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Dom 16.3.3. Transfiguración (con F. M. Fresneda)

Domingo, 16 de marzo de 2014

transfiguration1Del blog de Xabier Pikaza:

Dom 2 Cuaresma, Mt 17, 1-9. En el camino cuaresmal que lleva a la pascua de Jesús resulta básica la escena de la transfiguración. Jesús nos sube a la montaña de su revelación, para que aprendamos a ver… y Dios nos revela su identidad como Hijo.

Podremos así caminar con Jesús, subir a su monte, descubrir su rostro, escuchar la voz de que le le llama “Hijo querido”, para bajar luego on él al valle de este mundo y “transfigurar” nuestra realidad, cambiarla por dentro, con nuestra propia vida, unida a la de Jesús.

Tengo el gusto de unir en esta postal mis palabras a las palabras de amigo Francisco Martínez Fresneda, profesor de cristología de la Facultad de Teología Franciscana de Murcia, invitando a mis lectores a que vayan de un modo directo a su blog y lo visiten con frecuencia y provecho, con gran gozo http://fresnedaofm.blogspot.com.es/2014/03/ii-domingo-cuaresma-este-es-mi-hijo.html). Allí conocerán a Paco Fresneda, desde allí podrán seguir semana a semana su “clara y honda” lección de teología y pastoral.

Quien quiera descubrir mejor su palabra y escucharle directamente puede disfrutar y aprender con su magnífica conferencia en las Jornadas de Teología de Murcia (4.3.14): http://www.itmfranciscano.org/actos-academicos/xxvii-jornadas-de-teologia/conf-martinez-fresneda/

Tiene pues esta postal según eso dos parte. (1) El comentario de F. M. Fresneda. (2) Mi ampliación teológica. Buen domingo a todos.

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 17,1-9.

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos y su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.
Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces tomó la palabra y dijo a Jesús: ―Señor, ¡qué hermoso es estar aquí! Si quieres, haré tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: ―Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y tocándolos les dijo: ―Levantaos, no temáis. Al alzar los ojos no vieron a nadie más que a Jesús solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: ―No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos.

Comentario de P. Martínez Fresneda

1.- Los discípulos saben que el mesianismo de Jesús no es un camino triunfante avalado por su todopoderosa filiación divina.

Poco antes de su transfiguración, en la confesión de Pedro, le dice a los discípulos que el Hijo de hombre tiene que padecer y morir (cf. Mt 16,21). Para reforzar su fe, se lleva a su círculo íntimo a orar al monte. Transfigurado Jesús por la presencia divina, el Padre comunica su identidad y función fundamental a Pedro, Santiago y Juan: es el Hijo amado; es la Palabra que revela la auténtica voluntad del Padre; es el que completa y resume la ley y los profetas. Con él, como ya lo indicó con Juan Bautista (cf. Mt 11,7), comienza un mundo nuevo, una vida nueva.

2.- Pero el estilo de vida de Jesús es el de un siervo, obediente a Dios, obediente al servicio de los hombres, como antes el Padre le reveló en el Bautismo (cf. Mt 3,17).

Forma de siervo que le lleva al extremo de morir por amor en la cruz: «No hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Pedro, Juan y Santiago lo van a contemplar muy pronto en la oración del huerto, cuando suda sangre y se rompe interiormente al contemplar la inutilidad de su ministerio y al presentir su camino de cruz (cf. Mc 14,32-42par). Por ello, los discípulos necesitan saber que la cruz no puede esconder, y menos negar, la vocación divina de Jesús, la revelación definitiva de la voluntad salvadora del Señor a todos sus hijos. Y tal experiencia se les presenta con la glorificación de Jesús, aquel que la cruz no podrá con él, porque Dios, desde siempre, le ha sido fiel.


3.- La pasión y la cruz es un camino que termina en la resurrección.

Es la vía que ha recorrido Jesús. Nuestra vida también entraña las experiencias de felicidad y tristeza, de gloria y de muerte, de gracia y desgracia, etc., en su caminar lento o rápido hacia el encuentro con el Señor. Nuestra existencia no es toda gloria, como si fuéramos ángeles, ni es toda desgracia, como si fuéramos diablos. Nuestra historia es un cúmulo de experiencias buenas y malas, de tabores y de cruces que se entrecruzan continuamente, o por fases y tiempos determinados. Debemos convencernos que al final está la resurrección; que al final sólo quedará lo que hayamos amado, es decir, la dimensión de Dios hecha realidad en nuestros actos y actitudes (cf. 1Jn 4,16). No necesitamos ni la venganza, ni la violencia, ni el poder para solapar la desesperanza o las frustraciones. Simplemente ser fiel, como Jesús, al Padre, que tiene la última palabra sobre nosotros, y nos lo demuestra, de vez en cuando, en los momentos de felicidad que disfrutamos a lo largo de nuestra vida.

Reflexión exegético-teológica (Pikaza)

Ésta es una escena de contraste. Jesús ha dicho que las autoridades oficiales y sagradas de Jerusalén (escribas-sacerdotes-ancianos) van a condenarle, en nombre de Dios ( ), pero él sabe que Dios le avala llamándole su Hijo, ante sus tres discípulos centrales, acompañado por representantes del Israel de la fe (Elías y Moisés), que aparecen a su lado. Por eso, la Iglesia de Jesús, que ha escrito y que acoge este pasaje, viene a presentarse como auténtico Israel, asumiendo las palabras de la profecía y de la ley (Elías y Moisés), frente a los judíos no cristianos que, conforme a esta visión, habrían rechazado (o no habrían entendido bien) a los creadores de su religión. Desde ese fondo comentamos, paso a paso, las palabras de la escena.

−Tiempo, personas y lugar: “Y seis días después…” (Mt 17, 1). Ha pasado una semana desde la escena anterior, de Cesárea de Felipe, con la “confesión” de Pedro y la revelación de Jesús (dar la vida por el Reino). Posiblemente, el texto evoca además el tema de fondo de Gen 1, 1−2, 4: Después de seis días de “trabajo” de Dios llega el “sábado” del descanso. También aquí, después de los “seis días” de trabajo, llega el momento de su descanso, en la gloria de la Montaña de Dios (en la pascua final).

“Tomó a Pedro, Jacob y Juan…”. Estos tres discípulos remiten a la historia de Jesús y al comienzo de la Iglesia. Son su grupo de intimidad, siendo, al mismo tiempo, de los primeros testigos de la iglesia pascual, de manera que ellos deben (deberían) actuar como mensajeros de la experiencia de la resurrección (abierta a todos los que aceptan el evangelio). Ellos, los tres de la montaña de Jesús, son un símbolo parcial, pero importante, de la totalidad de la Iglesia.

“Les subió a un monte muy alto…”. Es como si les hiciera “ascender” con él (anapherei autous), a un monte (horos, sin artículo). Tomando como referencia la zona de Cesárea de Felipo, este monte tiene que ser el Hermón, el más alto de la gran cordillera, entre Galilea, Fenicia y Siria. Pero, desde la perspectiva de Galilea (donde parece que nos encontramos ya, por lo que sigue), puede y debe tratarse, simbólicamente, del Tabor, que además es famoso en la historia del Antiguo Testamento, porque allí se fraguó la victoria decisiva de Israel (en tiempos de Débora y Barac) sobre los cananeos (Jc 4, 1). Así hablaremos aquí de la experiencia del Tabor.

−Transfiguración: “Y fue transfigurado ante ellos”. La palabra clave del relato es metemorphôze (fue transfigurado o metamorfoseado, en pasivo divino). Se trata de un término que es casi técnico en griego (e incluso en latín) y que evoca las transfiguraciones o cambios de figura que asumen (padecen) los dioses y seres divinos, tomando así formas diversas para presentarse y actuar. En esa línea resulta significativo el libro de Ovidio (Las Metamorfosis), escrita el año 7 d.C., donde se narran, partiendo de la mitología de Grecia y Roma, los cambios o “transfiguraciones” de dioses y héroes, desde el principio del tiempo hasta el tiempo de Julio César (unos decenios antes de Jesús). La misma realidad aparece así como una “metamorfosis” incesante de todo lo que existe, dentro de un “continuo” sagrado, donde dioses y hombres se vinculan (sin diferencia esencial).

“Y su rostro brillo
como el son y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrante…”. Jesús aparece así como signo de Dios, expresión del mismo sol…con vestidos blanso, de color de cielo (cf. Ap 3, 18; 19, 14).

((Esta escena supone que, trascendiendo una realidad actual de dolor y muerte, sobre el cielo de la pascua de Dios, habita el Hijo divino, Jesús resucitado. Sin un tipo de experiencia (de esperanza) pascual no existe camino mesiánico. Sin un Cristo glorioso en la montaña, sin el gozo de verle allí, cumpliendo todo lo anunciado (culminando el camino de Elías y Moisés), carece de sentido su llamada al seguimiento. Sólo si subimos a la altura del misterio entenderemos la voz de Dios para seguir a su Hijo Jesús (¡escuchadle!). Estamos ante una escena de ruptura de nivel, ante una visión de trascendencia, que nos sitúa de nuevo en el camino de la Cruz, como pide el mismo Dios, diciendo a los tres discípulos que “escuchen a Jesús”, es decir, que sigan su camino

Ciertamente, Jesús se transfigura, de forma que en su misma vida humana podemos descubrir la gloria de Dios que está brillando en sus vestidos. Pero este Jesús transfigurado no es un ser celeste, ni un ángel alejado de la tierra, sino el mismo nazareno, que ha iniciado un camino de muerte al servicio de los otros. Por eso, la escena de gloria en la montaña no es negación de cruz, sino todo lo contrario: es una expresión del sentido salvador de la cruz. Como seguiremos viendo, ella sólo se entiende desde el trasfondo de la entrega de Jesús)).

−Revelación. “Y se les aparecieron Elías con Moisés, que conversaban con Jesús”.

Se les aparecieron a ellos (a los tres videntes), no a Jesús, con quien ellos están hablando. En torno a Elías y Moisés se ha movido gran parte de la historia de Jesús. Partiendo de su relación con Elías y Juan Bautista ha desarrollado Mateo su evangelio. Estos dos personajes representan la identidad de Israel, es decir, la profecía (Elías) y la Ley (Moisés), vinculadas en su raíz y señalando que el camino de Jesús, rechazado por otros como peligroso para la identidad y esperanza israelita, cumple en realidad esa esperanza.

Jesús asume y culmina de esa forma el camino y testimonio de Elías, y en especial el de Moisés que (en contra de Marcos) aparece aquí en primer plano. Ellos, Moisés y Elías, son los grandes testigos de Jesús. Pedro, Jacob y Juan descubren así a Jesús arriba, en la montaña de la gloria, culminando el camino de Elías y Moisés, con quienes él conversa (êsan synlalountes: estaban dialogando). Posiblemente, en su origen, el texto evocaba una experiencia de resurrección: brilla sobre Jesús la gloria de Dios en la montaña de su pascua, en la que culmina todo el camino de Israel. Pero, como seguiremos viendo, esa transfiguración pascual sólo tiene sentido al insertarse en el camino de la entrega de la vida; por eso, Marcos ha situado este escena en el momento clave del evangelio, cuando Jesús ha decidido tomar un camino de entrega de la vida a favor de los demás, poniéndose en manos del Dios de la Vida.

b. Trasfondo religioso.

Esta escena, radicalmente histórica (¡muestra el sentido más hondo de la historia!), se encuentra en el centro y principio de la experiencia cristiana. Por eso quiero verla desde la perspectiva de otras religiones y culturas:

1. Metamorfosis. En las religiones antiguas (y en otro sentido en la misma ciencia) las diversas realidades (dioses y hombres) tienden a transformarse, en el interior de un gran “todo divino”, donde rige, en clave sagrada, una misma ley de la naturaleza, formulada por A. L. Lavoisier (1743-1794): “Nada se crea, nada se destruye, todo se transforma”. La ciencia moderna estudia esas transformaciones en un plano técnico-material. La religión “pagana” y un tipo de magia (con gran parte del esoterismo actual) han querido y quieren fijar el carácter espiritual de las transformaciones, y así pueden hablar de la metempsicosis (o metamorfosis de los espíritus o almas).

2. Avatara, religiones de oriente… En un plano en parte semejante al anterior se sitúan muchas experiencias y/o formulaciones de las religiones orientales (sobre todo del hinduismo, pero también del budismo), cuando dicen que la divinidad o misterio (Visnú, Shiva, el Dharma, lo Búdico…) se manifiesta en algunos seres privilegiados como Krisna, Rama o Gautama Buda. En sentido estricto, el que se metamorfosea no es el hombre, sino lo divino, que toma forma (apariencia) humana, para así ayudar a los hombres y mujeres en el camino de su divinización o liberación.

Pues bien, desde este fondo debemos señalar, de un modo esquemático, algunos rasgos sobre la “metamorfosis” de Jesús en Mc 9, 2-9 (cf. Mt 17, 1-13 y Lc 9, 28-36), destacando su identidad cristiana. En la raíz de este relato, de origen pascual, se encuentra la experiencia de la gran trasformación “divina” de la humanidad y del cosmos (cf. Rom 8, 18-30), una experiencia que nos sitúa en el centro de la fe cristiana.
La metamorfosis de Jesús (su avatar) puede y debe mirarse en el trasfondo de las metamorfosis citadas, pero va más allá (se sitúa en otra línea), de manera que representa algo que es único en la historia de la humanidad. Eso no significa un retorno a la “madre” naturaleza antigua (Eva, Pandora), de la que venimos; ni es una expresión del cambio constante de la realidad, ni un signo de las mutaciones sin fin de lo divino, sino un anticipo y una promesa de la re-creación pascual, es decir, de aquello que aún no somos. En ese contexto quiero añadir algunas reflexiones que nos ayudan a situar mejor este símbolo cristológico:

1. Audacia. Es muy posible que, al emplear esa palabra (metemorphôtê), el evangelisa quiera situar la experiencia de Jesús en el trasfondo religioso más amplio de su entorno cultural, pero destacando, al mismo tiempo, la identidad cristiana de esa experiencia, desde las raíces israelitas (Moisés y Elías) y en el camino concreto de Jesús. A su juicio, sólo se puede hablar de metamorfosis en perspectiva pascual allí donde un hombre (Jesús) asume y despliegue su camino de Reino, en fidelidad hasta la muerte, al servicio de los otros.

2. Recelo. La misma palabra metamorfosis (que Mt 17, 2 toma del texto Mardos, situándola en un contexto más judío) ha suscitado el recelo de Lucas, que se no atreve a utilizarla y sólo habla de un cambio en el rostro y vestidos de Jesús, en un contexto de oración (cf. Lc 9, 29); de esa manera ha entendido Lucas la experiencia de fondo más cristológico de Marcos (que evoca una trans-formación total de Jesús y del mundo); sin negar lo anterior (sin emplear la palabra meta-morfosis), él entiende esa experiencia a modo de cambio interior, en un plano de oración, lo que es muy valioso (lo más importante), pero que quizá resulta insuficiente.

3. Transfiguración. En esa línea de Lucas se mantiene la tradición latina cuando, siguiendo a la Vulgata (transfiguratus est coram ipsis,), habla de Trans-figuración y no de Meta-morfosis de Jesús. Esa palabra es buena, pues nos invita a trascender el plano de las figuras; pero la mutación o desbordamiento (meta-) de la morphê a que alude Mt 17, 2) va más allá del cambio de figura que evoca la traducción latina, pues figura se aplica a la realidad más externa, como sabe el texto paralelo de Flp 2, 7, cuando distingue la morphê (forma-realidad) de Jesús y su skhêma (que es su figura). Es muy posible que el traductor de la Vulgata y la liturgia latina hayan tenido miedo de utilizar la palabra latina que hubiera sido más adecuada: trans-formatio (trans-formación, cambio de forma-morphê, no de simple skhêma/figura).

(((La experiencia de la metamorfosis de Jesús (y de aquellos que creen en él), según Marcos, nos sitúa cerca de aquello que Pablo y su escuela han explorado al hablar de la transformación radical de la vida, que se expresa de un modo privilegiado en Jesús. Así, Flp 2, 6-11 dice que Jesús ha tomado la “morphê” (forma/esencia) de siervo, para realizar su tarea (en una línea de encarnación, no de apariencia). Según eso, Jesús ha realizado la obra de Dios, de manera que vive ya en morphê Theou (forma/esencia de Dios), pero sólo por haber asumido la morphê doulou, forma/vida de servidor, entregándose así por los demás)).

Éste es el argumento de fondo de 1 Cor 15, 35-58, que habla de la trans-formación de la vida humana, que se realiza en Cristo, una meta-morfosis que puede y debe compararse a la que se produce (en otro nivel) en las semillas, que se siembran y mueren, y así “resucitan”. Tras decir eso, debemos recordar que en griego, morphê o “forma” (cf. el hyle-morfismo de Aristóteles) no es la figura externa, ni siquiera la “materia” (hyle), sino la realidad más honda o esencia. Por eso, la meta-morfosis no es un cambio de forma externa o figura, sino un cambio esencial, una “mutación” de raíz)).

9, 5-6. Pedro y sus compañeros.

(Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: Rabbi (=Maestro) ¡que bien estamos aquí! Vamos a hacer tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Estaban tan asustados que no sabía lo que decía: Mt 17, 4-5).

Los discípulos descubren en el rostro de Jesús el resplandor de Dios, que ha revelado ya su gloria y plenitud sobre la tierra, y ven en su figura la culminación de las promesas de Israel. Pero el texto indica que esa reacción de Pedro (que habla en nombre de los tres: ¡qué bien estamos aquí!) resulta egoísta e ignorante: quiere permanecer allí por siempre, sin pasar por la cruz (o a través de una cruz puramente gloriosa o superada, que se deja atrás), en tres tabernáculos de cielo, en eterna fiesta de separación y gozo, con el Jesús transfigurado (y con Elías y Moisés).

No le importa que los otros, los muchos sufrientes que han quedado abajo, en el valle de locura y discusión del mundo (como se dice en Mt 17, 14-21), sigan sufriendo, continúen per-vertidos. Ellos, los privilegiados de la tierra, o de una iglesia de poder (Pedro, Jacob, Juan), alcanzarían así la plenitud perfecta con los predilectos del cielo (Moisés, Elías y Jesús), pero sin escuchar de verdad a Jesús. Así formarían la iglesia petrina (del Pedro) y zebedea (de Jacob y Juan), centrada en el triunfo judío (nacional, de grupo) que cultiva su propia identidad impositiva y/o separada, olvidando a los sufrientes del valle de la historia. Así critica Marcos a la “iglesia” de Pedro y de los zebedeos que, a su juicio, no ha sido ni es la que Jesús quería.

Éste es un momento clave del despliegue del evangelio. Estamos en la “montaña de la revelación…. que puede convertirse en montaña de la ambigüedad”, donde se expresa por un lado la grandeza de Jesús (a quien el Padre constituye Hijo ante sus fieles), y por otro el riesgo de Pedro y de sus compañeros (gloriosos y egoístas) que quieren controlar la gloria de la pascua, sin pasar de verdad por la cruz, y sin abrir su iglesia a los sufrientes y posesos (mudos) del valle de locura de este mundo.

Pedro (y los zebedeos) parecen buscar una culminación israelita y gloriosa del mensaje de Jesús, que no exija entrega de la vida (quedarse ya allí, llegar a la gloria sin la entrega de la vida). Ellos son capaces de entender la gloria del Tabor como experiencia pascual, pero de pascua sin muerte, sin compromiso a favor de los demás, en gloria que se olvida de los endemoniados y posesos del mundo. Ellos representan, pues, según Marcos, una experiencia inadecuada de resurrección en la montaña de Elías y Moisés, aislándose allí para siempre, construyendo las tiendas de la celebración judía. En ese sentido, podemos interpretar el Tabor de Pedro y de los zebedeos como una Jerusalén judeocristiana, con un Jesús que se encierra en los límites del pueblo judío y que en el fondo olvida la función universal de su muerte.

((Este Tabor ofrece, por un lado, una experiencia positiva, y todo nos permite suponer que Marcos ha recordado en esta escena un relato de aparición de Jesús resucitado: la gloria de Dios está expresándose en el Cristo de la pascua. Pero, al mismo tiempo, Marcos supone que ésta es una experiencia parcial, pues destaca un aspecto particular del triunfo mesiánico (con Elías y Moisés), pero corre el riesgo de olvidar el auténtico camino de cruz de este Jesús, a quien el mismo Dios llama su Hijo, pidiendo que todos le escuchen. Ésta es una experiencia que no ha logrado entender el sentido radical de la entrega de Jesús que penetra por la muerte en la miseria del mundo (simbolizada por el poseso de Mt 17, 14-21) y que extiende su palabra hacia todos los humanos)).

Mt 17, 5 Éste es mi Hijo amado

Ciertamente, Pedro y los zebedeos conocen algo que es muy positivo (han penetrado en una dimensión del misterio de Jesús), pero en sentido más profundo ignoran y no saben lo que dicen por miedo (en 17, 5 se pasa del singular de Pedro al plural, incluyendo a los zebedeos). La voz de Dios (¡éste es mi Hijo amado, escuchadle!) está diciendo a Pedro y a sus compañeros que deben acoger la palabra de Jesús y escucharle, pues todavía no lo han hecho.

Los zebedeos y Pedro parecen partidarios de un mesianismo de poder y así quieren al Jesús poderoso (que les conceda el dominio sobre el mundo) y al Jesús glorificado (que les permita vivir ya en la gloria, más allá de la nube), sin recorrer su camino de amor hasta la muerte. Pues bien, la voz de Dios les invita a retomar el camino de Jesús desde el principio, desde el bautismo, para entender lo que ha significado su entrega al servicio de los demás, como indicará la continuación del texto de Mt que culmina de nuevo en el Monte de Galilea, en forma de transfiguración misionera (Mt 28, 16‒20).

((La transfiguración es por tanto una experiencia pascual, aunque deficiente (no completa). de Pedro y los zebedeos que buscan el aspecto glorioso del triunfo de Jesús, sin asumir su muerte, sin abrirse a los necesitados, en la línea de una fiesta de Sukkot, como culminación judía del evangelio. Al predatar esta experiencia pascual en el camino de la historia de Jesús, Mate invita a quienes son como Pedro y a los zebedeos a tomar el camino de entrega de la vida, que culminará en la auténtica pascua de Galilea, en la Montaña de la Misión , para que así el Tabor del evangelio sea completo)).

Estos discípulos taboritas de Jesús han querido hacer tres tiendas y quedarse allí por siempre, deteniendo así la historia, en un gesto de glorificación anticipada, mientras otros muchos siguen sufriendo en la tierra. Ese deseo no puede cumplirse (ignoran lo que dicen: 9, 6), pero, en un sentido humano, parece normal. Es como si de pronto la historia hubiera culminado ya en la línea de aquello que Pedro pretendía al llamar a Jesús “tú eres el Cristo” y al pedirle que alejara de su camino de sufrimiento (8, 29-32); pero el texto de Marcos seguirá diciendo que eso es sólo un momento; la historia verdadera del Hijo del Hombre sigue en marcha.

Eso significa que ese deseo de gloria (sin asumir el sufrimiento de la historia) es simplemente un sueño: La voz de la Verdad (que es voz de Dios) sacude a los tres, les despierta y les invita a escuchar a Jesús y seguirle en el camino concreto de muerte por el reino. Esta Voz del Padre no se dirige ya a Jesús, diciéndole ¡tú eres mi Hijo!, como después del bautismo (Mt 3, 17), sino a sus tres discípulos y a través de ellos a todos los que crean y acojan el evangelio, diciéndoles: «¡Éste es mi Hijo amado, escuchadle!».

El signo de la nube y la nueva palabra de Dios evocan la experiencia del Sinaí, donde Dios se manifestó a Moisés, desde la nube (nephelê: cf. Ex 19, 13.16; 24, 15-16 LXX). Allí hablaba a Moisés, revelándole le Ley de vida para el pueblo. Ahora habla desde la misma nube (nephelê), dirigiéndose a los discípulos de Jesús (que son el nuevo Moisés, pueblo de Dios), para decirles que la “nueva Ley” es Jesús, Hijo de Dios.

((En otro tiempo, Dios habló desde la nube a Moisés, revelándole la Ley. Ahora Dios habla a los tres taboritas (a todos los cristianos y a los que quieran escuchar el evangelio), diciéndoles que en lugar de la Ley, han de acoger a Jesús, que es su Hijo amado. Testigos privilegiados de esta nueva y definitiva revelación, dirigida a los discípulos de Jesús, son Elías y Moisés, que asienten y certifican con su presencia esta revelación, que responde a la teología paulina (tal como aparece sobre todo en Gálatas y Romanos), según la cual la Ley (revelada a Moisés) ha sido trascendida (no negada) a través de Jesús, que es el Hijo de Dios (cf. Gal 4, 4), según los profetas. De esa forma, del cumplimiento de la Ley (que ha tenido y tiene su sentido en otros grupos judíos) pasamos a la escucha de Jesús, de un Jesús pascual (aparece en la montaña, transfigurado), que nos introduce de nuevo en el camino de su historia, dirigiéndose a Jerusalén)).

Los tres taboritas (y todos los cristianos) escuchan la voz engendradora (paterna) de Dios y descubren a Jesús como Hijo precisamente allí donde aprenden a seguirle en el camino de la cruz, con Elías y Moisés como precursores y testigos. Elías ha marcado el camino de Jesús profeta; Moisés asiente y actúa como testigo de la revelación “paterna”, pues al llegar la plenitud de los tiempos Dios ha enviado a su Hijo, nacido bajo la ley, para “rescatar” a los que estaban bajo la Ley, de manera que pudieran alcanzar la filiación (Gal 4, 4-5).

La gloria de Dios como Padre se manifiesta sólo allí donde los hombres son capaces de seguir a Jesús, Hijo de Dios, en su camino de entrega a favor de los otros. Estamos en el centro de la gran llamada mesiánica de Jesús, que introduce a los hombres (representados por Pedro y los zebedeos) en la nube de la Montaña de Dios, en el nuevo y definitivo Sinaí pascual, es decir, en el lugar donde el camino de entrega del Hijo del hombre aparece nimbado de una gloria que se expresa en la Palabra de Dios que le constituye, ante todos, en la Nube, como su Hijo.

Ésta no es una gloria meramente futura (que llegará cuando todo el mal acabe), ni evasiva (como si no hubiera desgracias en el mundo), sino que se despliega y manifiesta precisamente en el camino de entrega de la vida. Escuchar a Jesús (¡eso es lo que pide el Padre!) significa seguirle en el camino de su entrega. Sólo en ese camino descubrimos que Jesús es Hijo de Dios (siendo, a la vez, Hijo de hombre, como dice 8, 31); contemplamos de algún modo su gloria, escuchamos la voz de su Padre y podemos responderle.

Estamos pues ante una experiencia pascual proyectada sobre el camino de la historia de Jesús. Como indica el primitivo fin de su evangelio (16, 1-8), Marcos ha velado cuidadosamente todo lo que se refiere a la visión concreta de Jesús resucitado: el joven de la pascua pide a las mujeres y discípulos que vayan de nuevo a Galilea donde podrán verle (298, 16-20), pero el evangelio no dice después cómo ni cuándo le han visto. Pues bien, el mismo Marcos parece habernos dado aquí un signo de lo que ha podido ser una visión pascual (y parcial) de Pedro y de los zebedeos en Galilea. Es evidente que la pascua de Jesús (después de seis días…) no se puede contar como se cuentan otros datos o momentos de la vida de Jesús, no es un escena nueva que se suma a las escenas anteriores, no es una experiencia al lado de las otras experiencias; pero ella se expresa en el mismo camino Jesús hacia Jerusalén.

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