Pentecostés 4. Espíritu Santo y Trinidad
Del blog de Xabier Pikaza:
He reflexionado por tres días sobre el Espíritu Santo, culminando en una reflexión teológica de cierta dificultad. Retomo ese motivo, para preparar la celebración de la fiesta de la Santísima Trinidad, del próximo domingo.
El tema de fondo es la personalidad del Espíritu Santo, que es quizá el más difícil y más hondo (y a la vez el más sencillo y luminoso) de la teología cristiana. Así lo expongo, retomando algunos rasgos de un libro dedicado hace algún tiempo a este problema.
1) El estudio del Espíritu se encuentra ligado al constitutivo esencial de las personas. Así lo ha visto una línea que comienza en Agustín, se explicita en Anselmo y por medio de Tomás de Aquino llega a nuestros Dios. En esta línea el Espíritu Santo no es persona sino un modo de culminación personal del ser que conociéndose se ama, culminando así su proceso de realización individual.
2) El Espíritu ha podido verse como amor dual. En una línea en la que avanza también san Agustín y que ha influido mucho en nuestro tiempo se concibe et espíritu a manera de amor de comunión o encuentro mutuo que liga a las personas. Sistematizando esta perspectiva algunos le definen como el nosotros personal que liga al Padre con el Hijo en el misterio divino.
3) Dando un paso más, algunos han interpretado el Espíritu a manera de “tercero”, como fruto que surge del amor dual del Padre y del Hijo, en el misterio trinitario.
4) Finalmente, partiendo de las líneas anteriores, muchos piensan que el Espíritu se debe interpretar como misterio escatológico, la fuerza de Dios que nos conduce, en una opción de libertad, hacia el futuro de la nueva sociedad reconciliada, como en otro tiempo decía el abad Joaquín de Fiore.
Constitutivo personal del Espíritu Santo.
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Esos son los modelos que quiero desarrollar en lo que sigue. He comenzado presentándolos juntos para que se vea la unidad del tema y también por otra causa: algunos, cuando escuchan que se habla del Espíritu como ámbito de amor piensan que estamos destruyendo su sentido más profundo, el valor de su persona. Pues bien, en contra de eso, debemos indicar que la persona o personalidad del Espíritu se encuentra velada en el misterio: podemos esbozar un poco su verdad, pero nunca llegaremos a entender totalmente su hondura. Tampoco debemos olvidar que, como dice la tradición, las personas de la trinidad no son unívocas: cada una es persona de una forma, como ingénito (Padre), como engendrado (Hijo), como procedido (Espíritu). Pues bien, sobre el sentido y presupuestos de esa procesión pneumatológica hablaremos brevemente en lo que sigue.
1) La primera perspectiva entiende la persona del Espíritu en la línea de la realización del ser que culmina su proceso amándose a sí mismo.
Más que persona (en el sentido moderno) el Espíritu es modo final de la personalización de un sujeto que, conociéndose, s¿ ama, es decir, descansa en sí mismo, ratificando y fijando así su propia realidad. En ese aspecto puede llamarse culminación de Dios: su proceso personal queda completado y clausurado, de manera que Dios es como aquel que se ha hecho plenamente, en proceso de conocimiento y amor.
Dios no es una línea siempre abierta que jamás llega al descanso, no es un círculo que vuelve sin cesar sobre sí mismo. Dios es línea o círculo cumplido y su descanso, esto es, la plena realización de su proceso es el Espíritu Santo. Por eso se le llama amor, porque en amor culmina el encuentro del ser (de Dios) consigo mismo. En esta perspectiva se pone de relieve el movimiento de la naturaleza divina que se sabe, dualizándose en Padre e Hijo, y se ama, trinitarizándose en Padre-Hijo (que aman) y Espíritu que es fuerza y realidad del mismo amor cumplido.
Los comentaristas suelen discutir sobre la forma en que Tomás de Aquino ha concebido este proceso final de espiración de amor en el que surge el Espíritu Santo. Pero la opción dominante es la de aquellos que suponen que este amor no es el amor duql de Padre e Hijo que se encuentran sino el mismo amor de esencia de la naturaleza divina que, sabiéndose (siendo Padre-Hijo) se ama a sí misma:
La virtud espirativa significa la esencia divina afectada por la relación de espiración activa en cuanto se encuentra en el Padre y el Hijo… De donde se sigue que el Padre y el Hijo son un sólo principio virtual del Espíritu Santo, en cuanto que una misma es la virtud espirativa y el acto de espiración de los dos… De donde podemos decir que son dos los que espiran y uno solo el espirador (cf. M. Cuervo, en Introducción a Santo Tomas, S.T II, BAC, Madrid 1953, 236).
Padre e Hijo, que se distinguen entre sí al conocer, ya no se distinguen al amar. Por eso aman los dos como uno solo, con el amor de la esencia divina que vuelve hacia sí misma y en ella descansa. De esta forma se completa el proceso personal del Dios que es divino, persona, siendo dueño de sí mismo, conociéndose y amándose. Situados ante esta solución, los autores ortodoxos han protestado enérgicamente.
Ellos suponen que esta unión de Padre e Hijo en el origen del Espíritu supone una vuelta hacia el dominio de la esencia: no son ya las personas que actúan como tales sino la misma esencia de Dios que al amarse suscita (espira) el amor pleno y final del Espíritu Santo (cf. V. Lossky, o. c. 56). Pero el problema resulta, a mi entender, aún más complejo: no se trata de ver si hay primacía en la esencia o las personas; se trata de entender y de fijar el modelo de persona que ha yen el fondo del esquema.
Pues bien, en este esquema, que sigue la línea de la teología de occidente tal como viene a culminar en Barth y Rahner (cf. temas 13, 16), a Dios se le concibe como persona única, absoluta, que se despliega y se realiza en tres momentos o personas relativas. Por eso, en este plano relativo era mejor no hablar más de personas: al encontrarse consigo mismo, en conocimiento-amor, Dios es divino; pertenecen a su propio despliegue personal el conocerse-amarse, que en términos simbólicos se llaman Padre-Hijo y Espíritu, pero es mejor no atribuirles el nombre de personas. De esta forma se resalta la unidad ternaria de Dios, la unicidad de su persona que puede interpretarse de una forma neomodalista.
2) La segunda perspectiva entiende la persona del Espíritu partiendo de la unión dual del Pudre e Hijo como personas distintas que se aman.
Recordemos las bases tradicionales, agustinianas de este esquema, que después Ricardo de san Víctor ha desarrollado de forma sistemática. Ahora queremos recordar que muchos investigadores piensan que el mismo Tomás de Aquino, defensor de esta postura en sus primeras obras (De Potentia; Super Sent.),la ha seguido defendiendo hasta el final de su vida. Entre ellos quiero destacar a F. Bourassa, autor de los análisis más hondos sobre el sentido y consecuencias del amor común (de comunión) en el misterio trinitario. Padre e Hijo ya no aman como esencia que se vuelve hacia sí misma, para completar su realización; se aman entre sí como personas diferentes que sólo manteniendo su propia diferencia pueden encontrarse y unirse una a la otra.
Este no es amor de esencia sino amor de personas que, ratificando su propia distinción, la sellan en gesto doble de entrega mutua. Los amantes son por tanto dos y su amor es recíproco y sólo puede mantenerse en la medida en que los dos son diferentes. Hay un doble acto de amor, pero el amor con que se aman es el mismo, porque uno y otro se entregan de manera total, sin reservarse nada. Por eso, en esta línea, el Espíritu santo se puede interpretar como el amor de comunión hecho persona: no es amor de uno o de otro, es de los dos y de esa forma es medio que les une; pero, al mismo tiempo es un amor, como persona comparativa que les vincula y unifica.
Hasta aquí la reflexión de los diversos autores parece concordante. Las dificultades comienzan cuando se pretende precisar lo que supone esa Persona-Amor qrre es el Espíritu Santo. Aquí empiezan a cruzarse y distanciarse los caminos, en una búsqueda eficaz pero difícil de eso que podíamos llamar constitutivo propio del Espíritu. Dos son a mi entender las tendencias principales, una de tipo ambital, otra más dual (de nostreidad divina):
La tendencia ambital es quizá la más común. Son muchos los que piensan que al Padre hay que entenderle como sujeto personal, porque engendra desde el fondo de sí mismo al Hijo Jesucristo. Tambíén el Hijo es persona, porque así le vemos en Jesús, como sujeto que actúa, acoge la llamada de Dios Padre y le responde. EL Espíritu, en cambio, aparece como persona ambital, campo de amor en que se encuentran Dios y Cristo: es la fuerza de Dios de la que Cristo nace (y resucita); es el amor que Cristo ofrece al Padre para que nosotros podamos realizamos.
Para aquellos que están acostumbrados a entender la realidad en categorías de substancia-sujeto esta experiencia del Espíritu les puede parecer difusa, deletérea. Pues bien, aquí se intenta superar esa costumbre: son originales y divinos los sujetos (Padre e Hijo), pero también ha de entenderse como original y divino el Dios-Espíritu que es campo de amor, como un modo de ser irreductiblemente ligado a los anteriores.
En esta perspectiva se supone que el Espíritu realiza su personalidad de un modo diferente al Padre y el Hijo: más que una tercera conciencia subjetiva es el encuentro personal y personalizante del amor del Padre e Hijo. Por eso, a los que están acostumbrados a categorías de carácter subjetivista puede parecerles poco lo que se dice del Espíritu, pues su comprensión implica un cambio de mentalidad, una manera nueva de entender el misterio de la realidad (humana y divina). Por su parte, los defensores de esta postura deberán realizar un análisis más hondo de lo que supone dualidad, encuentro mutuo, eso que empieza ahora a llamarse la filosofía de los ámbitos. Hay una tendencia dual, que está ligada a la nostreidad esto es a la visión del ser como nosotros.
Hay un primer modo-de ser “yo”: el sujeto tiende a mantenerse en pie, como dueño, de. sí mismo; está en segundo lugar el tú, que aparece como un yo distinto, complemento del primero. Pero no es un complemento-externo. Algo que pueda separarse de aquel yo primero, como si ellos fueran sujetos independientes que sólo en un momento ulterior vienen a unirse. El yo y el tú se encuentran originariamente unidos y sólo existen en la medida (y a medida) que se relacionan. Ellos nos ofrecen la mejor analogía para hablar de Padre e Hijo.
Pero aún debemos dar un más: En el fondo del yo-tú se halla siempre el nosotros, no como algo externo o posterior, que le adviene desde fuera sino como la misma hondura de su encuentro; ésta es la analogía más honda del Espíritu Santo. En esta genealogía de Dios no tenemos un avance que nos llevaría del yo primero y ya formado al tú segundo que surge luego y le responde, (Hijo), para terminar así en la unión de Dios qué es el nosotros del Espíritu santo. Los tres momentos personales se encuentran mutuamente vinculados: el yo sólo se puede proclamar frente a un tú y desde un nosotros, en la unidad originaria del encuentro interpersonal Esta perspectiva que ha sido especialmente desarrollada por H Mühlen en ya citadas, explicita y concretiza la postura ambital antes citada: el ámbito más indeterminado del Espíritu se expresa ahora a manera de un nosotros personal, es decir, como persona compartida
Estas posturas nos sitúan ante el misterio original y originante de la personalidad de Dios. Estamos allídonde se expresa y emerge el valor de la persona como principio fundante de la realidad. Por eso, los diversos esquemas trinitarios son esbozos y aproximaciones de un camino que siempre nos desborda, pues se encuentra fundado en el Espíritu de Dios a quien, en palabras cercanas al símbolo de Nicea-Constantinopla, le podemos llamar persona y dador de personalidad originaria
3) La tercera perspectiva ha interpretado el Espíritu como un tercero común que surge del amor de Padre e Hijo.
Esta es la línea que ha desarrollado de manera clásica Ricardo de san Víctor (cf. tema 14) al hablar del con-dilectus. El Espíritu desborda el nivel de amor común (plano ambital), es decir, el nivel en que aparece como simple expresión de la dualidad. El Espíritu es más “condilectio” (co-amor), más que un nosotros cerrado en sí mismo, para aparecer como expresión de alguien-algo que está más allá de nosotros. El Espíritu aparece vinculado a aquel a quien amamos en común, al condilecto.
El nosotros del amor común se difumina, convertido en una especie de egoísmo compartido, allí donde no engendra o no suscita un tercero a quien los dos aman unidos. Ya no se limitan a mirarse uno hacia el otro, en transparencia recíproca: ambos empalman unifican su mirar y miran juntos a un tercero que es el fruto de su amor compartido. Ese tercero, a quien podemos llamar “él” (pero nunca ello) no es propiedad de uno o de otro: es gracia y vida que surge de la vida compartida. Por eso es el tercero, está en el fin, como culmen del proceso trinitario. Pero, al mismo tiempo, debemos concebirle como centro o medio en que se implican Hijo y Padre (cf. Santo Tomás, S. Th. L,37, 1 ad 3): dejada en sí misma, la unión de dos tiende a cenarse, en una especie de fusión que ahoga a las personas; los dos (Padre e Hijo) sólo pueden vincularse y son distintos cuando están amando juntos a un tercero (Espíritu) que les sirve de centro y les vincula. Por eso, estando al fin, el Espíritu es garantía del principio: así sostiene y culmina todo el proceso trinitario.
Pienso que este análisis fundante de Ricardo de san Víctor no ha sido todavía superado dentro de la teología. Ciertamente, asume los aspectos anteriores, la visión ambital del amor, la nostreidad de Padre e Hijo. Pero añade que en un momento dado la unión ambital y la personalidad dual han de precisarse y para ello introduce este análisis teológico del tercero: dos personas se vinculan entre sí (y siguen siendo dos) cuando les une, más allá de su misma dualidad, el amor compartido del Tercero.
Sólo de esa forma, la dualidad se convierte en fuente de ser, principio personal de vida. De esa forma surge el tercer modo de vida, la tercera persona trinitaria: el Amor que brota de dos que están unidos, como amor abierto y gozoso que, por una parte, culmina (clausura) el misterio trinitario y por otra hace posible el surgimiento de la vida hacia lo externo (lo creado).
En esta perspectiva puede reasumirse la dialéctica de Hegel: el Padre y el Hijo se vinculan como opuestos; pero su oposición no se resuelve en una especie de síntesis común (unión de dos) sino en el surgimiento de un Tercero; sólo de esa forma permanece la dualidad, de modo que el Padre y el Hijo siguen siendo diferentes, y se convierte en principio de vida nueva forma de existencia, utilizando esta palabra en el sentido de Ricardo de san Víctor. Por eso, el Espíritu no es síntesis que asume y niega los aspectos anteriores, esto es, las personas del Padre y el Hijo. El Espíritu es persona nueva, es el Con-dilecto que en su propia novedad personal distingue y unifica a Padre e Hijo.
En esta perspectiva pueden entenderse mejor las consideraciones sobre la persona del Espíritu Santo, que en un trabajo antiguo (cf. Origenes de Jesús, Sígueme, Salamanca 1976, 482-506) habían sido menos matizadas. Decía hablando de Jesús (tema 18) que los hombres por sí mismos no se pueden tomar como personas: ha sido Jesús, quien realizando humanamente su misterio filial intradivino, les eleva al nivel de la persona, esto es, les hace realidad definitiva en el encuenfro con los otros. Pues bien, siguiendo ese argumento podemos añadir: desconocemos el valor de la persona como principio unificante de amor y comunión y no podemos llegar solos a ese plano de vinculación definitiva; sólo el Espíritu de Dios, que es el amor-persona, puede elevarnos a ese plano y realizarnos de esa forma como seres ya definitivos, a la luz del evangelio.
4) Con eso planteamos ya la cuarta perspectiva: el Espíritu de Dios es la persona escatológica.
Esto lo ha sabido toda la tradición teológica, desde Orígenes (cf. tema 5) hasta Rahner y Barth, pasando por Hegel. Sin embargo, su representante clásico fue Joaquín de Fiore, el monje calabrés que en pleno siglo XII, anunciaba el cumplimiento definitivo de la historia: ha pasado ya el tiempo del Padre, que vino a definirse como servidumbre; también se ha realizado ya el tiempo del Hijo, definido como infancia o sumisión filial; viene ahora el reino del Espíritu, abierto hacia la plena libertad en el amor. Sólo entonces, con la transformación escatológica del mundo entenderemos lo que implica el Espíritu de Dios, como poder renovador y persona definitiva.
Con esto hemos entrado, imperceptiblemente, en un dominio nuevo. Hemos pasado de un espacio de teoría, donde importan las definiciones conceptuales bien precisas, al espacio de la praxis donde sólo se compromete dejándose cambiar y transformando el mundo. Este cambio de nivel, que guarda cierta semejanza con eso que ha solido llamarse la ruptura epistemológica de Marx, nos capacita para interpretar cristianamente el misterio del Espíritu.
Entendemos así el cuidado de los Padres Capadocios cuando se resisten a realizar definiciones demasiado precisas del Espíritu. Ellos sabían intuitivamente, por experiencia eclesial, que más allá del logos o palabra definible en la teoría está la vida que sólo se define con la entrega y creación de vida. Esto no significa dejadez, frustración o concordismo Es al contrario.
Ahora se sabe que hay misterios que sólo pueden conocerse desde el fondo de un compromiso, en eso que a veces se ha llamado el laboratorio de la praxis. En ese laboratorio de la praxis eclesial, que tiende al reino mientras busca el camino de justicia entre los hombres queremos situarnos para interpretar el misterio del Espíritu. Y con esto pasamos ya al siguiente tema.
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