Puede parecer un sinsentido hablar del Espíritu en la cultura predominante, en la cual, como ha señalado el papa Francisco, lo que prima es lo exterior, lo inmediato, lo visible, lo superficial, lo provisorio. En otras palabras, donde lo real cede el lugar a la apariencia. Pues bien, la liturgia de la Iglesia católica nos ha recordado recientemente —en la solemnidad de Pentecostés— la necesidad de capacitarnos en el Espíritu. Y esta necesidad se plantea no solo para los creyentes, sino para cada hombre y mujer que busca su plena humanización.
El teólogo José María Castillo cita al menos cuatro dificultades para hablar con cierta seriedad del don del Espíritu. La primera consiste en creer que el Espíritu de Dios está en el cielo, no en la tierra.Para muchos cristianos, el Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad. Eso y nada más. El peligro es que se termina separando al Espíritu Santo de la historia. La segunda dificultad consiste en pensar que el Espíritu secontrapone a lamateria (al cuerpo, a lo sensible, lo espiritual a lo material); de ahí que algunos asumen que para ser espirituales tienen que renunciar a lo material, a lo sensible, a lo humano. La tercera es imaginar que el Espíritu actúa en la tierra, pero solo en el ámbito eclesiástico-jerárquico, es decir, que solo está en la Iglesia y que solo actúa a través de ella. Y la cuarta, reducir la presencia y acción del Espíritu a lo contemplativo y a lo extraordinario, eludiendo los desafíos de la realidad.
Ahora bien, Pentecostés es un tiempo litúrgico que pretende que florezca en nosotros la plenitud de la vida. “Cincuenta” es el número de la consumación. Ese día se redondea en nosotros todo lo que era anguloso y abultado. “Cincuenta” es también el número de la libertad. Los judíos decretaban el año jubilar, el cual consistía en la recuperación de las tierras propias cada cincuenta años. De este modo, cada jubileo significaba empezar un nuevo ciclo de oportunidades. Pentecostés, por tanto, recuerda y celebra la promesa de que hemos sido liberados verdaderamente por el Espíritu de Dios.
En el Antiguo Testamento, el Espíritu es fuerza de vida, capaz de resucitar aun a los muertos. Durante el exilio (uno de los tiempos de crisis del pueblo israelita), el profeta Ezequiel proclama: “¡Huesos secos, escuchen la palabra de Yahvé! Esto dice Yahvé a estos huesos: haré que entre en ustedes un espíritu, y vivirán”. En el Nuevo Testamento, se entiende por Espíritu la donación y la entrega de Dios a los seres humanos y la acción constante de Dios,presente en todos nosotros. Por tanto, cuando los cristianos hablamos del Espíritu, nos referimos a la acción de Dios en la historia, en el mundo, en la sociedad. Acción que lleva a más amor, más libertad, más justicia, más y mejor humanidad. El Espíritu no tiene, ni puede tener, limitación alguna. El Nuevo Testamento enseña que existe una relación profunda entre el Espíritu de Dios y el espíritu del ser humano. Y la caridad es el primer fruto del Espíritu, el carisma más excelso de todos.
En Jesús de Nazaret, el poder del Espíritu se advierte muy pronto en la fuerza profética de su palabra, aplicándose a sí mismo lo que dijo Isaías: “El Espíritu del Señor Yahvé está sobre mí. ¡Sí, Yahvé me ha ungido! Me ha enviado con un buen mensaje para los humildes, para sanar los corazones heridos, para anunciar a los desterrados su liberación, y a los presos su vuelta a la luz. Para publicar el año de la gracia de Yahvé, y el día del desquite de nuestro Dios, para consolar a los que lloran y darles una corona en vez de ceniza, el aceite de los días alegres en lugar de ropa de luto, cantos de felicidad en vez de duelo”.
En suma, la palabra “Espíritu”, en la mentalidad hebrea, significa viento, hálito, soplo de vida, fuerza interior que nos transforma desde dentro. Para la mentalidad cristiana, el seguimiento de Jesús es considerado como una vida según el Espíritu, una vida que tiene como fundamento e inspiración el modo de ser y actuar de Jesús de Nazaret. Hoy, necesitamos esta fuerza del Espíritu en las personas, los pueblos, las instituciones y la historia.
Es fundamental, por ejemplo, si consideramos la realidad de la fe católica, cuya mayor amenaza, según el documento de Aparecida, “es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad”. Consideramos, por otra parte, la crítica que hace el teólogo José Antonio Pagola a la sociedad moderna, que, a su juicio, ha apostado por lo exterior. En este sentido, explica que “todo nos aprisiona para movernos con prisa, sin apenas detenernos en nada ni en nadie”, que “vivimos casi siempre en la corteza de la vida” y “se nos está olvidando lo que es saborear la vida desde dentro”. Para ser humana, dice, “a nuestra vida le falta una dimensión esencial: la interioridad”.
Esta fuerza es también indispensable para trabajar con empeño en lo que Jon Sobrino ha denominado una buena “ecología del espíritu”, que define con estos rasgos: recuperar la utopía frente al desencanto, aunque esa utopía sea tan sencilla como el que la vida sea posible; promover el espíritu de comunidad frente al individualismo aislacionista, que fácilmente degenera en egoísmo; impulsar la celebración frente a la pura diversión; cultivar la apertura al otro frente al etnocentrismo cruel; apoyar la creatividad frente al mimetismo; impulsar el compromiso frente a la mera tolerancia; apoyar la justicia frente a la pura beneficencia, o al menos que las actividades de beneficencia que se hagan tengan un horizonte que favorezca a la justicia; fomentar la solidaridad frente al independentismo de quien no necesita de nadie, aunque termine en soledad; promover el espíritu de verdad frente a la mentira, el encubrimiento y la propaganda; mantener la memoria histórica y el recuerdo frente al olvido que degenera en impunidad e ingratitud hacia las víctimas; y, por último, inspirar la fe frente al pragmatismo, bien sea la fe religiosa o la fe antropológica, es decir, no eludir la pregunta por el sentido de la vida.
Todo esto sin olvidar, como la ha apuntado recientemente Leonardo Boff, que una vida espiritual que se vuelve insensible a la pasión de los pobres es falsa y se hace sorda a las apelaciones del Espíritu. Y añade que “por más que los fieles en los grandes espectáculos televisivos carismáticos, católicos y evangélicos recen, canten, dancen y celebren, sin una atención al Espíritu ‘Padre de los pobres’, como se canta en el himno de la misa de Pentecostés, su oración solo produce autosatisfacción, pero no llega a Dios. En ella no está el Espíritu con sus dones”.
Tres símbolos representan al Espíritu en la Biblia: el viento, el fuego y el agua. No obstante, estos son ambivalentes: el viento es brisa o es tempestad; el fuego ilumina y calienta, pero también consume; el agua purifica y fecunda, pero también devasta. Son las paradojas del Espíritu que, según se sabe, expresan las inevitables tensiones de toda vida cristiana, la dificultad para delimitar los desconcertantes caminos del Espíritu y la impotencia en que nos encontramos cuando queremos abarcar a Dios con nuestras palabras. En todo caso, la fuerza del Espíritu es una fuerza humanizadora, liberadora y salvadora.
Carlos Ayala Ramírez
Director de Radio YSUCA
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