Sobre Dios/Trinidad. Cuatro primeras tesis
Del blog de Xabier Pikaza:
Se acerca la fiesta de Dios, que es “trinidad”, es decir, despliegue de vida y comunión, principio de responsabilidad y de justicia.
Sobre el sentido de Dios, en en gesto de fe, quiero trazar algunas tesis. Empezaré hoy por las cuatro primeras.
Me han planteado unas preguntas. ¿Qué significa creer en Dios para un cristiano en este tiempo, a principios del siglo XXI? A fin de responderlas he esbozado un pequeño panorama destacando los momentos primordiales de la fe.
Responderé como cristiano, en línea creyente. Mi discurso no se mueve en un nivel teórico, en un plano de principios generales, sino como un hombre ha encontrado en Jesucristo la verdad y plenitud de su existencia; mi discurso es, por lo tanto, confesional, es discurso de creyente.
Hablaré como un cristiano que está determinado por su tiempo y por su espacio. No será necesario que presente mis credenciales y concrete el lugar en que me encuentro. Bastará con afirmar que mi trayectoria de intelectual y creyente está determinada por varios factores:
— la vida: el don de la tierra y familia en que he nacido, con su arraigo en una historia de fidelidad y libertad,
— la Merced donde he vivido más de 40 años, con su ideal concreto de liberación de cautivos y oprimidos,
— la universidad donde he enseñado más de 30 años, con su exigencia de radicalidad intelectual,
— mi nueva familia con Mabel, con una nueva visión de la familia, dentro de una Iglesia en trance de futuro
— la conflictividad social y religiosa de este principio del siglo XXI, con todo lo que ha significado de ruptura con el pasado, descubrimiento de la injusticia estructural del mundo, búsqueda de cauces de humanización y libertad.
Hablaré como intelectual sorprendido y comprometido por la vida. Quizá a primera vista pueda parecer que mi discurso sobrevuela por encima de los grandes temas de la filosofía.Pero en el fondo de las ocho tesis que planteo late aquello que a mi juicio es el gran reto no sólo de la fe, sino de toda la modernidad: el paso desde la seguridad cósmica a la búsqueda de una utopía-esperanza, a través del descubrimiento de la vida, la subjetividad, la alteridad, la comunión y la historia.
Quiero precisar lo que supone ser creyente. Lo diré por medio de ocho tesis o fórmulas significativas, provocadoras, capaces de hacernos pensar y repensar el gran problema de nuestra identidad como cristianos.
TESIS I
(Imagen, la Trinidad no es un juego de espejos…, tres o quince veces lo mismo).
Creer en Dios supone descubrir el mundo como realidad cargada de sentido y de misterio que, en vez de cerrarnos sobre sí, nos abre hacia un camino de realización personal, en libertad y trascendimiento.
Voy a explicar estas palabras. Los antiguos parecían inclinados a entender el mundo como radicalmente sagrado. Lo divino era la naturaleza, sin más añadiduras, como afirmará en tiempos del racionalismo el gran ESPINOZA.
Por eso, asumir la religión no es otra cosa que adentrarse vitalmente en el secreto de este cosmos: latir con su latido, nacer desde su vida, morir desde su muerte. En esta línea se han movido los más grandes filósofos y artistas de la antigua Grecia. En esta línea interpretaban el mundo los paganos de la antigua Euskadi, por poner sólo un ejemplo.
Con la irrupción del cristianismo el panorama cambia. El cosmos sigue siendo misterioso, pero no aparece ya como divino: es signo que interroga, luz que orienta y nos dirige a un Dios que ahora llamamos trascendente, un Dios que existe por sí mismo y no se confunde con ninguno de los rasgos de la vieja tierra. En esta perspectiva se movían los famosos argumentos de SANTO TOMÁS: aquellas vías o caminos que podían conducirnos desde el movimiento, la causalidad y el orden del mundo hasta el primer motor, la causa originaria, la gran mente que establece y guía el orden de las cosas.
Esta solución continúa siendo parcialmente valiosa: las cosas del mundo parecen abrirnos a Dios. Sin embargo, en los últimos tres siglos, a partir de GALILEO y NEWTON, de KANT y los modernos positivistas, es preciso andar con más cuidado: estudiado con métodos científicos, el mundo se nos cierra; se ha vuelto más complejo, más difícil y más rico en su interior, pero carece ya de profundidad en plano de misterio, no conduce a lo divino.
El cosmos de la ciencia se vuelve autosuficiente; cuanto más complicado lo encontramos y más capacitados nos hallamos para dominarlo con métodos de técnica, menos nos permite subir hacia el misterio radical de lo divino. Todo sucede en línea de este mundo como si Dios no existiera; ya no lo necesitamos en la física ni en la matemática, en la biología ni en sociología, en la psicología ni en la medicina.
Esto es evidente y, sin embargo, después de haber seguido los caminos de la ciencia, los antiguos problemas permanecen planteados. Hay algo en el hombre que desborda los niveles del progreso material y que no puede reducirse a métodos o leyes manejables por la técnica. El mundo sigue siendo lugar de una pregunta que se puede plantear, al menos en nivel ecológico, filosófico y religioso.
Hay un planteamiento ecológico del mundo. Hasta ahora parecía que el camino es evidente: necesitamos progreso y desarrollo; sólo así seremos hombres y podremos realizarnos. En vez del Dios del cielo habíamos optado por el Dios de la riqueza y plenitud en el futuro. Pues bien, en un proceso que resulta rapidísimo, en menos de un siglo, advertimos que ese desarrollo puede convertirse en destructivo: puede conducirnos a la bomba atómica, pone en riesgo elementos de nuestro equilibrio personal, poluciona la naturaleza.
Lógicamente, están surgiendo, deberán surgir con mayor fuerza, movimientos humanos de carácter ecologista. No se trata de renunciar a la ciencia ni de condenarla por antidivina. Pero ella no nos basta. También la naturaleza forma parte de nuestro ser. Por eso la buscamos con intensidad. Pues bien, en el fondo de los movimientos ecologistas, a veces veladamente, a veces con mucha fuerza, descubrimos elementos religiosos: hay en la hondura de la naturaleza una verdad sagrada que nosotros no podemos ensuciar, romper y pervertir con nuestras manos. Ciertamente, corremos el riesgo de un neopaganismo: volvemos a divinizar las fuerzas cósmicas, quizá para acabar hundiéndonos en ellas. Pero ese riesgo ha de asumirse: no existe fe cristiana si no somos capaces de entender el mundo como creatura y palabra de un Dios que sigue siendo trascendente.
Puede haber un planteamiento filosófico. Por evitar alusiones que pudieran ser mal interpretadas, prescindiré de autores como J. GARCÍA CALVO y F. SAVATER y diré que en el mismo HEIDEGGER último existe un momento de cuasi-divinización cósmica: los cuatro grandes elementos de la realidad, que nos recuerdan a las cuatro esencias o principios de este cosmos, forman algo así como la casa que el hombre ha de cuidar y construir para habitarla: agua y fuego, la tierra de los muertos y el aire-cielo de los espíritus constituyen el espacio en que se expresa lo sagrado, el campo de la vida de los hombres; por eso tenemos que cuidarlos, con cariño, con respeto, con misterio. Sólo quien sepa redescubrir estos elementos, dejando que le llenen desde dentro, podrá ser un hombre religioso.
También HEIDEGGER parece recuperar matices de antiguo paganismo: el mundo y lo divino se interfieren, llegando hasta a fundirse.Pues bien, a pesar de ello y desde un planteamiento religioso debemos afirmar que nuestra fe supone un tipo de vivencia cósmica. Todos nosotros sabemos de un momento de silencio interior frente al bramido del mar o en la montaña; hemos temblado ante una luz que llega desde las más remotas estrellas. Por eso, en el fondo de la fe se nos transmite una especie de redescubrimiento del mundo; el cosmos viene a presentarse como un signo que nos interroga, una casa que nos hospeda y que, al mismo tiempo, nos conduce siempre más allá. Dando un paso más y fundados en el Nuevo Testamento debemos añadir que el mundo es una especie de palabra, como voz que resuena unida a la voz de Jesucristo, como expresión de una transcendencia siempre cercana y siempre inalcanzable. Sólo si, en un primer momento,nos hallamos implantados, cimentados, en el mundo, podemos realizar después nuestro camino como seres libres, vivientes personales, abiertos a la comunión, en una historia.
Por eso, redescubrir a Dios implica hallarnos más o menos cerca del movimiento ecológico: Dios se manifiesta desde el fondo de este mundo, haciéndonos transcender al mismo tiempo su clausura. Con esto podemos formular ya nuestra primera conclusión: llámanos Dios a aquel poder originarlo y originante que se expresa en el fondo de la realidad, llenándola de misterio y conduciéndola por un camino de realización personal, en plano humanó .
TESIS II
Creer en Dios supone descubrir el sentido de la propia vida y asumirla como proceso de realización que, estando lleno de sentido, nos capacita para abrirnos hacia la libertad y el desarrollo estrictamente personales.
Hay en la vida un elemento que desborda el equilibrio meramente cósmico: un proceso, un movimiento que conduce hacia unidades de sentido cada vez más complicado. En un determinado momento ese camino se complica y enriquece cuando surge la diferenciación sexual manifestada como ámbito de enriquecimiento y camino de realización de los hombres.
Pues bien, una gran parte de los antiguos concibieron también el proceso de la vida como algo originalmente divino. Se trata de la vida interpretada a partir del dualismo de los sexos y entendida como realidad fundamentante de este cosmos. Así asumieron los antiguos cananeos y orientales el despliegue de la realidad como un inmenso matrimonio: el cielo, divino y de carácter masculino, fecunda cada año a la gran madre, que es la tierra, femenina, suscitando de esa forma el camino de la vida. La religión se interpreta a partir de este transfondo, de tal forma que en ella se destacan dos aspectos. El primero es de carácter mistérico, y se entiende en forma de descubrimiento y veneración de la sacralidad de la vida. El segundo es de carácter cúltico: el hombre religioso se introduce en el torrente sagrado de esa vida a partir de su propia experiencia sexual, dentro de un conjunto de iniciaciones y ritos.
Pues bien, nosotros, como herederos de una larga ilustración filosófica, religiosa y científica, parece que hemos superado ese punto de vista o perspectiva. Nos sentimos continuadores de los israelitas que, en un momento determinado de su historia, descubrieron que Dios no es el proceso sexuado de la vida: Dios es trascendente y la dialéctica sexual es sólo una expresión del ser del mundo. Filosóficamente, a partir del idealismo griego y del subjetivismo moderno, hemos dejado lo sexual en un segundo plano, considerándolo como elemento de la base material que no penetra hasta la entraña primigenia del sentido y del hacerse de los hombres. Finalmente, a ciencia biológica, ha fijado con enorme precisión las leyes que conforman el proceso de la vida en plano de sexualidad y genética; cesa la apertura religiosa, todo se define en términos de ciencia. A partir de eso corremos el riesgo de poner a Dios sobre una esfera diferente, como ser que nada tiene en común con el proceso de vida de la tierra.
Pues bien, en estos últimos decenios empezamos a revisar esas posturas. Nos dicen que es preciso mirar hacia la vida con un nuevo tipo de respeto. Inciden en el cambio nuevas experiencias de carácter sexual, los movimientos vitalistas y el mismo cristianismo. Veamos. Evidentemente, existe un nuevo acercamiento hacia la vida ligado a la búsqueda del placer, la ruptura de tabúes sexuales y el mismo ecologismo. Esta nueva orientación resulta significativa y necesaria: quiebra un tipo de legalismo en el que Dios aparecía como simple prohibición, el placer como perverso. Para alcanzar a Dios es necesario penetrar hasta el abismo más profundo de la vida, experimentándola con pasión, asumiéndola con respeto.
Este acercamiento se puede transformar en un simple dionisismo, recreando nuevas formas de idolatría pansexualista, legadas al recuerdo de Siva en la India o de Diónisos en Grecia. De esa forma, introducido en el proceso ciego de la vida, el hombre acabaría perdiendo su propia libertad, negando su propia trascendencia en relación a las pulsiones de su eros. Al identificar a Dios con lo vital sin más no elevamos al hombre, lo perdemos, reintroduciéndole en un proceso de generación y comunicación que son todavía impersonales.
De todas formas, esto que llamamos dionisismo constituye una advertencia y un camino. Es advertencia, pues indica que a Dios no se le puede convertir jamás en simple antagonista de la vida. Es un camino: nos obliga a plantear lo específico del hombre. No basta el sexo para hacer a la persona, como sabe el mismo NiETZSCHE desde el mismo momento en el que pone a Apolo (ley, belleza, orden) como Dios al lado de Diónisos. Lo que importa es asumir la vida, pero asumirla de tal forma que ella sea más que un simple proceso de realización pulsional, convirtiéndose en espacio de apertura hacia niveles personales de libertad y realización, de comunión y encuentro.
Por eso, creer en Dios significa desplegar la sacralidad de la vida, pero asumiéndola desde su principio originario y llevándola hasta el final, con pasión, con dignidad, con entereza.
La vida es sagrada no sólo como totalidad y en sus momentos de carga pulsional más fuerte. Es sagrada en cada uno de sus individuos personales, es decir, en cada uno de los hombres. Por eso, en terminología paradójica, podemos afirmar que el proceso de la vida es más que simple hecho vital: es ámbito de realización humana, apertura hacia el principio de aquello que nos hace ser, garantía del valor de cada uno. Consiguientemente, no podemos divinizar la vida en sí, desligándola del carácter absoluto de cada una de las personas; tampoco podemos sacralizar sin más la fuerza originaria de los sexos ni la dialéctica de nacimiento y muerte de este cosmos.
Indicábamos antes que el cosmos sólo es cosmos si es que está fundamentado en aquello que le trasciende. Pues bien, ahora añadimos que la vida sólo es vida (y sólo puede defenderse hasta el final en su parcela más alta que es el hombre) si es que al fondo de ella hay algo más que un simple proceso impersonal. Sólo en la medida en que la vida pueda ser considerada como espacio del surgimiento de personas libres puede presentarse como signo radical de lo divino.
Pues bien, en perspectiva cristiana podemos indicar que el mundo es un proceso vital porque ios mismo es el proceso primigenio de la vida. En otras palabras, este cosmos tiene fecundidad, amor y vida porque existe un fundamento originario, el Dios de vida; un Dios que es movimiento de fecundidad y amor que desde el Padre culmina por el Hijo en el Espíritu. Dios es vida que se expresa y realiza como fecundidad y encuentro entre personas (Trinidad). Esta es mi segunda conclusión. Por eso, creer en Dios supone descubrir y amar la vida que ese Dios ha suscitado desde el fondo de su entraña, asumiéndola como espacio de realización en un camino de fecundidad, entrega y comunión personales que desbordan el puro vitalismo dionisíaco, pagano, de carácter sólo sexualista .
TESIS III
Creer en Dios supone descubrir mi propia responsabilidad como sujeto, asumiendo la tarea de realizarme en libertad y sabiendo que Dios mismo es quien alienta y sostiene mi existencia.
Desde ese fondo de estructura cósmica, desbordando el simple proceso de la vida, emerge mi existencia personal: me descubro como individualización que me permite enfrentarme con el mundo y realizarme de manera consciente, estrictamente individualizada. A mi juicio, sólo la existencia de un Dios personal hace posible y puede fundar ese proceso. En otros términos, Dios se me desvela como aquel que me permite realizarme como independiente, ser «yo mismo». Por eso la fe se encuentra implicada en el proceso de descubrimiento y valoración de mi propia existencia.
Cuatro son los elementos que descubro en mi existencia personal:
1. Soy en cuanto pienso y pensando me distingo del mundo al que organizo y dirijo por mi mente; siendo pensamiento tengo autonomía ante las cosas, soy sujeto.
2. Soy en cuanto puedo pensarme a mí mismo, convirtiéndome en objeto de mi propio cuidado; soy autoconsciente, capaz de enfrentarme con mi propio ser, diciendo «soy yo mismo».
3. Soy en cuanto puedo realizarme: la vida está en mis manos y la voy trazando, dirigido por mis propios ideales, sostenido por mi esfuerzo creativo.
4. Finalmente, a la luz de lo anterior, descubro que mi ser es radicalmente valioso. No soy un elemento intercambiable del gran cosmos, ni tampoco un engranaje de la vida. Soy para mí mismo un absoluto. ¿Dónde se cimenta mi valor, dónde se funda mi acción y autonomía?
Precisemos mejor el tema. El cosmos como vemos no consigue fundar mi realidad como persona responsable. Tampoco es causa suficiente el gran camino de la vida. ¿Quién me fundamenta, quién me avala? Quizá pudiera responder diciendo que mi yo ha emergido partiendo de sí mismo, construyendo él mismo sus raíces. Pero tampoco esto resulta suficiente: no soy causa de mí mismo, no puedo concebirme como absolutamente absoluto.
Pues bien, aquí se ha explicitado, desde tiempos muy antiguos, la experiencia de la fe que ha culminado en los cristianos: conforme a una experiencia que DESCARTES ha tipificado filosóficamente, mi valor como persona implica un fundamento y garantía trascendentes: Sólo Dios, con su misterio, su absoluta lejanía y su absoluta presencia, me permite ser yo mismo, desbordando los límites del mundo, desplegándome del ciego proceso de la vida, en un camino de vida diferente.
La fe consiste en descubrir y confesar/asumir el fundamento y tarea de la vida. En términos cercanos a ZUBIRI, puedo definirme como un absoluto: me realizo, siendo libre, construyendo mi propio espacio personal sobre la tierra. Pero debo añadir que sólo soy relativamente absoluto: puedo construir mi vida y ser «yo mismo» en la medida en que estoy fundamentado y potenciado por Dios, estando al mismo tiempo sobre el mundo. Dios se define como aquel que es capaz de sustentarme de tal forma que yo venga a realizarme como libre.
Dios es, según esto, base, garantía y meta de mi propia realidad como persona: es aquel que me permite ser yo mismo en el proceso de mi vida, aquel que me ha llamado y me sostiene en la tarea de ser como persona.
Quiero precisar bien los matices: alguien puede suponer que Dios es todo, un yo de tal manera absoluto, omniabarcante, que no deja que a su lado emerja vida alguna; por eso el ser de Dios impediría la existencia libre de los hombres; no permitiría espacio ni camino de existencia, como afirma SARTRE. Pues bien, en la experiencia del creyente Dios realiza funciones muy distintas: cuanto más vive en sí mismo, más espacio suscita para el hombre; cuanto más grande se muestra, más permite que los otros sean, haciéndose pequeño, creador y servidor en favor de ellos.
La fe es, por tanto, la experiencia de hallarme en comunión con alguien que siendo radicalmente absoluto es, a la vez, perfectamente relativo en cuanto quiere cimentar nuestra existencia. Por eso somos y tenemos realidad como personas, de manera autoconsciente, creadora. Pero somos al estar fundamentados sobre un fondo y realidad que es gracia. Consiguientemente, Dios se afirma en su propia realidad y dice su propio «yo» haciendo posible que nosotros existamos.
En otras palabras, Dios se nos presenta como el ser misteriosamente vivo que, estando en sí mismo, conociéndose y realizándose (es persona), conoce y fundamenta a otros vivientes, ofreciéndoles espacio en libertad, creatividad, autonomía. Esta es nuestra tercera conclusión.
Al llegar aquí encontramos que las leyes que dirigen el espacio personal humano son distintas de las leyes de la pura ciencia de la tierra y de la vida: no soy persona en la medida en que domine y me sitúo por encima de los otros; soy persona en cuanto puedo dirigirme, realizarme, como libre suscitando un campo de existencia para aquellos que se encuentran a mi lado. Puedo hacerlo porque estoy fundamentado sobre el mismo ser de lo divino. Puedo hacerlo porque el mismo Dios se viene a desvelar como persona y es autónomo al hacer que existan otros seres a su lado.
Quiero situar esta experiencia en otro campo.
Existe un yo burgués que sólo sabe afirmarse dominando el mundo y pretendiendo imponerse sobre todos los restantes hombres; es un yo en conflicto, un yo perdido, en pretensión de poder, internamente enfermo.
Hay, al contrario, un yo que es verdadero: el yo del que resiste al mal y se mantiene firme en la persecución o prueba (el yo testigo de la verdad y trascendencia); es el yo de quien entrega la vida por los otros, abriendo así un campo de existencia. Precisamente aquí donde emerge mi valor radical (no medejo doblegar por nada) en apertura generosa hacia los otros (les ofrezco mi propia realidad para que sean) se plantea y cobra todo su sentido el misterio radical de lo divino
TESIS IV
Creer en Dios significa descubrir al otro como absoluto, reconociendo su derecho a la existencia y abriendo un espacio para vida (es decir, compartiéndola con él). Dios mismo reconoce y garantiza su existencia
Cuando he visto que mi yo culmina en referencia a Dios, su fundamento, vengo a descubrir que el mismo Dios me lleva hacia los otros. Es Dios quien me ilumina y, en palabra del Antiguo Testamento, señala hacia los hombres y me dice: no matarás. Es Dios quien me conduce por Jesús hasta los más necesitados, añadiendo: amarás a tu prójimo como a ti mismo, le amarás como si fuera el mismo ser divino (cf. Mt 25, 31-46). Dios aparece, de esta forma, como garantía de la inviolabilidad del tú, como principio de amor hacia los otros. Precisemos lo que esto significa.
El tú no nace de un yo constituido. No puedo comenzar diciendo «soy» y lamentar después la falta de un «tú» que me acompañe. Yo soy y me conozco en la medida en que encuentro a otro a mi lado, formando parte de mi propio entramado vital, sosteniéndome, acompañándome, limitándome y potenciándome. Tampoco puedo comenzar diciendo «pienso», para analizar después los elementos y principios de mi propio pensamiento. Soy y pienso en la medida en la que asumo una determinada situación, viviendo con personas concretas a mi lado, personas que me han hecho ser (padres, educadores), personas con las que comparto y realizo lo que soy.
Pues bien, el gran problema surge cuando quiero descubrir la garantía del tú que me acompaña. ¿Por qué estoy obligado a respetarle?, ¿en virtud de qué principio debo amarle?
Ciertamente, puedo argumentar desde principios meramente naturales: el otro me acompaña y, más literalmente, me enriquece y me potencia en el camino. Pero hay momentos en que quiebra ese argumento: ¿qué hacer cuando hay personas que me estorban?, ¿cómo responder cundo parece que me cierran los caminos, me limitan?, ¿cómo puedo realizarme plenamente cuando hay otros que me impiden ser del todo independiente? Al fondo de estas preguntas sólo existe una respuesta religiosa: sabemos ya que Dios no es competencia para el hombre; tampoco los demás hombres se pueden entender como enemigos. Todos nosotros existimos estando en relación y cada uno aparece, al mismo tiempo, como relativamente absoluto; es capaz de realizarse, tiene su propia autonomía y su camino. Dios mismo le avala y garantiza su valor inviolable.
Situado en esta perspectiva, el otro es siempre más que un elemento del proceso de la vida y ser del cosmos. El otro es por sí mismo un infinito, pues se encuentra vinculado a lo divino; el mismo Dios le avala, garantiza su existencia y le sostiene con amor en el camino. Por eso nos invita, desde el centro de la fe, a reconocerle y respetarle.
Estas reflexiones nos obligan a entrar con más profundidad en el despliegue y ser de lo divino. Hemos dicho ya que Dios es vida. Hemos añadido que es sujeto y que, diciendo yo, permite que nosotros seamos a su lado, arraigándonos sobre su misma entraña de amor. Ahora sabemos ya que Dios avala y garantiza la existencia de los otros, fundando desde sí la multiplicidad de los hombres. ¿Cómo puede hacerlo? ¿es que Dios tiene experiencia de un tú interno, experiencia de un encuentro? Al llegar aquí debemos responder de una manera afirmativa.
Hablamos ya del Dios cristiano, de aquel Dios que sólo dice «yo» en forma de Padre, al engendrar desde sí mismo al Hijo.
Estamos en eso que podríamos llamar el paso al límite: en el nivel en el que Dios es vida y es amor al entregarse desde dentro. Por eso Dios es Padre, generando un Hijo. Por eso es Hijo, en cuanto ha sido generado distinto, aunque recibe la misma realidad y esencia del Padre. De esa forma, porque dentro de sí mismo se nos muestra como don y alteridad, yo y tú, Dios garantiza la existencia de los otros (de los nombres que existen a mi lado), invitándome a vivir con ellos en gesto de amistad, de donación y encuentro. Esta es la cuarta conclusión. Partiendo de ella quiero indicar tres consecuencias.
‒ La primera se refiere a la exigencia de superar todo colectivismo. Llamo colectivista aquel sistema antropológico, social o religioso que de tal modo destaca la importancia de un conjunto, clase o grupo que diluye la existencia concreta de los otros: el tú interesa sólo en ámbito privado, lo que cuenta es lo genérico, el destino del pueblo, el todo de una iglesia, el colectivo. Pues bien, en contra de esa perspectiva, la fe de los cristianos ha defendido siempre y defiende la existencia concreta de los otros, especialmente de los más desamparados y cercanos, de los más importantes y pequeños. Sólo puede ser creyente quien descubre y valora el carácter insustituible, inviolable y sagrado de cada uno de los hombres.
‒ La segunda es la exigencia de superar todos los trascendentalismos, sean de carácter religioso o filosófico. Llamo trascendentalismo a la tendencia que destaca el valor del absoluto, como ser o divinidad, por encima de los hombres que existen a mi lado. Lo primero no sería el yo, tampoco el tú. Lo primero sería una especie de Ser o Dios separado, impositivo, que hallaríamos fuera (por encima) de nosotros, como meta o plenitud que nos trasciende. En función de ese Principio o Dios, a partir de ese trasfondo o ser que juzgamos trascendente, olvidamos la importancia de los hombres concretos y pequeños que se encuentran cada día a nuestro lado. Pues bien, en contra de eso y expresándome de forma paradójica, yo digo: no me importa el Ser, tampoco me preocupa un Dios que sobrevuela por encima de los pobres y pequeños que se encuentran a mi lado. Al verdadero Dios de Jesucristo yo lo encuentro vinculado a cada humano, es aval y garantía de los hombres que discurren a mi lado.
‒ Finalmente, esta visión de Dios me obliga a superar todo intimismo total. Lo que importa no es llegar hasta la hondura de mi ser, con métodos de yoga o nuevas formas de meditación trascendental. Desde la entraña de mi fe, la realidad de Dios y mi existencia se hallan vinculadas a la vida concreta de los otros. Por eso, cuando creo me estoy comprometiendo a la defensa concreta de los hombres. La fe supone que me he vuelto capaz de descubrir y valorar el rostro de mi hermano, el valor y la exigencia de mi prójimo
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