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“Creer (III)”, por Gema Juan, OCD.

Miércoles, 14 de mayo de 2014

14027474442_cb475e0120_mLeído en su blog Juntos Andemos:

El breve recorrido hecho apunta continuamente a la fe como encuentro y a la certidumbre de que «no estamos huecos en lo interior», sino habitados. El ser humano es más de lo que aparenta, como recuerda la misma Teresa: «Veo secretos en nosotros mismos que me traen espantada muchas veces».

Habitados por un Dios inmenso que, a la vez, está muy cerca. A Teresa le preocupa que se presente a Dios como un ser lejano e inalcanzable, porque impide encontrarse con Él: «viene todo el daño de no entender con verdad que está cerca, sino imaginarle lejos». Y anima a «no extrañarse de [tener] tan buen huésped», porque la grandeza de Dios está en que no se le «pueden agotar sus misericordias».

Como tantos creyentes, Teresa de Jesús ha vivido de fe y a través de la confianza se ha unido a Dios. Del mismo modo que ella, son muchos los que desde todos los márgenes, han buscado al verse asaltados por una presencia, al intuirla o, sencillamente, al desearla.

Algunos desde muy lejos, como Simone Weil, que decía: «en toda mi vida, jamás, en ningún momento, he buscado a Dios». Sin embargo, tendrá una experiencia de una intensidad estremecedora. Siente que Cristo se hace presente y la toma. Y dirá que era «una presencia más personal, más cierta, más real que la de un ser humano».

Pascal hablará de «una invasión» que le conmueve la vida, para expresar cómo Dios se le había acercado. Y, al igual que sucede a Simone y Teresa, una certeza inamovible se instala en su vida. Cuando Dios irrumpe, cuando se hace presente y caen las barreras interiores que impiden el encuentro, no queda rastro de duda —«queda una certidumbre grandísima», dirá Teresa.

Edith Stein, en cambio, refleja una experiencia serena y silenciosa, pero que contiene un impulso íntimo y una «certeza embriagadora», como ella misma dice. Hablará de un «hecho real, no sentimiento», de los testigos que la han despertado, de poner la vida entera «en contacto con Dios» y de «estar protegido por una bondad y un amor infinitos e inmutables».

Descubre la presencia viva: «Percibo nueva vida en mí… Esta corriente vivificadora proviene de una actividad y una energía que no son las mías, pero que se realizan en mí». Y una aventura que envuelve la vida entera: «Es un mundo infinito que se abre como algo absolutamente nuevo, si uno comienza, en lugar de vivir hacia fuera, hacia adentro».

A Manuel García Morente, que se había llegado a sentir roto en medio del mundo, resentido y perdido de sí, el Dios inmenso, desdeñado por su lejanía e insultante omnipotencia, se le presenta como real, de carne y hueso, tan cercano que no pudo esquivarlo: «Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí». En adelante, una «convicción inquebrantable» acompañará a Manuel: «era Él». Era Dios.

Son solo unos pocos testigos, entre la muchedumbre de los que se ha encontrado con Dios, de quienes se han dado cuenta de que «es muy buen vecino». Han dejado atrás las dudas, porque la experiencia íntima que han vivido tiene efectos que se prolongan en el tiempo. Esa vivencia no quita las vacilaciones que acompañan la vida, ni otras soledades, pero regala una certeza única: «sabemos que siempre nos entiende Dios y está con nosotros. En esto no hay que dudar».

Creer es una decisión profundamente personal que se puede tomar de modos muy diversos. Desde la periferia de las religiones, tal vez sin confesar un Dios personal, pasando por encuentros arrebatadores o pacíficos, hasta decisiones como la de Teresa de Lisieux que, desde el seno mismo del cristianismo, elige creer en medio de la duda más dolorosa y radical.

Teresa explica que Dios «da de muchas maneras a beber», según es cada persona. Y que «hay muchos caminos en este camino del espíritu», para que cada ser humano pueda llegar a encontrarse con Dios. Tiene «tantas maneras y modos» de comunicarse, que no hay obstáculo que sea insalvable para «quien es la misma Sabiduría».

Y añadirá que, como quiera que se dé la experiencia, cualquiera que sea la manera en que Dios se comunica, ese contacto deja un rastro inequívoco: «Queda el deseo de vivir, si Él quiere, para servirle más; y si pudiese, ser parte que siquiera un alma le amase más y alabase».

«Servirle más» es conectar el impulso íntimo del que habla Edith con el «inextinguible impulso, sostenido contra la realidad, de que esta debe cambiar… y se abra paso la justicia». Horkheimer definía de esta manera la religión «en el buen sentido». Así se puede definir la experiencia espiritual en el buen sentido y la mística, cuando lo es en verdad. La fe, en definitiva, cuando es auténtica y personal.

Los testigos que hablan de su encuentro con Dios son los mejores sherpas en el camino de la fe. Unos como destellos y otros como faros, todos dando luz y esperanza para no andar ciegos. Ellos, como Moisés, han visto la «espalda» de Dios: han experimentado su misericordia y su lealtad hecha carne, compañera de vida. Y, viendo, han creído.

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