialmente destacados por sus virtudes morales son llamados santos, y declarados tales (después de ser beatos) a través de un proceso de canonización canónica, bastante complejo (del que hablaré al final de la postal)

— En Nuevo Testamento, santos son todos los cristianos, pues han sido elegidos y santificados por el Espíritu de Cristo. Así dice Pablo a los de Roma que han sido «llamados a ser santos» (cf. Rom 1, 7; 1 Cor 1, 2). También llama santos a los ángeles de Dios, como hacía la apocalíptica judía (cf. 1 Tes 3, 13. Pero eso no ñe impide llamar santos a todos los cristianos (cf. Rom 16, 2. 15; 1 Cor 1, 2; 6, 1; 2 Cor 1, 1; Flp 1, 1 etc).

— En la línea anterior, conforme a la primera Iglesia de Jerusalén, santos son los pobres (como sabe el mismo Pablo: cf. 2 Cor 8, 4; 9, 1; Rom 15, 26), de forma que venerarles, alabando así la gloria de Dios, es acompañarles, en gesto de comunión y servicio social, concreto. Desde ese fondo, los textos más “judíos” (jesuánicos) del NT, como Mt 25, 31-45 (y la parábola de Lázaro y Epulón) suponen que son santos excluidos sociales, los hambrientos y oprimidos.

Desde ese triple fondo quiero ofrecer una simples reflexiones que pueden ayudarnos a situar mejor al tema, poniendo de relieve no sólo la santidad del “cielo” sino la de la “tierra” (Imágenes, junto a las más conocida que que evoca a los canonizados por Roma, con María, La madre de Jesús, presento otras dos muy significativas: una de “Santos inocentes”, según la novela de Delibes (película de Camús), otra tomada de una pintura de Maximino Cerezo Barredo). Buen día a todos.

Texto litúrgico: Apocalipsis 7,9-14

Después esto apareció en la visión una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritaban con voz potente: “¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!”

Y todos los ángeles que estaban alrededor del trono y de los ancianos y de los cuatro vivientes cayeron rostro a tierra ante el trono, y rindieron homenaje a Dios, diciendo: “Amén. La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén.”

1. Un recuerdo histórico. Lo sagrado, numinoso y santo
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En general, a partir de una obra R. OTTO, buen conocedor del judaísmo, titulada Das Heilige (Lo santo: 1917), se ha venido definiendo la religión como experiencia de santidad. Santo es aquello que se opone a lo profano (a las cosas ordinarias de cada día), viniendo a presentarse como pavoroso, tremendum (temor), porque se impone sobre el hombre, sacándole de sí mismo y atrayéndole de un modo muy fuerte. En ese contexto, las primeras notas de “lo santo”, que R. Otto deducía de la experiencia del judaísmo (partiendo, sobre todo de sus grandes teofanías: Ex 3; Is 6…) son la majestad y la energía.

(a) Lo santo o numinoso es majestad, del latín maius, algo que es siempre más grande. En ese sentido, lo santo es lo supremo, aquello que aparece como exceso de ser, como superabundancia o plenitud que desborda todas las posibles concreciones históricas y objetivas. En ese sentido, lo santo es siempre “más”, de manera que ante el despliegue de la Majestad surge el pavor, la sensación de pequeñez suprema: el hombre no puede esconderse o resguardarse, nada pueda hacer, sino sólo descubrirse criatura, nada, quitarse las sandalias, taparse el rostro, pues no se puede ver a Dios (cf. Ex 3, 5; 33, 20-23).

(b) Lo Santo es energía, es decir, poder originario, que se expresa en forma de fuego o de viento, de inmenso terremoto. Dios viene, todo tiembla, como en el Sinaí (cf. Ex 19, 16-22).

(c) Pues bien, en esa línea, desde el mensaje de Jesús, santo es cada hombre y mujer: es presencia del misterio de Dios, tiene valor infinito, no por sus virtudes morales (¡que son buenas!), sino por el hecho de que Dios ama a cada uno, y habita en su interior… de un modo especial, esa santidad de Dios se despliega, según la Biblia, en los pobres y excluidos, huérfanos, viudas, extranjeros… en todos los expulsados de la vida.

2. Primera lectura: Visión de Isaías 6, 1-13, el Dios Santo.
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Sanctus de Dios. Este pasaje marca un momento importante en la revelación del Dios israelita como santidad. El profeta ve a Yahvé sentado sobre un trono alto y sublime, llenando el templo con los bordes de su manto. A su lado había unos serafines que cantaban Qados, Qados, Qados Yhavé Seba’ot… (¡Santo!Santo!¡Santo!).

Éste es el atributo primordial de Dios, su santidad. Todo lo que existe sobre el mundo es realidad profana, valor que se consume, vanidad y muerte. A Dios se le define, en cambio, como Santo, en palabra que no pueden pronunciar los hombres de la tierra. Por eso la proclaman sin cesar, en alternancia antifonal, los músicos celestes, sacerdotes/serafines que expresan la potencia laudatoria, paradójica y sacral del cosmos.

Los hombres son santos. Éste es el canto de Yahvé, Dios que ha revelado su nombre a Moisés en el desierto (cf. Ex 3, 14). Los serafines no pueden contemplarle, pero cantan. No alcanzan su misterio más profundo pero pueden y quieren alabarle, pronunciando sacralmente su nombre y su mismo sobrenombre: es Seba´ot, el elevado, el que “hace la guerra” con su ejército de estrellas; es Dios victorioso, que reina y extiende desde el cielo su dominio sobre todo lo que existe. Por eso continúa el canto, en contrapunto de gozosa admiración: ¡la tierra toda está llena de tu gloria! Pues bien, este Dios de la santidad hace a los hombres santos, a todos…Por eso, Isaías se siente llamado a proclamar la santidad de Dios en la vida de todos los hombres.

3. Código de la santidad, una santidad más ritual.

El llamado Código de la Santidad, que constituye la culminación del libro del Levítico (Lev 17-26), constituye una especie de “ritual de la santidad”, que debe regular la vida de lo sacerdotes (y después de todos los israelitas), manteniéndoles separados de la contaminación del mundo. Es una santidad que no se expresa en la pobreza de los excluidos y en el amor de aquellos que les ayudan sino en el culto litúrgico y en el cumplimiento de los mandamiento. Así lo indica de un modo especial el conjunto de mandamientos incluidos en el capítulo 19, que empieza así:

«Sed santos, porque yo, Yahvé, vuestro Dios, soy santo. Cada uno de vosotros respete a su madre y a su padre. Guardad mis sábados… No acudáis a los ídolos, ni os hagáis dioses de fundición…» (Lev 19, 2-4).

Los israelitas han de ser santos en sentido ritual más que moral (¡no se excluye lo moral!) , en sentido religioso más que puramente ético… Son santos porque han resguardado su vida dentro del cerco de separación que Dios mismo ha fundado a través de su Ley sagrada.

Ciertamente, la santidad incluye elementos morales (como el honrar a los padres y el amar al prójimo de Lev 19, 3.18); pero en el centro de los mandamientos no hay una preocupación puramente ética, sino más bien religiosa. Toda la vida del israelita tiene que ser como un sacramento de la santidad de Dios. Ésta es la tarea de los hombres: mostrar en la tierra la santidad de Dios.


4. El Santo de los Santos… Del templo santo, a los santos hombres.

a. Santo es el templo La santidad de Dios se hallaba vinculado de un modo muy fuerte a un “lugar” particular, situado en el interior del santuario de Jerusalén, más allá de la segunda cortina, que separaba el “santo” (donde podían entrar los sacerdotes una vez al día, con ofrendas), del “santo de los santos” o santísimo, donde sólo entraba una vez al año el Sumo Sacerdote con la sangre de los animales especiales sacrificados el Yom Kippur:

«Di a tu hermano Aarón que no entre en cualquier tiempo en el santuario, detrás del velo, ante el propiciatorio que está sobre el arca, para que no muera, pues yo me manifestaré en la nube, sobre el propiciatorio. Aarón podrá entrar con esto en el santuario: con un novillo para el sacrificio por el pecado y un carnero para el holocausto. Se vestirá la túnica santa de lino, y los calzones de lino estarán sobre su cuerpo; se ceñirá el cinturón de lino y pondrá el turbante de lino sobre su cabeza. Éstas son las vestiduras sagradas; se vestirá con ellas después de lavar su cuerpo con agua. Tomará de la congregación de los hijos de Israel dos machos cabríos…» (cf. Lev 16, 2-5).

b. Pero todo el Antiguo Testamento saben que santos de un modo especial son los hombres, cada uno de ellos es un Santo de los Santos, un sagrario de la santidad de Dios. El santo de los santos es el mismo corazón del hombre, de cada hombre, como han comenzado a mostrar los grandes profetas de Israel, partiendo de Amós y Miqueas. Para ellos, la santidad es la vida del hombre, de cada uno de los hombres…. Ciertamente, esos profetas pueden admitir la santidad del templo como signo religioso, pero a su juicio la verdadera santidad de Dios se identifica con la vida de los hombres, y en especial, con la vida de los más pobres.

5 Jesús y la santidad cristiana.

Jesús no ha sido un sacerdote y, por eso, no ha desarrollado una visión especial de la santidad de Dios en términos sacrales (en la línea del Santo de los Santos del templo, ni en la línea de los sacrificios, como hicieron los maestros de Qumrán.

Jesús retoma más bien la línea de los profetas, e identifica la santidad de Dios (¡santificado se tu Nombre) con la llegada del Reino, es decir, con el pan compartido y con el perdón mutuo, conforme al Padrenuestro.

De esa forma, Jesús vuelve a situar la santidad en el espacio abierto de la vida de los hombres y mujeres (sin distinción de jerarquías santas…), una vida abierta a los excluidos y pobres, una vida en la que todos pueden encontrar y encuentran un lugar, porque Dios llama a todos (y en todos habita).

En un sentido estricto, para Jesús todo lo que existe es sangrado, siendo profano. Más aún, de un modo provocativo, Jesús ha buscado la presencia de Dios en aquellos hombres y mujeres que parecían más alejados de la santidad de Dios, en los publicanos y las prostitutas (cf. Mt 21, 31; Mc 2, 15-16). A su juicio, la santidad de Dios se revela en el amor a lo pequeños y marginados, a los excluidos y negados del pueblo. Más aún, Jesús hizo un gesto provocador contra el Templo de Jerusalén, negando en el fondo su santidad (Mc 11, 15 par).

Siguiendo en esa línea, podemos afirmar que Jesús fue crucificado, de algún modo, por “blasfemo”, por haber ido en contra de la santidad oficial de los sacerdotes de Israel, tal como se hallaba centrada en el templo (cf. Mt 26, 65). Por eso, a su muerte “el velo del templo se rasgó” (Mc 15, 38), en un sentido simbólico, pero muy real: había acabado la división ritual antigua de la santo y lo profano. Conforme a la Ley de la santidad israelita, Jesús murió como un impuro, un maldito (cf. Gal 3, 13).

6. Desde el fondo anterior se entienden las referencias fundamentales a la santidad en los evangelios.

(a) Oración de Jesús: santificado sea tu nombre (Lc 11, 2; Mt 6, 10). La santidad del Nombre de Dios no está en los ritos sacrales del Levítico, sino en la libertad y plenitud de los hombres (en la línea de Ez 36, 23). La Santidad de Dios se expresa en la llegada del Reino.

(b) Espíritu santo: liberación de los endemoniados. La misión de Jesús resulta inseparable de la acción del Espíritu de Dios, que es santo porque libera a los endemoniados (cf. Mt 12, 28), haciendo así que el Reino de Dios se haga presente en el mundo. La Santidad de Dios y de los hombres se identifica con la acción creadora de su Espíritu Santo, en su lucha contra lo “diabólico”, a favor de los pobres del mundo.

c) Los cristianos son “santos”, como ha puesto de relieve san Pablo (cf. i Cor 1, 2; 1 Cor 1, 1), pero no porque cultiven unos rituales como los del Código de la Santidad del Levítico, sino porque han sido amados por Dios y redimidos de un modo gratuito por Cristo. En ese sentido se puede y se debe decir que toda la vida de los creyentes es santa, en su carácter más normal y más profano, porque es vida de hombres y mujeres a los que Dios ama. Se ha roto el velo que dividía lo sacral y lo profano; por eso, todo es santo para aquellos que acogen la vida de Dios, para los que creen. Desde ese fondo, la Iglesia católica ha destacado un modo especial de santidad, vinculada al culto a los santos.

d) Todos los hombres son santos,… aquí en la tierra, como amados de Dios, portadores de un valor sagrado. Pero de un modo especial son santos, revelación de la gracia y santidad de Dios, los pobres del mundo, los rechazados y oprimidos, como supo la primera Iglesia de Jerusalén, a la que hemos aludo al principio de esta reflexión.

6. Canonizar a los santos

(a) Es bueno “canonizar” a ciertos hombres y mujeres ya fallecidos…. No está mal declararles, haciendo una lista de personas ejemplares que se pueden venerar e imitar: Pedro y Pablo, Antonio y Francisco, Teresa y Juan… Pero no resulta del todo clara la forma actual de canonizar a algunos, con un método canónico ritualista.

(b) Es bueno canonizar a los pobres del mundo, abriendo para ellos un espacio de vida, acompañándoles, compartiendo con ellos el camino de la vida, como don del Dios santo. La tarea máxima de la iglesia no es canonizar santos del cielo… sino mostrar la santidad de todos los hombres y mujeres de la tierra, en un camino de solidaridad y de ayuda mutua.

Sólo haciéndose iglesia de y con los pobres del mundo la Iglesia podrá atreverse a decir una palabra de santidad sobre la tierra.

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