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James Alison: “De la imposibilidad a la responsabilidad: apuntes para una pastoral católica gay”. “Los caminos del Amor”. Conferencia internacional para una pastoral con las personas homosexuales y transexuales (Roma, 3 de Octubre de 2014).

Miércoles, 3 de septiembre de 2014

es_wol11El Sínodo extraordinario de los Obispos católicos sobre la familia, convocado en el Vaticano desde el 5 al 19 de Octubre de 2014, se interrogará sobre numerosos temas, desde las uniones «de parejas que viven juntas sin matrimonio religioso o civil», al acompañamiento de los divorciados de nuevo casados, a las uniones de personas del mismo sexo, al problema de la educación de sus hijos. Temas sobre los cuales la Iglesia Católica vuelve por fin a reflexionar y a interrogarse.

Varios grupos y movimientos católicos italianos e internacionales, a pocas horas del comienzo del Sínodo de los Obispos, han decidido organizar en Roma (Italia) para el próximo Viernes 3 de Octubre de 2014 la conferencia internacional “Los caminos del Amor” que quiere proponer a algunos teólogos, procedentes de varias partes del mundo, un tema desafiante: «Qué pastoral con las personas homosexuales y transexuales». Porque en efecto no se puede hablar de familia sin hablar de todas las familias, incluyendo a aquellas que han tenido, que tienen y que tendrán que enfrentarse con la homosexualidad.

“Los caminos del Amor”. Conferencia internacional para una pastoral con las personas homosexuales y transexuales (Roma, 3 de Octubre de 2014)

Aula magna de la Facultad de Teología Valdense, via Pietro Cossa 40, Roma (Italia), entrada libre

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James Alison: De la imposibilidad a la responsabilidad: apuntes para una pastoral católica gay

Si un domingo por la noche voy calle abajo de donde se ubica mi departamento en São Paulo, hay algo de lo que puedo estar seguro: encontraré cientos de chicos; en realidad, chicos gays y lesbianas de entre 14 y 18 años de edad.

Emos, góticos, con mohicanos y piercings, con la marca de diseñador de su ropa interior cuidadosamente visible, y con cuanta variedad en el vestir sea imaginable como demostración de toda la ansiedad y la gloria de la adolescencia. ¿Y por qué justo allí? Pues bien, hay un club grande en la esquina, en este que es el más popular de los dos principales barrios gays de São Paulo, que alberga una “matiné” o “función para menores de edad” los domingos por la tarde.

Hay realmente varios clubes de ese tipo, pero éste es el mejor ubicado.

Así es que, desde alrededor de las 4 p.m. y hasta cerca de la medianoche, los chicos que no serían capaces de entrar en un club regular a las horas nocturnas normales, pueden divertirse; cosa que hacen, tanto en el club como fuera de él, para disgusto de los conductores locales que se ven obligados a avanzar muy lentamente, ante la ineficacia del semáforo y bajo la mirada de una discreta presencia policiaca destinada principalmente a proteger a los jóvenes de brotes de violencia ocasionales.

Al fin y al cabo, de cuando en cuando los “cabezas rapadas” deciden envalentonarse, apareciéndose para dar a “los maricones” una ligerita paliza dominical. Para mi gran sorpresa, nunca he visto adultos depredadores merodeando al acecho de chicos menores de edad. En realidad, no estoy del todo seguro si los chicos siquiera se darían cuenta de que alguien lo intentara, dado que parecen encontrarse tan completamente inmersos en su propio mundo. Si alguien lo intentara, entonces, bueno, la actitud puede ser un arma fulminante, y estos chicos poseen actitud por montones.

¿Por qué comencé con esta imagen? Si ustedes me hubieran dicho, hace quince o veinte años, que algo como esto sería considerado realmente como muy normal en una ciudad importante, lo hubiera pensado imposible.

La total normalidad, la adorable aunque ligeramente histérica banalidad adolescente de todo esto es lo que parecería imposible. Hasta donde puedo entender, he aquí una generación cuya introducción en el mundo del cortejo, de las citas y de formar parejas, sucede al mismo tiempo que la de sus contemporáneos de la escuela media y de la secundaria, teniendo como fondo la misma música, moda, arranques de angustia, competencias de berridos y demás.

A pesar de que los chicos de mi barrio son capaces de expresarse de una forma particularmente libre, el hecho de que su patrón de relación sea con personas del mismo sexo no parece ser, en ningún sentido, la característica más llamativa o importante de cuanto rige sus vidas.

Ahora bien, permítanme llevarlos aún más abajo de la misma calle, justo pasando mi puerta delantera, de hecho. Al principio, no podrán notarlo, en medio de todas las formas normales de vida gay de acera, con grandes multitudes de hombres que se vuelcan a las calles para platicar pacíficamente fuera de los bares (las lesbianas tienden a congregarse en barrios ligeramente distintos); pero, si se quedan por ahí un buen rato, tengan por seguro que se darán cuenta de ello: la presencia de un número significativo de los que en el Reino Unido llamamos rent boys, “chicos de alquiler” en Estados Unidos “hustlers” y que en México se conocen como chichifos.

En cualquier caso, trabajadores sexuales. Uno de ellos una vez me hizo ver algo que yo no habría notado por mí mismo: si uno de sus colegas tiene joyas, por sencillas que éstas sean, es muy probable que no estén consumiendo drogas.

Dado que son gente pobre, las drogas que pueden permitirse son del tipo más nocivo y adictivo —crack y metanfetaminas—, y la ruta que lleva de la primera dosis a la pérdida total de la autoestima y, con ella, la de la ropa decente y los accesorios, es vertiginosamente rápida. Por lo tanto, si el muchacho había comenzado a consumir drogas, ya habría vendido sus joyas para la siguiente dosis.

Algunos de estos muchachos ejercen su profesión en sitios regulares (y se expresan con respeto de sus clientes habituales), porque es una forma de hacer dinero rápido.

Para otros, especialmente los de los barrios periféricos más pobres de la ciudad, donde son muy fuertes las presiones para hacerse machos mientras crecen, esta es la manera de adaptarse tanto a “salir del armario”, como a poder costear una noche en el centro de la ciudad; ya que, según su modo de hablar, si lo hacen por dinero, entonces no son realmente homosexuales. Después de que se espabilan un poco, se acostumbran a ser gays y, una vez que eso ocurre, la cuestión del dinero es una parte menos decisiva en sus vidas.

Algunos lo harán como una forma de derrochar tras una semana de trabajo en la construcción o en la peluquería; otros están involucrados con hombres mayores, acostumbrados a pagar los platos rotos por ellos y comprometidos en una relación.

Otros, habiendo ganado demasiado dinero, demasiado pronto, a cambio de unos cuantos trucos, y habiéndolo gastado igual de rápido, quedan inmersos en un ciclo de autoaborrecimiento e inutilidad para emplearse, incapaces de tolerar el mero aburrimiento, el trabajo duro y el bajo salario rutinario propio del único tipo de trabajos para los cuales están calificados.

En la esquina hay un café internet, donde todos los habitantes de la calle pueden conectarse en línea, chatear, concertar citas y actualizar sus páginas web con nuevas y cada vez más arriesgadas fotografías.

El popurrí constante de tonos para teléfono celular indica que la cita ha quedado fijada, los tratos cerrados y así sucesivamente. El anonimato total que ofrece el mundo de internet y del teléfono celular parece haber quitado una buena porción de deshonra a la prostitución masculina. Después de todo, no existe forma alguna en que un observador casual pueda saber si lo que está sucediendo tiene una connotación solamente amistosa o tiene implicaciones profesionales.

Y este mundo se aproxima codo con codo, se superpone e incluso penetra en ese mundo de los adolescentes de domingo que describí anteriormente; bastante a menudo, imperceptiblemente.

Los mismos factores sociales que hacen a un mundo posible, han dado también su rostro actual y su forma a la otra realidad. Bienvenido a mi mundo. Me encanta, me encanta vivir en medio de esto. Me siento tan aliviado de compartir la sensación de libertad que viene con la ruptura de la imposibilidad.

He llegado a deleitarme en el sonido imperdible de la risotada de una imperial drag queen brasileña a las tres de la mañana, más estridente y aún más tierna que el más arrogante chillido de la cacatúa de la selva. Y sin embargo, en medio de mi privilegio de vivir en semejante barrio, tengo un enorme reto en cuanto a mi responsabilidad.

Verán ustedes, en la ciudad en la que vivo, una ciudad de aproximadamente dieciocho millones de personas, en donde el desfile anual del orgullo gay cuenta con un mínimo de tres millones de personas —y esa es la cifra dada por la policía—, no hay una pastoral católica para la comunidad LGBTQ.

En una ciudad nombrada en honor al apóstol Pablo, la cual es también la ciudad más grande en el país, con la mayor población católica en el mundo, nuestra Iglesia está totalmente ausente de cualquier implicación realista en la vida del segmento de la sociedad que en Brasil lleva por nombre “GLS”, Gays, Lesbianas y Simpatizantes (aquellos con afinidades similares).

Y de nuevo estamos frente a un tipo diferente de imposibilidad, ya que, por supuesto, nuestra Iglesia en Brasil depende de la misma enseñanza que en todas partes.

La enseñanza actual de las congregaciones romanas, que tiene como premisa que todos los seres humanos son intrínsecamente heterosexuales y que las personas homosexuales están objetivamente desordenadas.

El recientemente nombrado primado de Bélgica, monseñor Léonard, calificó la enseñanza de la Iglesia con bastante precisión cuando indicó, para consternación de la prensa local, que en su opinión ser homosexual es igual que sufrir de anorexia, en otras palabras: una patología del deseo.

Dicha enseñanza no puede reconocer que ser gay es una variante minoritaria no patológica que ocurre regularmente en la condición humana; porque, si lo reconociera, algunas consecuencias fluirían de ello: la pertinencia de ciertas formas de relación, incluyendo un elemento sexual, a pesar de que éstas no tuvieran ninguna función procreadora posible.

Y, en consecuencia, la pertinencia de ciertas formas de reconocimiento civil y litúrgico de tales relaciones.

En su lenguaje propio, el documento romano al cual he aludido asegura que la afirmación de que ser gay es un desorden objetivo, DEBE conservarse con el fin de mantener viva la afirmación de que todos los posibles actos sexuales que se derivan de ser gay son intrínsecamente malos y, por lo tanto, prohibidos.

Si se deja a un lado el desorden objetivo, se deja a un lado la prohibición absoluta. Lógicamente están vinculados entre sí.

Ahora, por supuesto, existen cada vez menos personas que realmente crean todavía en la afirmación de que ser gay es un desorden objetivo en una condición humana intrínsecamente heterosexual, ya sea en Brasil como en cualquier otro lugar, y hasta entre el clero; no obstante, la enseñanza tiene un efecto escalofriante sobre cualquiera que desee participar en una posible labor pastoral en esta área.

Pues son muy pocos los obispos, por personalmente benévolos que sean, quienes se atreven a hacer frente a la ira que es engendrada, usualmente por el clero gay que se odia a sí mismo, pero también por otros que han sido “militarizados” dentro de grupos religiosos rigoristas, ante cualquier iniciativa pastoral que trate a personas homosexuales como seres humanos, para quienes ser gay representa el hecho de convertirse en algo mucho más rico, en vez de ser una herida terrible contra la que deben luchar.

Y así tenemos la extraña situación donde existe una creciente vida social y cultural gay, con todo lo que pueda tener de bueno, todo lo que necesita fomentarse, desarrollarse, guiarse, apoyarse, apuntarse en la dirección correcta; pero al lado de ello y tan estrechamente entremezclado con eso, está lo turbio y furtivo de cierto submundo, con las necesidades que tienen sus habitantes de dignidad, estabilidad, una oportunidad de educación o una profesión, consejos de vida en familia y en comunidad.
En breve, todos los ingredientes que piden a gritos un magnífico servicio pastoral católico de consolidación comunitaria. Y no obstante, todo esto está sumido en una aparente imposibilidad religiosa, la cual siento muy profundamente y en verdad no sé cómo resolver.

Cuando en mi título me referí a la “imposibilidad” y la “responsabilidad”, y cuando hablo de desarrollar nuevas maneras de narrar la vivencia católica gay, estaba pensando en planificar rutas, patrones de crecimiento entre los dos polos, maneras de describir de dónde creemos que venimos y a dónde creemos que vamos; qué tiene sentido y qué tiene calidad de ser verdad acerca de ellos.

Y creo que hay dos tipos de ruta que estoy buscando recorrer, aunque ansío el momento en el que esas dos rutas se conviertan en una. Las dos rutas son la personal y la eclesial. Permítanme explicar.

La ruta personal es aquella que ya está bien avanzada en la vida de muchos de nosotros. Creo que muchos hemos sido capaces al menos de comenzar a recorrer esta ruta, aunque fatigosamente y a fuerza de tropezones dependiendo de nuestra experiencia.

Esta es la ruta de la persona que parte de haber sido profundamente escandalizado de su propio ser, de quien se quedó atorado en todas las disyuntivas de “ama, pero no ames”, “sé, pero no seas”.

El tipo de persona que, cuando estaba creciendo nunca podía imaginar honestamente que lo que más anhelaba, quizás mucho antes del impacto de la pubertad: un esposo o esposa del mismo sexo, podría llegar a hacerse una realidad en su vida.

La ruta que va de esto a ser una persona que pacíficamente posee un sentido estable de sí mismo, capaz de contemplar el cortejo, la relación, la asociación, el empleo, la familia y la participación directa en la política social más amplia con algo que ofrecer, parece un milagro. Y para muchos de nosotros, lo ha sido.

También creo que, aunado a esta ruta, algo muy importante ha estado sucediendo en la esfera cristiana más amplia, algo que no necesariamente está bien representado por los diversos liderazgos religiosos de los grupos cristianos, aunque está, con todo, cada vez más presente.

Yo lo llamo, en honor a Homero Simpson, el factor “¡Doh!”. Con esto quiero hacer alusión a la creciente certeza de la compatibilidad del cristianismo con la emergente comprensión de ser gay.

Después de todo, mientras más y más gente cae en la cuenta de que ser gay es algo que sólo es, ni más ni menos, se hace cada vez más difícil presentar a Jesús como alguien que desaprueba a los homosexuales y es en cierto modo particularmente duro con ellos.

Especialmente dado que Jesús era particularmente propenso a preferir y a asociarse con aquellos que eran más fuertemente desaprobados por los religiosos rigoristas en su sociedad. No por primera vez, el recuerdo de quien fue y es Jesús constituye un obstáculo formidable para los rigoristas de cualquier cultura.

Sin embargo, creo que está ocurriendo algo más rico y más profundo que eso, y quiero concretarlo aquí, ya que me parece que nuestro discurso no es acerca de cómo, de alguna manera, buscamos ser, y nos aferramos a ser, una excepción tolerada para un discurso cristiano global que realmente no nos incluya.

Más bien lo que ha estado ocurriendo, en medio de la esfera secular normal y para consternación de nuestros dirigentes religiosos, ha sido el discurso cristiano que nos involucra, por así decirlo.

No se trata de que un grupo de rebeldes malintencionados esté intentando cambiar las enseñanzas de la Iglesia, o de un grupo de infieles que intenta alterar el Evangelio.
En su lugar, sospecho que estamos realmente encontrándonos en el interior del poder del Evangelio que actúa en nuestra sociedad y sigue exactamente el patrón que Jesús predijo.

El poder del Evangelio es éste: Dios ocupó el lugar del proscrito, del rechazado, del condenado, a fin de mostrar cómo la bondad de Dios, el poder creador de Dios, la capacidad de Dios para armonizar realidades distintas en un orden pacífico tiene poco o nada que ver con el “sabio”, el “poderoso” y el “justo” de nuestro mundo.

Por el contrario, se manifiesta principalmente entre las personas de mala reputación, los que tienen poco que perder, los que en las palabras maravillosas de san Pablo “no son” (1Cor 1, 28).

Y la manera en que esto funciona en cualquiera de nuestras sociedades como una forma de aprendizaje es la siguiente: normalmente, cuando alguien se encuentra ocupando el lugar de la vergüenza y la muerte que el grupo crea para afirmar su falso sentido de bondad, simplemente se tiene por malvado, que contamina, merecedor de castigo.

Sin embargo, desde que Dios mismo ocupó ese lugar en la persona de Jesús y mostró que podía ser ocupado y habitado, dolorosamente pero con una actitud de perdón, Dios puso fin a nuestra manera de construir la bondad en contra de, y por contraste con personas como él.

Y eso significa que, Dios lanza una sospecha en medio de nosotros, la sospecha de que nuestra bondad puede ser falsa y que nuestros “malvados” pueden ser después de todo inocentes, o al menos no más culpables que todos los demás.

Suena extraño para algunos, pero el resultado directo de ser capaces de aceptar que Dios se reveló a nosotros como la víctima vergonzosa de la confabulación de fuerzas políticas y religiosas de la ley y el orden, que apenas controlaban una creciente violencia de la multitud — el resultado directo, entonces, de la fe en el hijo de Dios — es la pérdida de fe en la inocencia de los implicados en el linchamiento y la bondad de la cultura que estuvieron reforzando.

Las cosas que parecían ser sagradas se muestran como habiendo sido ídolos todo el tiempo; ídolos que exigen sacrificios.

Pues bien, esto significa y ha significado que, con el tiempo, personas bajo la influencia de la gracia se vuelvan sospechosas de sus propios motivos cuando se encuentran formando parte de una justa unanimidad en contra de algún malhechor.

En algún lugar del fondo de nuestra mente hay una noción extraña de que Dios no puede realmente respaldar semejantes cosas, porque esto fue lo que le aconteció al propio Dios.
Ahora, lo curioso y glorioso de esto es que este momento de sospecha, de autocrítica, de duda acerca de la aparentemente convincente opinión de la mayoría con respecto a cómo se dan las cosas y cómo los problemas pueden ser resueltos por un linchamiento, este momento es la condición de posibilidad del conocimiento real.

No es que las personas adquieran primero conocimientos científicos acerca de las cosas y luego, desde una posición racional, descarten sus anteriores creencias supersticiosas.

Por lo tanto, no es que la gente comprendió que el clima funcionaba de ciertas maneras y patrones predecibles, y entonces comenzó a burlarse de aquellos que pensaban que tal o cual granizada fue causada por una bruja que echó el mal de ojo sobre un agricultor y su tierra en particular. Justo lo contrario, fue porque las personas se vieron incapaces de creer en la eficacia y, por lo tanto, en la culpabilidad de las brujas, que se hizo posible formular las preguntas que condujeron a otras explicaciones de causalidad.

En otras palabras, una respuesta que conlleve una víctima ante cualquier pregunta siempre cerrará la posibilidad de aprender, ratificando a un grupo en su oscuridad.

La pérdida de fe en la respuesta que conlleva una víctima, es lo que abre la posibilidad de veracidad, de aprendizaje, y de avanzar hacia un mundo más grande, más amplio, un mundo creado por Dios, en lugar de uno poblado por demonios raros y fuerzas sagradas impredecibles con las cuales se debe negociar y a quienes hay que satisfacer.

Pues bien, espero que puedan notar que durante los últimos cincuenta años más o menos, algo muy parecido a esto ha estado sucediendo con nosotros, la comunidad LGBTQ.

Mientras que el miedo a la violencia, a la pérdida y a la devastación mantenían viva la expresión informal: “No importa lo que haces con tal que no lo digas”, que es común en la mayoría de las sociedades, por supuesto no había gente gay, como es famoso que “no hay” en Irán, o en Uganda hoy en día.

Sin embargo, dado que, durante los últimos cincuenta años aproximadamente, la gente gay ha estado dispuesta a correr el riesgo de ser identificada y se ha preparado para enfrentar la escoriación, se sobrepone a la vergüenza, y como estas cosas han sucedido, más y más personas se han hecho a un lado de la amenaza del linchamiento multitudinario y han comenzado a plantearse cuestiones científicas, más que sagradas.

Y como las explicaciones moralistas (desviación, patología, vicio) y las soluciones sagradas (encarcelación, tratamiento con electroshock, terapia de conversión) se han desgastado, ha sido posible que la gente se plantée el tipo de preguntas que realmente pueden colocarnos en buena posición para aprender sobre el ser humano. Preguntas tales como “¿cuáles son las bases neurológicas, endocrinas y hormonales para esta configuración?”; “¿qué tienen que ver los genes con esto, si acaso algo tienen que ver?”; “¿acaso hay alguna marcada diferencia en la incidencia de gente como ésta de una cultura a otra?”; “¿hay algún tipo particular de patologías, fisiológicas o psicológicas, que sean propias o intrínsecas a la gente de esta configuración, que no estén asociadas con las circunstancias en las que se han visto obligados a vivir?”

Pues bien, como ustedes saben, el movimiento que ha pasado del pensamiento victimario al pensamiento científico en este ámbito es relativamente reciente, y aún así parece estar produciendo sólidos resultados.

Tal como Jesús lo prometió, al deshacer el mecanismo victimario, el Espíritu Santo está mostrando toda la verdad y nos está haciendo libres. Ahora tenemos un sentido más firme de que ser gay o lesbiana es una variante minoritaria no patológica que se da regularmente en la condición humana, y estamos empezando a tener la sensación de que hay formas adecuadas de prosperar en esa condición; por ejemplo, que nos sea admitido vivir honestamente y sobrellevar abiertamente la humanización del deseo en las relaciones con otras personas semejantes.

También cada vez más instintivamente reaccionamos contra aquellos que se aferran a las esquirlas del viejo pensamiento moralista, quienes insisten en que hay algo patológico que no existe, porque somos conscientes de que el etiquetado patológico es parte de un patrón victimario falso.

En definitiva, consideramos que la enseñanza tradicional de la Iglesia, ya sea con su disfraz católico o protestante, no es convincente en este campo, no porque seamos particularmente rebeldes o infieles, sino porque la forma cristiana de verdad se está imponiendo, y bajo su luz, tanto las caracterizaciones oficiales de quienes son las personas gays y lesbianas, como los patrones oficiales de conducta hacia ellos, no se muestran ni como cristianos ni como veraces.

Bueno, esto es parte de la historia. Es la historia de cómo muchos de nosotros, personalmente, nos encontramos llevados adelante por una marea que no creamos nosotros, remontando olas que alguien más agitó gloriosamente para nosotros.

En términos de la escena con la que comencé a propósito de mi barrio, es lo que creo que subyace en el gran cambio social que ha convertido algo de cierto modo imposible en algo de cierto modo normal. Y por supuesto, muchos, si no es que la mayoría de nosotros, nos montamos a la ola de esta bendición extraordinaria en forma desdeñosa, inconscientes de lo que ha posibilitado en cuanto a que otros han ocupado y soportado el lugar de la vergüenza, desintoxicándolo con su paciencia, su moderación y su perseverancia.

Pero ser católico no sólo significa regocijarse en lo que alguien ha hecho por nosotros (aunque eso es lo que significa principalmente ese júbilo agradecido). Significa hacerse amigo, configurarse al corazón de aquel que hizo eso por nosotros, haciendo por otros lo que Él hizo por nosotros (Jn 15, 12-14). Esto también e inevitablemente significa — ya que no hay fe católica sin esto — un extendido amor por los pobres y los necesitados.

Y esto me lleva de regreso a la otra mitad de la escena de mi barrio. El entusiasmo y la emoción de nuevas posibilidades que se abren también crea un mundo peligroso de vidas sin ataduras. Un mundo de vidas donde es evidente que nuestro Señor se deleita en hacerse presente, y que sin embargo representa un mundo de imposibilidad para nuestras autoridades eclesiales.

¿Entonces cómo se puede ayudar a fomentar aquello que la propia arquitectura del templo proclama que no debería existir realmente?

Y esto para mí es el reto, para el cual todavía no tengo una respuesta clara. Dada la imposibilidad de una sana participación en esta realidad, desde el punto de vista de la estructura eclesiástica formal, ¿cuál será la medida de mi responsabilidad para ayudar al surgimiento del signo eclesial de la presencia de Cristo? Un signo eclesial que espero que algún día el caparazón eclesiástico sea capaz de reconocer realmente como parte de lo que es.

Permítanme complementar esto un poco, ya que es un asunto personal para mí, como espero que lo sea para ustedes que están comenzando su vida como católicos LGBTQ, y gracias a los jesuitas, en el sentido de la importancia del servicio amoroso para los más vulnerables y necesitados.

Lo que atañe a mi persona es que, mientras más tiempo paso viviendo en la realidad que les he descrito, más disfruto y me gusta más la gente con la que vivo; me siento más conmovido y consternado por lo que ellos pasan; me siento avergonzado por la facilidad con la que malinterpreto sus necesidades y por lo poco que puedo hacer por cualquiera; me siento más auténticamente cuestionado por la forma en que soy responsable como católico ante la imposibilidad, en una zona eclesiástica muerta.

En resumen, Dios parece haberme obsequiado un corazón, una cosa terrible, ya que los corazones sólo crecen cuando se rompen. Y Dios sólo da esos corazones como comienzo de cosas más grandes que Dios quiere hacer. Y, sin embargo, ¿cuál es la forma práctica del signo que se me ha pedido hacer surgir, que se nos ha pedido hacer surgir?

Por supuesto, hay elementos específicos de ello para mi ciudad y mi barrio. Sin embargo, no puedo evitar pensar que en la mayoría de las principales ciudades, si no es que en todas (por ejemplo, en Washington, en México, Guadalajara o Monterrey), también están presentes una confluencia similar de realidades: gente gay cada vez más feliz, saludable, productiva, que se acepta a sí misma, y junto con ellos todos los desechos de la vida urbana moderna.

¿Cómo puede un católico, que es por el bautismo un sacerdote, independientemente de si ha sido formalmente ordenado para el presbiterio o no, e independientemente de su género, cumplir con el mandato del Señor: “Apacienta a mis ovejas”? o ¿cómo puede honrar el recuerdo y anhelo sacerdotal de “conducir a la multitud jubilosa a los atrios del Señor”?

Siendo que nada hay imposible para Dios, y de hecho uno de los signos seguros de la presencia de Dios es la anulación de la imposibilidad, el hacer gradualmente habitable, respirable y recto lo que parecía estrangulado, amarrado y predestinado, ¿cómo es que Dios va a abstraernos de la imposibilidad eclesiástica y a impulsarnos a la creación del signo eclesial?

Me refiero, por supuesto, a cosas como avanzar más allá de recibir la cobertura social de aceptabilidad, una vez nuestros derechos civiles y acuerdos maritales plenamente respetados, para poder hornear un rico pastel católico que soporte esa cobertura. Y entre los elementos de este rico pastel, descubrir nuestro talento para desarrollar formas de preparación al matrimonio y toda una cultura saludable para comprender y sustentar diferentes patrones de relaciones del mismo sexo, junto con las nuevas formulaciones litúrgicas adecuadas, que nos permitan bendecir a Dios por habernos bendecido con el don que es el testimonio de amor que nos muestran las parejas gays en nuestro medio.

Pero incluso más que eso, me refiero a grupos de nosotros, con algún tipo de vida común y de oración común, que son capaces de crear patrones sustentados de generosidad para aquellos que pueden ser ayudados a entrar en la educación, en cursos de formación profesional, para aquellos que pueden ser ayudados a salir de las drogas, para aquellos cuyos talentos pueden ser liberados debajo del cúmulo de escoria de autoaborrecimiento que los cubre.

¿Cómo vamos a crear juntos “parroquia” en nuestros lugares diferentes y no importándonos demasiado el colapso visible de una cierta estructura eclesiástica alrededor de nosotros? ¿Vamos a crear comunidades donde nosotros podamos atrevernos a imaginar lo que podría ser bueno y divertido para nuestras hermanas y hermanos, aunque nuestra imaginación se haya visto tan a menudo paralizada por la imposibilidad?, ¿vamos realmente a comenzar a crear el tipo de valores familiares que dan una verdadera gloria a Dios?

Estamos recibiendo la bendición. Ahora, ¿cómo permitimos a aquel que nos ha bendecido a impulsarnos a la creación del signo eclesial? Cuando dos o tres están reunidos, pidiendo esto en su nombre, Él seguramente lo hará.

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James Alison (nacido en 1959) es teólogo, autor y sacerdote católico. Ha estudiado, vivido y trabajado en México, Brasil, Bolivia, Chile y los EE.UU., como también en su nativa Inglaterra. Es doctor en teología por la facultad de los Jesuitas de Belo Horizonte, Brasil. De sus siete libros, tres existen en castellano: Conocer a Jesús (Secretariado Trinitario, Salamanca, 1994); El retorno de Abel (Herder, Barcelona ,1999); y Una fe más allá del resentimiento: fragmentos católicos en clave gay (Herder, Barcelona, 2003). Algunos de sus escritos más recientes, en varios idiomas, como también f

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