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“Ecumenismo, Amor, Eremitismo y Socialismo Humanista para salir de las Tinieblas de Occidente”, por José Antonio Vázquez Mosquera.

Domingo, 25 de mayo de 2014

12113985065_c8460408bb_mLeído en su blog Cristianía:

Desde la llamada Baja Edad Media, el verdadero proyecto moderno nacido, en Occidente, en los siglos XI y XII (una revolución espiritual fruto del encuentro del cristianismo con otras tradiciones -celta, islámica, judía, clásica…-, centrada en el ideal del amor y la libertad espiritual como metas para la humanización), fue desviado hacia un ideal colectivo orientado a la búsqueda del poder y la uniformidad cultural. Así fue destruido uno de los “proyectos” o “ideales colectivos” occidentales más bellos, el que animó la llamada Edad Media Sapiencial del siglo XII (con todos los fallos que se quiera luego en su concreción) , y que se visibilizó en la nueva cultura del amor de la Provenza medieval, exportada a toda Europa: la época de los trovadores y las Damas, los monjes rebeldes y las monjas, místicas y sabias, los caballeros defensores de los pobres, los alquimistas y científicos alternativos, los filósofos integrales…

Fue ese ideal desviado (basado en la búsqueda del poder a través del acrecentamiento del conocimiento racional instrumental) el que terminó identificándose con la modernidad, cuando, en realidad, era su enfermedad; y es que no habría que olvidar que la adquisición moderna de conocimientos, a través de la ciencia y la técnica, que muchos señalan como característica de la modernidad, además de aportar numerosos beneficios para la humanidad, ha sido también un instrumento utilizado por las clases dominantes, que en la sociedad burguesa se equiparan a aquellos que poseen el “dinero” (verdadero y absurdo fin en sí mismo del sistema capitalista), para dominar más a la sociedad.

Naturalmente que la ciencia y la sociedad modernas nos ha aportado muchos elementos valiosos y que deben ser conservados, pero enmarcados en este proyecto “capitalista y antihumanista”, autoritario, impulsado por las “falsas” élites occidentales dominantes (falsas por estar constituidas por líderes de dominación y n o de servicio), se han visto obstaculizados para alcanzar toda la capacidad “humanizadora” que podrían haber desarrollado y , en muchos casos, han servido para potenciar los aspectos “oscuros” del “proyecto” occidental: imperialismo, economicismo, guerras, injusticia, contaminación, armamentismo, control mental y social demagógico, materialismo, masificación y cosificación de las personas, reduccionismo, autoritarismo… Podría visualizarse, la progresiva imposición de este modelo de falsa modernidad en Occidente, como una verdadera tiniebla, que se ha ido adueñando de nuestra cultura y sociedad, hasta ser hoy de un espesor, y una capacidad de engaño, sorprendentes y que se extienden al mundo entero.

Es cierto que el mito del “progreso continuo” ilimitado, alcanzado de la mano de la ciencia y la técnica, que había impulsado a la pseudomodernidad del siglo XIX, se vino abajo, en el siglo XX, tras las consecuencias de las dos guerras mundiales y la crisis ecológica, que pusieron de manifiesto lo ilusorio que había en la creencia de que el proyecto occidental economicista, desarrollista, explotador de la naturaleza, materialista y tecnocrático llevaría, por sí sólo, a la realización de la felicidad en la sociedad, cuando sus frutos fueron las guerras mundiales con millones de muertos, en una barbarie sin precedentes, y el embarcarse en una dirección que nos lleva a una catástrofe ecológica apocalíptica. Sin embargo, por ahora, no parecen vislumbrarse alternativas al actual modelo que parezcan tener la capacidad suficiente para sustituirlo por otro más humanizador, solidario e integral. Y es que mientras las metas sigan siendo las mismas (el poder, el dinero o el conocimiento instrumental y tecnocrático) o se busque un mero cambio exterior, cualquier alternativa resultará ilusoria a la larga.

Las diversas corrientes de pensamiento humanistas, que se han ido desarrollando tras la evidente crisis de la falsa modernidad, herederas del verdadero proyecto moderno, coinciden en la necesidad de un nuevo ideal colectivo, basado en el valor supremo de la persona, que se realiza en la comunión y la solidaridad, en la confianza en la razón (no en el racionalismo instrumental) para salir de las tinieblas de la ilusión y en la apertura a la espiritualidad, más allá y en colaboración, con las religiones. En el fondo, no es más que una nueva expresión contemporánea del verdadero proyecto moderno, centrado en la búsqueda del amor y la libertad espiritual, como metas de la cultura y la sociedad, que fue derrocado en Occidente por el proyecto capitalista, autoritario y monocultural.

No se trata, sin embargo, de sustituir simplemente, una ideología por otra, un paradigma por otro, sino de dar a luz una nueva manera de convivir, amar y trabajar, una nueva experiencia de lo humano que transcienda e integre lo mental, para experimentar la realidad no dual, la comunión o el Amor que constituye la realidad, más allá de la mente. Esa experiencia de comunión con Todo y todos, expresada de un modo único, es lo que llamamos experiencia espiritual, y es el núcleo de la persona. Hoy el camino pasa por abrirse a la espiritualidad para humanizarse de un modo integral. El vivir esta experiencia es lo que realmente haría que los valores de la persona se pusiesen como centro y meta de la sociedad y cultura de un modo espontáneo más que planificado mentalmente (lo cual no excluye la necesidad de la reflexión, sino el exceso de logocentrismo).

Algunos autores, que defienden la necesidad de recuperar la espiritualidad para que nuestra cultura salga de su situación mortecina actual, creen que la espiritualidad que necesitamos es una espiritualidad laica o no religiosa (es la propuesta de Mariá Corbí, de Enrique Martínez Lozano o de Compte-Sponville, por ejemplo), que recoja lo esencial de la sabiduría religiosa pero transcienda la expresión confesional de la espiritualidad. Pero, para otros autores, sólo las religiones tienen la capacidad de generar una entrega plena del ser humano a la experiencia espiritual y, por lo tanto, las religiones, cuando están sanas, tienen una energía transformadora mucho mayor (Habermas) que una espiritualidad laica, siempre mucho más fundamentada en la razón, que, según Habermas, no puede por sí sola generar un sentido que entusiasme y movilice. Por otro lado, las religiones pueden ser potencialmente más generadoras de ámbitos de comunión y fraternidad entre las personas, pues poseen y conviven, dentro de ellas, los diversos niveles de conciencia que se pueden dar en los seres humanos (mágico, mítico, racionalista, pluralista, transpersonal, integral…), mientras que la espiritualidad laica surge tras el nivel racionalista y carece, por ello, de los niveles anteriores (míticos); de ahí que quienes se sitúan en estos niveles no puedan sentirse en comunión con ella, cuando no la vean, como una experiencia espiritual falsa y la combatan. Las religiones permiten, por lo tanto, mantener lazos de comunión y colaboración a personas que están en niveles muy diversos de conciencia, siempre que no se cierren en alguno de estos niveles, excluyendo los otros. Además pueden permitir, de un modo más eficaz, que quienes están en niveles de conciencia menos integrales (desarrollados) accedan a esos niveles, dado que la religión no rechaza el nivel de conciencia en el que están sino que lo valora y, a la vez, anima a trascenderlo. Esta es la opinión de Ken Wilber, por ejemplo, que habla de las religiones como cintas-transportadoras hacia la no dualidad.

Para fenomenólogos de la religión como Martín Velasco la experiencia religiosa es la experiencia espiritual potencialmente más plena, al margen de que hoy, en muchos casos, esté más enferma que la espiritualidad laica. En la experiencia religiosa hay un mayor número de contrastes, que consiguen ser integrados y convivir, que en la experiencia espiritual puramente laica: Es una experiencia inmediata y, a la vez, mediada, inmanente y transcendente, personal y transpersonal, que privilegia unas manifestaciones del Misterio y, a la vez, sostiene que todo es expresión del mismo, que hace que el Misterio sea más activo en su iniciativa de la experiencia y, a la vez sostiene la necesidad del esfuerzo del ser humano por abrirse a la experiencia espiritual…

El nuevo proyecto espiritual occidental o nueva modernidad no puede ser un proyecto únicamente laico o religioso, sino de síntesis o encuentro de ambas corrientes, que colaboren y se enriquezcan mutuamente sin dejar de ser lo que son; un proyecto de macroecumenismo o ecumenismo ecuménico (Panikkar), abierto a la colaboración e integración de todas las corrientes espirituales y humanizadoras, en especial, las de mayor tradición en Occidente.

Esto supondría introducir cambios en ambos campos: la laicidad debería abrirse a la espiritualidad y a las dimensiones más allá de la razón, para poder ser más integral, y debería reconocer la capacidad humanizadora de las religiones cuando éstas están sanas, abriéndose a la colaboración y el aprendizaje con ellas. Las religiones deberían salir del fundamentalismo y la mentalidad tribal, hacia niveles más conscientes, más místicos y ecuménicos. En ambos casos, se trataría de distanciarse del pensamiento convencional del actual Occidente, el que se difunde con variantes mínimas por la mayoría de medios de hipnosis de masas del mundo occidental. Un pensamiento que está en manos de las falsas élites y que se caracteriza por su defensa del capitalismo, el autoritarismo, el patriarcado y la tecnocracia de un modo más evidente o más camuflado.

Para que estos cambios se produjeran en el cristianismo, sería interesante recuperar los grandes ideales que movieron la búsqueda de la reforma eclesial del siglo XI, origen de la modernidad sana:

El ideal eremítico o monástico: Esto supone centrar el cristianismo en la experiencia espiritual personal, lo cual no significa que ésta sea una experiencia individualista, sino “no masificada” o manipulada por el pensamiento “dominante”. Es decir, saber separarse de las ideas convencionales mayoritarias en occidente (perfeccionismo, moralismo, autoritarismo, patriarcado, capitalismo, hedonismo, superficialidad…), que, a veces, se han confundido con el mensaje cristiano y hacer un descubrimiento personal de cuál es el verdadero centro del mensaje cristiano (el Reino).

La opción por los pobres: Una Iglesia que no pone su centro en la búsqueda del poder sino en el testimonio, en vivir el seguimiento de Jesús sin buscar imponerse a nada ni nadie; esto puede suponer que la iglesia sea despojada y marginada pero ése es el camino para la libertad y la humildad, únicas fuentes para que la Iglesia sea fiel a su maestro y cumpla su misión, además de ser la mejor manera de poder tener una autoridad moral que pueda ayudar a humanizar, con el mensaje y vivencia cristiana, la sociedad y cultura.

El ideal apostólico: En el siglo XI se entiende por este ideal el tener por referencia la primera comunidad de Jerusalén como modelo de la Iglesia; de alguna manera, se refiere a la necesidad de no separarse de las estructuras o instituciones, vehículo de la Tradición cristiana, sino renovarlas y sanearlas, evitando la burocratización de las mismas y poniéndolas al servicio del ser humano. No habría que permitir que la enfermedad de la institución nos hiciera tirar “al niño con el agua sucia”; las estructuras son el legado recibido de los cristianos anteriores, y el hecho de que la burocracia se haya hecho con el poder dentro de ellas no debe hacernos olvidar la labor de nuestros ancestros y su rica herencia; Lo que hay que “tirar por la borda” (evitar que hagan daño) es a los “burócratas eclesiales” (que son demasiados) aliados de las falsas élites dominantes de Occidente, y que ponen los intereses burocráticos de la institución por encima del ser humano.

Desde el punto de vista laico o de la sociedad en general, el camino que habría que recorrer para llegar a una nueva modernidad, supondría abandonar el actual modelo social y cultural caracterizado por tres o cuatro grandes enfermedades: el capitalismo salvaje, el autoritarismo, el patriarcado y la tecnocracia. Claudio Naranjo denomina a nuestro sistema social el «sistema patriarcal»: un complejo militar-industrial-burocrático-financiero corrompido que se ha vuelto más y más contra la vida. Para Erich Fromm la sociedad occidental es una sociedad que odia la vida y la naturaleza al confiar más en el poder, el control y la técnica que en el ser humano, es un modelo de sociedad necrófila y, por lo tanto, inevitablemente fomenta la violencia, la guerra y la autoaniquilación.

La alternativa al sistema social y cultural dominante es el socialismo humanista, democrático y descentralizado. Para Erich Fromm el socialismo ha sido en la modernidad el movimiento auténticamente espiritual de mayor importancia en todo el mundo occidental. El movimiento socialista en la medida en que fue alcanzando el poder bajo la forma de socialdemocracia, o como comunismo, fue interpretado de acuerdo a los mismos principios del capitalismo: búsqueda del máximo de eficacia económica, industria burocráticamente organizada en gran escala y subordinación del individuo bajo un sistema burocrático pero económicamente eficaz. El socialismo ha perdido así su inicial impulso que buscaba crear una sociedad humanista que liberara al ser humano de la subordinación a la economía injusta para que pudiera crearse una sociedad en el que cada individuo pudiera alcanzar el desarrollo pleno de su personalidad. Se trataría pues de recuperar el espíritu humanista del socialismo original y su radicalismo (poner al ser humano en el centro, en comunión con la naturaleza y el Misterio) para poder elaborar una alternativa al sistema decadente que nos oprime.

El mayor peligro social hoy es el conformismo con el statu quo, el convencionalismo y el sectarismo, el dejarse llevar por la opinión social dominante, manipulada por las diferentes clases dirigentes, identificándose con una única visión. Es importante adquirir una conciencia crítica que se dé cuenta de que vivimos en una sociedad con unos ideales antihumanistas muy fuertes, defendidos por diversas élites, aparentemente enfrentadas entre sí pero básicamente iguales en sus principios fundamentales: el capitalismo, la tecnocracia, el autoritarismo, el patriarcado…expresados con mayor o menor transparencia. Naturalmente no todos los grupos dirigentes son iguales, no es lo mismo la socialdemocracia, por muy aburguesada que esté, que el neoliberalismo de derechas, pero ninguno de estos grupos representa ya la “solución” a la situación en la que estamos. Sería importante que los diversos grupos políticos reconocieran el carácter fragmentario de sus propuestas y la necesidad de integrar lo bueno de cada visión, de izquierdas y derechas; eso es lo que intentaría lograr un nuevo socialismo democrático, humanista e integral.

Un nuevo socialismo integral, además de su opción por una revolución pacífica frente al statu quo capitalista (usando, entre otros, los medios de acceder al poder que las democracias burguesas conceden) , debe incluir la espiritualidad en su visión y en sus propuestas, pues la espiritualidad es precisamente la experiencia de la comunión con todo y todos; y es esta experiencia la que permite descubrir la verdad en la diversidad de visiones y opiniones, haciendo que puedan ser integradas las diferentes perspectivas aparentemente contradictorias. La liberación de la opresión y la injusticia debe ir de la mano de la búsqueda de la comunión de todas aportaciones que todas las visiones, no enfermizas, del ser humano (más conservadoras o más avanzadas) sostienen. Sólo así se saldría de un modelo socialista sectario, al intentar incluir todas las grandes aportaciones de los otros modelos o puntos de vista (también de los que se consideran de derechas). Esto supone una clara apuesta por la no violencia activa como praxis fundamental para lograr ese socialismo integral y humanista. La no violencia se basa en el firme propósito de no destruir, demonizar, humillar u odiar al que se opone al proyecto socialista, sino defender su dignidad humana y liberarlo de su posible egoísmo para que pueda desarrollar su potencial humano en plenitud. Nace de la convicción de que todos somos parte de todos y dañar la dignidad del supuesto adversario es dañarnos a nosotros mismos y a nuestro proyecto de revolución social. Esto no implica caer en una mansedumbre borreguil y sumisa, sino asumir riesgos como, por ejemplo, ejercer los legítimos derechos a pesar de que se prohíba el hacerlo o denunciar la opresión de los pobres proponiendo alternativas viables corriendo el riesgo de la difamación. Tampoco supone caer en actitudes imprudentes e ineficaces en aras de una pureza perfeccionista del ideal no violento o de un heroísmo estéril y egocéntrico. El mismo Gandhi, uno de los padres de la no violencia actual, admitía la posibilidad de la defensa violenta de los pobres frente al ataque de grupos enfermos y deshumanizados, en caso de que no pudiera hacerse otra cosa, como mal menor, siempre usando la fuerza de un modo proporcional y sin deseo de destruir o eliminar al agresor, sino contener la agresión. Esto siempre sería mejor que no hacer nada y dejar a las víctimas en manos de los agresores. En cualquier caso, lo primero, lo mejor y lo más eficaz, a la larga, será siempre la actitud no violenta frente a cualquier agresión. Es la mejor manera de dar testimonio de la verdad y de ayudar a la conversión del injusto, sufriendo su violencia y denunciándola, no colaborando con ella, sin buscar destruirlo, sino reincorporarlo a la comunión y la justicia. Es amar al injusto, como ser humano hijo de Dios, abiertos al perdón- sin perdón no habría posibilidad de sanar-, y condenar su injusticia, pidiendo la restitución de los males que esta injusticia ocasionó.

Las condiciones sociales influyen, en gran manera, en que se desarrolle lo mejor o lo peor del ser humano, pero en último término hay en el hombre un núcleo inviolable de libertad y amor, que transciende todo condicionamiento social, que puede desarrollarse a pesar de las condiciones ambientales que tenga que sufrir (esto no justifica las estructuras injustas sino que permite que puedan ser combatidas pues pueden ser transcendidas). Sin que el corazón cambie, no habrá un cambio humanizador que sea real. El combate, en último término, se da en el corazón de cada ser humano y, es ahí, donde puede darse el cambio real y de donde vendrá la energía para luchar por el cambio. Ahora bien, este cambio interior no será real si no tiene repercusiones sociales también. Sólo si los hombres se abren al amor frente al egoísmo podrán cambiar las deshumanizadas condiciones sociales. La revolución será una revolución del corazón o no será, ésta es la visión que en el Occidente medieval sostuvieron las corrientes del Amor cortés y de la mística, en el oriente cristiano moderno los pensadores cristianos ortodoxos como Soloviev, Berdiaeff, Florenskj o , en la cultura contemporánea, el ala izquierda del psicoanálisis (Reich, Fromm, Marcuse, Lowen…) y las psicoterapias humanistas. Ésta es también la visión monástica de siempre y de todas las tradiciones.

Sólo la apertura al amor libera del egoísmo, y el modelo humano, más perfecto, del amor es el amor de pareja, en el que amamos a un otro que es igual y diferente de nosotros. Una verdadera revolución afectiva, dentro de los individuos, es necesaria para poder generar una fuerza social revolucionaria. Toda verdadera revolución social va unida a un combate contra la represión (ejercida de diversas maneras por las sociedades autoritarias) del amor sexual.

La demonización o la idolatría del sexo, del cuerpo y la afectividad ha sido uno de los modos como se ha logrado sostener un modelo autoritario de sociedad, sobre todo en anteriores momentos de la modernidad. Hoy, como señaló Marcuse, se reprime la fuerza humanizadora de la sexualidad a través de su reducción a pura genitalidad, erotismo reduccionista, pornografía…, evitando que sus energías, sublimadas, sirvan para impulsar una humanización basada en la ternura y el amor, que permitiera actualizar las potencialidades más profundas del ser humano (solidaridad, justicia, libertad…) que muchas veces son obstaculizadas por el sistema social imperante. En cualquiera de las opciones (hedonista o puritana) la espiritualidad y el cuerpo quedan separados y contrapuestos.

San Bernardo, el maestro, por excelencia, del movimiento monástico cisterciense (el más exitoso movimiento monástico de la modernidad naciente) elaboró un “mapa” de los “grados del amor” en el que hace ver cómo el amor personal e interpersonal culmina en el amor Transcendente y Universal para poder ser verdaderamente un amor socialmente humanizador y revolucionario.

Para San Bernardo el amor debe comenzar a madurar, en primer lugar, por el amor sano a uno mismo (autoestima) para poder luego amar de veras a los otros (amor social) y esto supone reconciliarse con el cuerpo y la afectividad sin reducirse a ellas. Desde el punto de vista cisterciense, la amistad espiritual y el amor esponsal o de pareja, serían la culminación del amor humano. Estas formas de amor de alteridad, si son auténticas, rompen el egocentrismo del ser humano y le descubren el misterio que sostiene la realidad, le abren a la experiencia de la comunión con Todo y todos en el Misterio que a Todo y todos sostiene, en Dios. De ahí que el verdadero amor humano culmina en la apertura a la Transcendencia (a Dios) o a la espiritualidad; en un primer momento, “porque le necesitamos” (en este grado nos abrimos al Misterio pero seguimos centrados en nosotros mismos) y después, nos descentramos de nosotros mismos, para centrarnos en ese núcleo que sostiene y transciende toda la realidad (en Dios), encontrando nuestra felicidad en el puro amar a Dios por él mismo, por el asombro y gratitud que Dios nos genera. Nuestro amor se hace así universal e incluye a toda la humanidad y el cosmos. Nos convertimos en canales de ese amor universal y, por lo tanto, en verdaderos instrumentos de humanización y de revolución social. Surge así, de este proceso, un nuevo ser humano, un líder revolucionario, humilde, no triunfalista pero radical y efectivo, que da a luz al nuevo mundo en su corazón y que, desde ahí, se convierte en una fuerza de transformación espontáneamente, sin ser consciente, en muchos casos, de ello. Estos líderes anónimos son los verdaderos líderes revolucionarios, necesarios para que toda verdadera revolución triunfe, como ya el marxismo ha determinado en su perspicaz teoría sobre la revolución, al hablar de la necesidad del “factor subjetivo” (líderes revolucionarios) además del objetivo (condiciones que permitan un nuevo orden social) para que la revolución pueda llevarse a cabo. Desde el punto de vista monástico, estos líderes, sin embargo, no serían líderes, ante todo políticos (si bien pueden tener un compromiso político), sino lo que en otros momentos se ha denominado como Ermitaños. El ermitaño no quiere colaborar con los mecanismos de mentira e injusticia del viejo mundo (por eso se separa de él) y, a la vez, desea vivir de un modo nuevo y transmitir esa nueva manera de vivir de un modo no propagandístico o proselitista, sino dando un testimonio no triunfalista y humilde de la alternativa al mundo actual que gane los corazones de sus contemporáneos.

Los eremitas son la vanguardia del Mundo Nuevo, pues su objetivo fundamental es, separarse de los compromisos con el Mundo Viejo, sin condenarlo (condenando su enfermedad), y transformar su corazón, humanizándolo del modo más pleno, viviendo en sí mismos una experiencia de comunión con todo y todos (experiencia espiritual) que pueda emanar de ellos hacia los demás, transformando y liberando el mundo viejo, de un modo no violento y no triunfalista. Sin ermitaños que se comprometan con la “Revolución Espiritual”, viviéndola ellos primero y sin buscar imponerla a nadie, la revolución espiritual, social y humana no se realizará o se adulterará, como ha ocurrido con las revoluciones políticas, en gran medida autoritarias, que se han producido en la modernidad.

Afortunadamente estos ejemplos de nuevos/as eremitas o nuevos/as monjes/as ya se han ido manifestando, personajes con Thomas Merton, Raimon Panikkar, Simon Weil o Teresa Forcades… son modelos de estos ermitaños y ermitañas revolucionari@s que marcan el nacimiento de un nuevo mundo más humano, más integral y más justo. Ellos y ellas, junto con otras personas anónimas, son quienes están poniendo las verdaderas bases para el cambio que necesitamos y merecen el elogio que Guillermo de Saint- Thierry dirigió en su época a los eremitas cartujos: “ellos han traído la luz de oriente y aquel… fervor… a las tinieblas de Occidente”. En estas personas, y en quienes sigan su ejemplo, radica una de las grandes esperanzas de nuestro mundo.

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