Dom 14. 9. 14. Exaltación de la Santa Cruz
Leído en el blog de Xabier Pikaza:
Dom 14.9 14. Fiesta de la Santa Cruz. El signo de la cruz constituye quizá la mayor aportación del cristianismo a la simbología y a la experiencias de las religiones Ciertamente, un tipo de cruz se ha utilizado desde hace mucho tiempo, como símbolo solar (cruces aspadas, laburus) o como signo de todo el cosmos, especialmente en clave espacial (cuatro líneas abiertas a los cuatro puntos cardinales que se cruzan en un centro).
Sin embargo, ninguno de esos elementos constituye el rasgo específico de la cruz cristiana, que ha empezado siendo un signo de tortura y un patíbulo donde Jesús ha muerto, en contra de las expectativas y esperanzas de sus seguidores. La cruz es el signo supremo de la injusticia de la historia, de la prepotencia asesina de los poderosos, del sufrimiento y muerte de los vencidos.
Pero esa cruz, con un hombre muerto en ella, siendo en principio el escándalo supremo de la fe, se ha interpretado después, partiendo de la pascua, como símbolo mesiánico y como principio de seguimiento cristiano.
Es normal que los cristianos celebren su fiesta. Por si a alguno le sirven presento unas reflexiones de tipo más litúrgico tomado de mi Diccionario Bíblico, con el famoso signo de la Cruz de la Cartuja de Miraflores (Burgos) que comento al final del post. Buen día a todos.
Texto Juan 3,13-17
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: “Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen el él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.”
El escándalo de la cruz
ha sido formulado de manera clásica por Pablo: «Los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero para los llamados, poder y sabiduría de Dios, porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1 Cor 1, 22-25). Más aún, Pablo sabe que, conforme a la Ley de Israel, la cruz es una maldición: «Maldito es aquel que ha sido colgado de un madero» (Gal 3, 10, con cita de Dt. 27, 26).
Los evangelios han escenificado esa maldición de la cruz en unos relatos de fuerte dramatismo. Los espectadores que pasan ante el Calvario se mofan de Jesús crucificado y, de un modo especial, lo hacen los sacerdotes y escribas, indicando con sus burlas que Dios ha rechazado a Jesús. La cruz no es para ellos un signo de presencia, sino de abandono de Dios: «¡Ay, tú que destruías el templo y lo reedificabas en tres días! ¡Sálvate a ti mismo, bajando de la cruz!… Y de manera semejantes, los sumos sacerdotes, riéndose entre sí, con los escribas, decían:¡A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse! ¡El Mesías! ¡El rey de Israel! ¡Que baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos! (Mc 15, 28-32). El mismo Jesús reconoce el escándalo y grita: «Eloí, Eloí, ¿lemá sabaktaní?, es decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 14, 34), ratificando con su fracaso y soledad el escándalo de una vida humana sometida a la injusticia y sufrimiento.
Un escándalo anunciado: era necesario.
Para aquellos que saben leer las Escrituras y la paradoja de la historia humana, la cruz se ha venido a presentar como signo supremo de solidaridad de Jesús con los pobres, llegando a ser de esa manea un símbolo mesiánico. Esto es lo que han descubierto y formulado los cristianos cuando han dicho que era necesario (dei): era necesario que el Hijo del hombre padeciera (Mc 8, 31 par), compartiendo así la suerte de los hombres y mujeres que buscan y fracasan, que sufren y no logran descubrir la verdad. Ellos, los dolientes de la tierra, los perdedores de la historia son ahora la comunidad de Jesús, forman su iglesia.
Esta no es una necesidad ontológica, vinculadas a los mitos del eterno retorno del sufrimiento, sino una “necesidad” histórica (o quizá mejor una fatalidad y un pecado), que la Escritura había ido descubriendo y mostrando en algunos de sus textos más paradigmáticos (el → siervo sufriente del Segundo Isaías, el justo perseguido de Sab 2). Este descubrimiento de la necesidad del sufrimiento constituye la primera norma interpretativa cristiana del Antiguo Testamento, el principio hermenéutico supremo de la iglesia (cf. Lc 24, 26.44; Hech 1, 16).
El Cristo crucificado.
Los investigadores no han llegado todavía a un acuerdo total sobre la manera en que Jesús entendió su tarea mesiánica; pero es evidente que el letrero de la cruz: «Jesús nazareno, rey de los judíos» (cf. Mc 15, 26 par) ha golpeado la conciencia de los cristianos, de manera que han descubierto la verdad de ese letrero. Lo que Pilato había hecho escribir en son de burla y condena lo toman ellos como signo de la verdad de Dios. En esa línea se sitúan las más solemnes confesiones de Pablo, que entiende a Jesús crucificado como presencia y revelación suprema de Dios (cf. 1 Cor 1, 13. 22; Flp 2, 8; 3, 18). Lo que era escándalo insalvable se convierte así en principio de fe. La cruz es la señal más alta de la presencia de Dios.
Tomar la cruz.
Desde aquí se puede dar un paso y afirmar que el camino de la cruz constituye el signo distintivo de los creyentes. Así lo dice Pablo, cuando afirma que sólo quiere conocer a Cristo y a Cristo crucificado (1 Cor 2, 2), para añadir después que él mismo quiere estar y está crucificado con Jesús (cf. Gal 2, 20; 3, 1). Desde aquí se entienden las palabras más novedosas de los sinópticos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará» (Mc 8, 34-35). Rehacer el camino de la cruz de Jesús desde su mensaje de Reino, en clave de pascua; esta es la novedad del cristianismo.
A partir de la experiencia cristiana primitiva, expresada por Pablo y los sinópticos, lo mismo que por el evangelio de Juan (cf. Jn 12, 32), la cruz ha venido a presentarse como signo de Dios y de la salvación de los hombres.
(1) Podemos presentar a Dios sin cruz, como una esfera,
encerrada en su quietud eterna, sin dolores ni problemas, sin cambios ni muerte en el mundo. Notas suyas serían la inmutabilidad, auto-contemplación y poderío: lo tiene todo y por tanto nada necesita. Frente a los restantes seres que ha creado, él se enclaustra inexorable en su propia perfección. Un Dios así, sin Cruz ni amor, es para muchos hombres y mujeres de este tiempo un enemigo. Pero el Dios de Jesucristo se introduce por la Cruz en nuestra historia y muere dentro de ella en favor de los humanos. Es un Dios de libertad, no es poder que goza obligando a que los otros le rindan reverencia, sino amor que se ofrece en gratuidad, abriendo así un espacio de vida compartida para los humanos.
(2) Los cristianos confiesan que Dios se expresa (se realiza humanamente) en la historia salvadora de la Cruz de Cristo.
Así entienden la Cruz como un momento integrante del proceso de amor, que brota del Padre, suscitando al Hijo como ser distinto de sí mismo y poniéndose en sus manos. El mismo Padre se regala (se pierde) dando su vida a Jesucristo: no clausura para sí riqueza alguna, no conserva egoístamente nada, sino que entrega a Jesús todo lo que tiene para que él pueda realizarse libremente. El Hijo Jesús, que ha recibido la vida del Padre, se la ofrece nuevamente, poniéndose en sus manos cuando entrega su vida por el reino (en favor de los humanos).
Entendida así, la Cruz, como expresión de entrega personal (poner la vida en manos del otro) pertenece a la esencia del amor, forma parte del misterio interno de Dios, entendido según Jn 17 y Mt 11, 25-27 como amor del Hijo y del Padre. . Dios es amor y no hay amor sin que el amante ofrezca su vida al amado, como el Padre que se entrega absolutamente al Hijo. No hay amor sin que el amado responda en acogimiento y confianza (Jesús se ofrece al Padre, poniéndose en sus manos). Esto es lo que aparece representado y realizado humanamente en la Cruz. Eso significa que la cruz pertenece al misterio de Dios En ella se expresa el don del Padre que regala su vida al Hijo (poniéndose en sus manos) y el don del Hijo que responde, entregándole la vida.
(3) Históricamente, Jesús ha expresado la cruz del amor divino en formas de dolor y muerte violenta.
Ha querido vivir y ha vivido el amor divino (gratuidad, plena confianza) en medio del conflicto y egoísmo de la historia. Así ha entregado su vida en amor, dejándose matar por el reino, en cruz que se vuelve asesinato. De esa forma ha expresado el amor pleno del Padre desde la conflictividad de una historia de violencia. Dios ha realizado su misterio de amor (Cruz pascual) dentro de una historia de violencia. (Cruz de pecado).
Humanamente mirada, la Cruz concreta de Jesús nace del pecado: él muere porque le han matado, como víctima de un asesinato donde se condensan todas las sangres de la historia (cf. Mt, 23, 35). De esa forma, en un plano histórico, la cruz es resultado de la lucha humana y expresión de la maldad suprema (pecado original) de la historia.
Pero, mirada en otro plano, ella aparece como Cruz pascual: momento en que se expresa y culmina el amor de Dios dentro del mundo. Precisamente allí donde los hombres quieren imponerse por la fuerza, instaurando su violencia, revela Dios su amor y Jesús le responde en amor pleno, muriendo en favor de ellos. Ambas cruces (la del pecado y la de la pascua) son inseparables y forman la única Cruz del Hijo de Dios (del amor trinitario) dentro de la historia. Por ella ha expresado Jesús su amor supremo en claves de gratuidad (ha muerto por el reino) y el Padre Dios le ha respondido de forma salvadora, acogiéndole en la muerte y resucitándole en su amor (Espíritu Santo), para bien de los hombres.
(4) La necesidad de la cruz es necesidad de gracia y no de imposición o destino cósmico.
Según eso, el dei (era necesario: cf. Mc 8, 31 par; Lc 24, 7. 26) forma parte del misterio de la gracia de Dios que sólo puede relacionarse con los hombres en gesto de amor que se entrega y da vida. Mirada así, la cruz pertenece al tiempo primigenio de la realización de Dios que sólo existe amando y dando vida. Por eso, la Cruz no es algo que Dios ponga a la fuerza sobre las espaldas de los otros, reservándose egoístamente un gozo sin Cruz, sino que ella constituye el centro y camino del misterio trinitario: sólo, siendo Cruz en sí, Dios puede ofrecerla a los humanos para que en ella culminen su existencia. Lo contrario podría ser sadismo. Por la Cruz, sabemos que el hombre sólo es dueño de sí mismo y creador de vida en la medida en que se entrega, como semilla de vida, en favor de los otros: «si el grano de trigo no muere…» (Jn 12, 24). Sólo quien pierde su vida para bien de los demás la encuentra y recupera.
(5) La Cruz, una experiencia trinitaria. Retablo de la Cartuja de Miraflores.
El signo de la cruz ha sido interpretado de muchas formas a lo largo de la historia cristiana, como pone de relieve el modelo exegético de la Wirkungsgeschichte o historia del influjo del texto.
Escogemos como ejemplo una representa¬ción clási¬ca: el retablo mayor de la Cartuja de Miraflores, en Burgos, Castilla. Dentro del óvalo de la divinidad, el Padre y el Espíritu, revestidos de símbolos reales, sostienen la cruz. Por encima sobrevuela el pelícano de Dios, la vida como entrega de muerte y como nuevo nacimiento donde se supera la muerte. En la parte inferior aparecen, como entrando en el óvalo sagrado, están la madre de Jesús y el discípulo querido, signo y compendio de la iglesia.
El óvalo de Dios es un mandala: el círculo de Dios, completo en sí, pero abriéndose por la cruz de Jesús hacia la iglesia. Dios es amor en sí mismo, Padre y Espíritu, un Dios a quien nadie ha visto, pero se abre y manifiesta por Jesús crucificado, que brota de su mismo seno divino (Cf. Jn 1, 18).
Como dice Pablo, los judíos quieren obras, señales poderosas del Dios creador; los griegos buscan sabiduría, conocimiento del misterio, pero «nosotros predicamos al Cristo crucificado, que es es¬cándalo para los judíos, necedad para los griegos (los gentiles). Para nosotros, los elegidos, es Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque lo necio de Dios es más sabio que los hombres y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1 Cor 1, 23 25). Cristo crucificado es la sabiduría, justicia, santidad y re¬dención de Dios (1 Cor 1, 30). Pero hay algo más: el Dios de la Cruz de la Cartuja es un Dios mismo que se hace presente como misterio trinitario. Comencemos por los dos extremos, donde están el Padre y el Espíritu, como contrapuestos, formando las dos alas de la divinidad, sosteniendo la cruz de Jesucristo. Ambos, unidos y distintos, Padre y Espíritu son los portadores del misterio.
El Padre aparece con los rasgos de gran sacerdote del Antiguo Testamento que recibe la ofrenda de Jesús y le sostiene en el momento mismo de la entrega. El Espíritu presenta también rasgos perso¬nales y así forma la pareja o complemento de Dios Padre; lleva en su cabeza la corona imperial, como signo de plenitud, expresión del mundo nuevo que surge por la entrega de Jesús, el Cristo; por otra parte, él aparece como joven todavía no sexuado o, quizá mejor, como doncella, mostrándose así como rostro femenino y materno de Dios. Ciertamente, Dios desborda todas las figuras y representa¬ciones sexuales de la tierra, pero puede presentarse como Padre masculino y como Espíritu femenino, que se reflejan de algún modo en las dos figuras inferiores del retablo, la madre de Jesús y el discípulo amado, que, como hemos dicho, penetran en el óvalo de la divinidad. Pero, dicho esto, debemos añadir que sólo podemos hablar del Padre y el Espíritu mirando al Hijo crucificado a quien ellos sostienen, como amor encarnado que se entrega por los hombres. Eso significa que sólo podemos comprender a Dios mirando hacia la cruz. Y sólo entenderemos la cruz si la miramos desde Dios.
Teniendo eso en cuenta podemos volver hacia el alto de la escena donde vemos el pelícano de Dios. No es la paloma del Espíritu Santo, sino el ave de la divini¬dad total, que preside sobre el miste¬rio, indicándonos sus rasgos pri¬mordiales. Conforme a una tradición antigua, el pelícano se hiere hasta morir, dando su sangre, para que de esa forma puedan crecer y alimentarse los polluelos (hijo) con la sangre de su madre. Así sucede en Dios: es la vida que se entrega hasta la muerte, haciendo así posible el surgimiento y y despliegue de la vida. Se entrega Dios por nosotros en Cristo, como pelícano de amor que muere para dar vida a los hombres. En este contexto, queremos recordar que en el Antiguo Testamento el pelícano era un ave impura (cf. Lev 11, 18; Dt 14, 17). Aquí aparece, en cambio, como signo de Dios.
cf. M. KARRER, Jesucristo en el Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 2002;
J. MOLTMANN, El Dios crucificado, Sígueme, Salamanca 1975;
X. PIKAZA, Este es el Hombre. Cristología Bíblica, Sec. Trinitario, Salamanca 1997; Historia de Jesús, Salamanca 2013
H. U. von BALTHASAR, «El misterio pascual»: MS III, 2, 143-336;
R. E. BROWN, La muerte del Mesías, Verbo Divino, Estella 2005;
H. SCHÜRMANN, ¿Cómo entendió y vivió Jesús su muerte?, Sígueme, Salamanca 1982; El destino de Jesús. Su vida y su muerte, Sígueme, Salamanca 2004).
He escrito sobre el tema un trabajo específico titulado El martirio. Solidaridad y victoria. Perspectiva bíblica, Testimonio, Santiago de Ch.166 (1998) 13-21. Pero no logro encontrarlo en papel ni en el disco duro. Si lo encuentro lo cuelgo un día en este portal de la red.
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