“Cosas de la noche (II): la sed”, por Gema Juan OCD
La vida no es un mar tranquilo, una línea recta o un tramo llano donde se sucede el tiempo y los acontecimientos se entrelazan. Tiene ritmo ondulatorio, grandes desniveles, arriba y abajo y, a veces, se pierde el equilibrio. Hay, dice Juan de la Cruz, un «anochecer y amanecer a menudo».
Él se propone acompañar para que los desequilibrios, inevitables, no arrollen todo a su paso. Es cierto que es un maestro radical, que no le gusta detenerse en las cosas de poco tomo, salvo para despejarlas rápidamente. Pero, desde su posición, abre una puerta para que cada quien llegue hasta donde pueda o quiera.
El lenguaje de Juan resulta a veces fuerte, aunque para quien vive una noche, resulta iluminador, porque se ve reflejado. Hay más y menos, y él dice que la noche es primero «amarga y terrible» y, después, «horrenda y espantable». Rumi, el místico sufí, hablaba de ella como de «un cúmulo de penas que violentamente dejan tu casa vacía de muebles». Las noches tienen algo de implacable.
La sequedad es una de las cosas que definen la noche, cuando de una manera u otra, el paisaje de la vida se vuelve completamente árido. Entonces, la sed puede guiar hasta el manantial, pero también paralizar totalmente. Juan sabe que, al fondo de todo, se trata de «sed de amor» y va a ayudar a mantener la sed de una manera que sea positiva, es decir, que haga caminar dando pasos hacia el manantial más profundo, pero bebiendo a lo largo del camino.
En su precioso «Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios por fe», dice: Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche. Y allí escribirá que es tan caudalosa que riega infiernos, cielos y las gentes, es decir, el agua cubre todo y nada queda fuera de su alcance. Mientras se vive, y aunque sea en medio de la noche, la confianza permite siempre beber.
Del sediento, dirá Juan, que «en el interior conoce una falta de un gran bien» y le avisa de que necesita un traje para el camino. Un vestido de tres colores, «blanco, verde y colorado». No es un capricho colorista del maestro, es solo una imagen de las tres cosas necesarias para el camino, «las tres virtudes teologales, que son: fe, esperanza y caridad».
De modo que avisa: «Sin caminar a las veras con el traje de estas tres virtudes, es imposible llegar a la perfección de unión con Dios por amor». Es este vestido el que «libra y ampara», en las adversidades del camino y, también, el que «despoja y desnuda» de otras ropas que no sirven para caminar.
Juan lo tiene muy claro: las sequías que se pueden vivir a lo largo de la vida tienen dos causas. Por un lado está el andar sin el traje adecuado. En lenguaje sanjuanista: vivir sin fe, esperanza y amor genera continuos agostamientos. Y, por otro lado, cuando la «sed de amor» es la que alienta la vida, siempre se desea crecer más y en el amor solo se avanza a base de desnudarse de lo que no viste: del egoísmo. El despojo, voluntario o imprevisto, también hace entrar en la aridez.
El maestro avisa, además, de que no todo es sed. A veces hay «tibieza» y esta se caracteriza por la flojedad, decae la voluntad y el ánimo, y se pierde la «solicitud de servir», que es precisamente lo que define la sed: el deseo de amar. La tibieza aleja de la voluntad de avanzar.
Para poder distinguir tibieza y sed, Juan explica largamente lo que a través de las sequedades se aprende. Son tantas cosas que no se pueden nombrar, pero basta decir que la sed da «ordinaria memoria de Dios». Esa memoria limpia de las cosas que «embotan y ofuscan el ánima» y, sobre todo, de la ansiedad por ellas. También dirá que «estas sequedades hacen, pues, al alma andar con pureza en el amor… ya no se mueve a obrar por el gusto». La sequedad realiza el mejor despojo.
Así es como la persona se hace «no presumida ni satisfecha», es decir, se vuelve realmente amable, «y de aquí nace el amor del prójimo, porque los estima y no los juzga como antes». Y advierte que todo esto empieza a suceder porque ha «cobrado fortaleza en Dios por el dulce y sabroso trato» con Él. El roce con Dios es lo que va haciendo «la igualdad de amor».
Sobre la sed y las sequedades queda mucho por decir pero, para empezar, bastaría comprender que la sed más honda del ser humano es la «sed de amor», de amar y ser amado. Después habrá que ocuparse de algunos «empachos» que no dejan caminar y, sobre todo, de la «cristalina fuente», de donde «manan al alma las aguas de todos los bienes».
Ahora, importa recordar que Dios, que es solo amor, «nada precia ni de nada se sirve fuera del amor». Y vive ocupado en acompañar a cada ser humano a la fuente de agua viva, aunque sea necesario atravesar muchas noches, para que sienta «que por todas partes rebosa aguas divinas», cuando se deja en sus manos, cuando se viste de amor.
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