Una reconstrucción especulativa
«Todos lo abandonaron y huyeron» (Mc, 14, 50).
«Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como al trigo. Pero yo he orado por ti, para que permanezcas en la fe. Y tú, cuando vuelvas sobre ti, afianza a tus hermanos» (Lc 22, 31-32).
La cuestión y el camino recorrido
Pero, ¿qué ocurrió realmente? No basta con decir qué no ocurrió. Es fácil identificar los elementos legendarios de los relatos de la Resurrección. Ángeles que descienden en medio de terremotos, que hablan y hacen rodar las piedras; tumbas que están vacías; apariciones que desaparecen; hombres ricos que ponen sepulcros a disposición; ladrones que hacen comentarios desde las cruces de su tortura… Todo esto son leyendas; leyendas sagradas, añadiría yo, que, sin embargo, no dejan de ser leyendas.
El rechazo del valor histórico de estos detalles bíblicos, tan familiares como legendarios, no concluye, sin embargo, nuestra búsqueda de lo que ocurrió; simplemente nos traslada a otro nivel, donde nos planteamos otra cuestión: ¿Qué fue y cómo debió de ser lo que ocurrió para que diera origen a todos estos detalles legendarios que se acumularon en torno a la Resurrección? ¿Por qué se acumularon? Cientos de millones de personas han vivido y muerto sobre esta tierra sin que a su alrededor se hayan forjado leyendas semejantes.
Y eso que algunas fueron famosas y poderosas. ¿Por qué, entonces, se formaron en torno a aquel hombre y en aquel tiempo y lugar? ¿Quién era y es Jesús de Nazaret? ¿Por qué los acontecimientos ocurridos después de su muerte poseen semejante poder? ¿Qué pudo contribuir a unos cambios tan drásticos como la transformación de unas vidas, la supresión del miedo y de la desesperación, la aparición de un nuevo coraje, la redefinición de Dios y unos nuevos modelos de culto? ¿Qué ocurrió para que la gente empezase a decir de Jesús de Nazaret, con un convencimiento reverencial: «¡La muerte no puede retenerle!» y «¡Hemos visto al Señor!»?
Tal como sugería que haríamos al principio de este libro, nos hemos esforzado por entrar en aquellos momentos nacientes de la historia de nuestra fe, en el «big bang» de los comienzos de la historia cristiana. Hemos buscado y encontrado una nueva lente, la lente del midrásh, con la que leer nuestros relatos sagrados. Hemos intentado experimentar y sentir los problemas que tuvieron los escritores del siglo I cuando intentaron transmitir –sin duda tras el hecho de la vida terrena de Jesús ya consumada– el poder y el significado latentes en aquel momento crítico en que nació el cristianismo.
Con nuestra mentalidad del siglo XX, hemos procurado abarcar la realidad del mundo en que se escribieron los Evangelios; mundo en el que no había ni libros ni periódicos ni fotografías ni bibliotecas ni emisoras de radio ni de televisión ni reporteros ni, desde luego, ningún testigo presencial.
Hemos visto cómo el cristianismo, con la destrucción, por obra del ejército romano, de Jerusalén, que era el centro judío del cristianismo, cambió en el año 70 d.C. Hemos anotado algunos de los cambios que se operaron cuando esta historia de fe tan profundamente judaica empezó a flotar en un mar que era, ante todo, gentil, en el que no se conocían ni las tradiciones fundacionales judías ni su visión original del mundo. Vimos, pues, cómo las experiencias que eran familiares al pueblo judío se distorsionaron al transferirse a un ambiente no judío, y fueron mal interpretadas por mentes no judías.
Sentimos el dolor de unas comunicaciones rotas cuando un mundo cristiano formado por gentiles, profundamente ignorantes de la manera judía de escribir y de entender la Escritura, procedió, sobre la base de una mala interpretación del carácter sagrado de unas palabras, a imponer la autoridad de la inerrancia literal de dichas palabras. Y advertimos, asimismo, cómo la historia de la fe cristiana iba embelleciéndose, y cómo se resaltaban los elementos milagrosos y se desarrollaban las leyendas.
Cuando pudimos ver de forma manifiesta el desarrollo de tales modelos en los escritos que poseemos, compuestos entre los años 70 y 100 d.C., empezamos a comprender que otro tanto debió de ocurrir entre los años 30 y 70, cuando todavía no se habían puesto por escrito los recuerdos. En este túnel inexplorado del tiempo, ¿cómo fueron embelleciéndose los hechos, cómo fue destacándose lo milagroso y cómo fueron creciendo las leyendas? Cuando avanzamos a través de este proceso en el tiempo, advertimos qué poco sólido es el terreno, cuán movediza es la arena y cuán resbaladizas son las pendientes por las que se desliza nuestra frágil comprensión de la realidad y de la fe.
Hemos analizado los propios textos bíblicos, y han demostrado ser poco fiables si lo que buscamos son hechos objetivos y detalles consistentes. Los relatos evangélicos de la Resurrección presentan pocas coincidencias si atendemos a los hechos tal como éstos se exponen literalmente. Con todo, en medio de esta confusión de pormenores, queda claro un testimonio poderoso acerca de una determinada realidad que fue proclamada con especial intensidad: «La muerte no puede retenerle. Hemos visto al Señor».
Por eso procuramos penetrar en el significado de las palabras que aquellos primeros cristianos utilizaron y captar así la esencia de la experiencia que habían vivido, así como el significado que habían encontrado en Jesús. Hemos visto cómo interpretaron a Jesús –y a lo sucedido con él– sirviéndose de imágenes y títulos familiares en el judaísmo como los de profeta-mártir, héroe salvífico, víctima de un sacrificio expiatorio, siervo sufriente e hijo del hombre. Pero esto no nos dice todavía por qué tales palabras e imágenes les parecieron apropiadas. Por eso tenemos que seguir preguntándonos: ¿Qué ocurrió para que estas palabras e imágenes se aplicasen a Jesús?
En nuestra búsqueda de pistas que nos ayuden a entrar en el túnel oscuro que media entre la muerte de Jesús en torno al año 30 y los textos escritos acerca de la Resurrección, tenemos que sacar ahora algunas conclusiones a partir de las pistas que hemos estudiado.
He llamado la atención, en primer lugar, sobre los datos que apuntan claramente al hecho de que fue en Galilea, y no en Jerusalén, donde nació el momento de la Pascua de Resurrección. Una vez establecido esto, encajaron muchas otras cosas. Si Galilea fue primordial, entonces los ángeles de la tumba vacía, la propia tumba con su piedra imponente desplazada y las visitas de las mujeres, es decir, toda la tradición funeraria ha de dejarse de lado y considerarse como una suma de hechos no objetivos sino narrativos.
Estos elementos de la tradición fueron, pura y simplemente, mitos y leyendas surgidos más tarde, en un contexto jerosolimitano, entre gente que era incapaz de contar de otro modo el significado trascendente que había captado y que resucitó el núcleo mismo de sus vidas. La primacía de Galilea significa, además, que todos los relatos de apariciones (con su pretensión de ser manifestaciones físicas del cuerpo muerto que, de alguna manera, habría sido revivificado y habría salido del sepulcro) son leyendas y mitos que no pueden tomarse en sentido literal. El Jesús resucitado no comió pescado literalmente en Jerusalén. Tomás no tocó las llagas físicas de sus costado. La Resurrección puede significar muchas cosas pero estos detalles no forman literalmente parte de su realidad. Afirmar que Galilea es el emplazamiento primario de la experiencia de la Resurrección es un paso decisivo que, además, la misma Biblia parece reconocer, tal como vimos.
Nuestra segunda pista era que, cualquiera que fuese la realidad de la experiencia de la Resurrección, Pedro fue la persona decisiva en el corazón de la misma. Tal como vimos, los mismos Evangelios parecen testificarlo de forma profunda y obvia. De manera que este hecho nos llevó a considerar la probabilidad de que muchas de las cosas dichas a Pedro y de Pedro en los Evangelios, incluido el cambio de su nombre, fueron episodios posteriores y no anteriores a la Resurrección.
Nuestra tercera pista apuntó a la enigmática conexión existente entre la Resurrección y la comida. El pan partido, en primer lugar, y el vino distribuido, de forma secundaria, se agregaron durante nuestro examen, de un modo único y persistente, a lo que debió de ser la experiencia de la Resurrección. Lo cual podría significar que cada comida, cada historia de alimentación recogida en los Evangelios podría muy bien ser un relato no anterior sino posterior a la Resurrección.
Nuestra cuarta pista consistió en ver que cualquier referencia literal de tiempo deducida de la expresión de «el tercer día» había que dejarla de lado. Vimos que este símbolo evolucionaba desde «después de tres días» hasta «el tercer día» bajo la influencia de otras expresiones como «el primer día de la semana» y «el día del Señor». Identificamos además esta expresión con una tradición posterior, que se desarrolló en Jerusalén.
En consecuencia, separamos el momento de la experiencia de la Resurrección de cualquier referencia temporal, de modo que ésta pudo flotar libremente, sin datación alguna, antes de insertarse en una referencia específica.
Por último, analizamos las tradiciones funerarias de los distintos Evangelios y consideramos los episodios de José de Arimatea y de Nicodemo como leyendas forjadas en la tradición de Jerusalén. Y descubrimos, además, en el libro de los Hechos, en un discurso atribuido a Pablo, algo que muy bien podría ser un fragmento de un hecho verídico que, por rememorado, no acabó de desaparecer. Según este fragmento, Jesús habría sido enterrado por quienes lo ejecutaron, tal como correspondía a los criminales convictos, lo cual podría haber sido especialmente cierto con él puesto que todos sus discípulos lo abandonaron y huyeron[21].
A través de todas estas pistas, acabamos por regresar al momento de la muerte de Jesús: un momento que parecía estar conectado con la celebración de la Pascua judía si bien el modo exacto de tal conexión es una fuente de conflicto entre los distintos Evangelios. Llegados a este punto, quiero intentar re-crear aquí el momento, entrar en la experiencia y buscar la realidad que irrumpió en el mundo y cambió la faz de la historia de los hombres. ¿Qué ocurrió, pues, de hecho?
Mi convicción definitiva
Para empezar, permítaseme una afirmación obvia: ¡Después de todo, no se puede más que especular! En definitiva, en esta investigación se llega a un punto en el que uno tiene que decir sí o no a Jesús, y sí o no al significado de su vida. La línea ya está trazada y sólo hemos de decidir si queremos traspasarla por la fe o si rehusamos dar el paso y nos apartamos de esta tradición. Al final, al margen de la hondura en la búsqueda en las Escrituras, de la profundidad del análisis de los detalles textuales y de las otras cuestiones que pueden suscitarse, hay que pronunciarse: o Cristo es la fuente de resurrección que está dentro de nosotros o debemos confesar, honestamente, que hemos llegado a perder la fe en él.
La especulación acerca de lo que ocurrió no puede sustituir al convencimiento de que ocurrió algo real. Leer más…
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