Leído en su blog Juntos Andemos:
Poco antes de dejar caer el lápiz con el que anotaba en su último cuaderno, Teresa de Lisieux –Teresita– escribió una página que impresiona, por el exceso de confianza. Confiar tanto parece una osadía. Supone, además, una valentía extraordinaria cuando esa confianza se sostiene, intacta y crecida, en el momento en que se afronta el paso de la muerte, en medio del dolor.
Decía ella que, «aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse», confiaría en Jesús. Sentía que era pura gracia no haber caído en los abismos del mal humano, y añadía: «No es esa la razón de que yo me eleve a Él por la confianza y el amor». Esas fueron las últimas palabras que apuntó.
Quien escribía esas líneas era una mujer joven, que había ingresado, siendo casi una niña, en un monasterio de carmelitas descalzas. Antes, había vivido rodeada de cariño, en un ambiente sumamente espiritual y bondadoso… Teresa apostaba por la confianza y el amor como camino de vida, pero ¿qué sabía de los seres humanos, cuando proponía su «caminito»?
Como ella misma decía, había hecho su «estudio del mundo», sabía que estaba lleno de riberas diferentes. Conocía ya algo del misterio del mal, que después experimentaría desde lo más profundo, y sabía que hay quien queda atrapado en la oscuridad, generando dolor alrededor.
No era tan ingenua como podría insinuar el lugar que ocupaba en el mundo. Un realismo sorprendente acompaña sus palabras y sus pasos. También las responsabilidades que irá asumiendo y sus opciones más personales.
Teresita entronca de lleno con su madre Teresa de Jesús. Por ese realismo y por la conciencia que tiene de lo que ha recibido; por lo enamorada que vive y por el imperioso deseo de comunicar y contagiar a los demás la fuerza, la alegría y la esperanza que regala vivir con Dios.
Escribía, en cierta ocasión, a su hermana Celina: «aprovechémonos de esa predilección de Jesús que en tan pocos años nos ha enseñado tantas cosas, no descuidemos nada que pueda agradarle». Muy pronto comprende que cuando hay una elección por parte de Dios es, únicamente, para el servicio, para el bien de los demás.
Y pronto, también, se hace cargo de dos cosas: de que la única manera de alimentar la paz común es salir de uno mismo, y de que muchas «enfermedades morales son crónicas». Ella va a tomar una decisión: «desempeñar con esas almas heridas el oficio de buen samaritano».
Sabe que hay enfermedades que no se curan y psicologías rotas. Que la reincidencia forma parte de la naturaleza humana y que hay quienes, aunque vean y experimenten la bondad, no pueden unirse a ella y vivir bien. Lo reflejará diáfanamente en su obrita La huida a Egipto donde, quien ha sido sanado y colmado de bendiciones, vuelve a romper la armonía. Ella no va a cejar: la misericordia de Dios y la salvación que trae Jesús son más fuertes que todo.
Con ese equipaje, en un tiempo de bosques espesos, con un ramaje moral y religioso abigarrado, Teresita da con el claro del bosque, el único lugar desde donde podía verse el cielo abierto: la confianza.
No la encontró ni recibió de golpe. La fue amasando en el tiempo, buscando continuamente en la Palabra de Dios, auscultando su propia vida, haciéndose cargo de lo que la rodeaba, mirando a Jesús. Y esa confianza la llevará a comprender que la misericordia de Dios es absoluta: lo precede y lo acompaña todo, y ella es el juicio que Dios hace.
La confianza era para ella «abandono y gratitud». Significaba vivir sabiendo que Dios es hogar, que es «más tierno que una madre» y cobija, pero que impulsa a la vez y, por eso, decía: «Comprendí que la caridad no debe quedarse encerrada en el fondo del corazón». El abandono que vive y al que incita es el de la gratuidad.
Abandonarse era aceptar la maduración propia de la vida, manteniendo la fe, que pierde todo brillo en muchos sucesos de la vida. Y era buscar el bien, a través del amor concreto y continuo. Ambas cosas le llevan a escribir: «Mis deseos infantiles han desaparecido… es el amor lo único que me atrae».
Teresita intuía que había algo de «audaz y temerario» en su camino y, sin embargo, lo veía abierto a todos, porque decía de sí misma: «Soy demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección». Y, con aquel sano realismo que la caracterizaba, añadía: «Agrandarme es imposible». De modo que tenía que haber un modo de subir.
Buscó y, para hacerlo, se habituó a una buena compañía: «Siento que [Jesús] está dentro de mí, y que me guía momento a momento». Así comprendió que ascender es fiarse y que, si había que subir una escalera en la fe, sería dejándose llevar por Jesús. Por eso habló del invento del ascensor.
En la página final de sus manuscritos, aún añadió: «Dado que Jesús ascendió al cielo, yo solo puedo seguirle siguiendo las huellas que Él dejó… Solo tengo que poner los ojos en el santo Evangelio». Así tomó Teresita el ascensor de subida: siguiendo a Jesús, fiada en su palabra.
Espiritualidad
Ascender, Ascensor, Confianza., Dios, Teresa de Lisieux
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