Por su actualidad, publicamos juntos estas dos reflexiones que nos envía su autor:
Un comentario a la imagen
La catástrofe de Valencia desvela el futuro de todos nosotros en las pantallas. Será así en las consecuencias, aunque de diferentes maneras, cada vez más a menudo y en todas partes, ahora aquí y ahora allá.
Algunas cosas son seguras: el progresivo derretimiento de los casquetes polares y de los glaciares, que hará que el caudal de los ríos sea irregular, y la subida incontrolable de los mares, que sumergirá muchas ciudades y países enteros, la desertificación y las temperaturas intolerables, que harán inhabitables grandes zonas de varios continentes. Otros, como inundaciones, incendios y huracanes, son aleatorios, pero se multiplicarán en frecuencia, extensión e intensidad. El hecho de que hayan ocurrido una vez no significa que no puedan volver a ocurrir pronto, como nos enseñan los repetidos desastres. Y esto incluso si por algún milagro la emisión de gases que alteran el clima se detuviera mañana. Se han activado mecanismos que seguirán produciendo y multiplicando sus efectos perversos durante décadas.
Desde hace al menos treinta años, los expertos nos enseñan la distinción entre ‘tiempo’ y ‘clima’: el primero es una manifestación local, concentrada o extensiva, el segundo es global y afecta a todo el planeta. Sin embargo, cada vez que ocurre un “evento extremo”, incluso los meteorólogos más famosos sólo nos dan explicaciones técnicas en la televisión o en los periódicos de por qué ocurrió allí: por ejemplo, la burbuja fría que se detuvo en el cielo. Pero sólo hacen una pequeña mención a que esto tiene que ver con el clima (los periódicos de derecha, negacionistas obstinados, ni siquiera mencionan eso. De hecho, hacen desaparecer incluso a Valencia y las imágenes más crudas de la primera plana). También ellos, los meteorólogos entrevistados, como todos, tienen miedo de soltar la verdad desnuda, que es tan grave y grande que nadie sabe realmente cómo afrontarla, porque deberíamos gritar a los cuatro vientos, no que el tiempo corre (mucha gente lo dice ahora, aunque quizás ya sea demasiado tarde), sino que necesitamos cambiar radicalmente nuestra forma de vivir y convivir, de producir y de consumir.
La catástrofe de Valencia nos ha sorprendido por el número de muertos, aunque aún no sabemos cuántos: seguramente menos que los de un día de guerra en Ucrania o una semana en Gaza. Ahora nos estamos acostumbrando a estos, a los “meteorológicos”, todavía no, pero nos acostumbraremos. También porque están destinados a crecer y superar a los de las guerras (que también contribuyen al deterioro del clima).
Además del número de muertos (que no vemos), lo que más ha llamado la atención son los cientos, si no miles, de coches amontonados unos encima de otros por la furia de las aguas. Es la imagen que mejor nos muestra el sinsentido de nuestro modo de vida y su fin; la congestión del tráfico en la que está inmersa nuestra vida diaria se transformó en una masa casi inamovible de barro y chatarra.
Pero es también el que debería advertirnos que para hacer frente a la crisis climática y medioambiental ya no basta con la mitigación (la supresión de las causas, es decir, de los combustibles fósiles, con los que se enfrentan todos los gobiernos del mundo en las reuniones periódicas de decenas de miles de funcionarios, expertos, lobbystas y periodistas (la próxima será en Bakú, Azerbaiyán) que no han logrado nada en 32 años), pero que debemos comprometernos más con la adaptación: la coexistencia con un clima y un tiempo que seguirá haciendo nuestra existencia cada vez más difícil. Pero que, dicho sea de paso, es también la única forma realista de promover la mitigación “desde abajo“, dado que la mitigación “desde arriba” nunca llega.
El coche particular sigue siendo el símbolo más evidente del consumismo y la aspiración más importante de quienes aún no lo tienen, pero también la principal causa del consumo de suelo, de su sobre-construcción y de la convulsión de territorios que transforman las inundaciones en desastres. Para muchas víctimas de la Dana de Valencia el coche se ha convertido en un ataúd, para muchos más en un desastre económico: no todo el mundo tendrá dinero para comprarse otro, lo que alimenta la demanda en el sector, que languidece (primero habrá que pensar en la casa o en el trabajo). Pero es una oportunidad para hacerse algunas preguntas.
¿Encontrarán medios alternativos para desplazarse? ¿Podrán las autoridades locales proporcionárselos, dado que hasta ahora no lo han hecho? Y si todos los coches fueran eléctricos, ¿habría cambiado algo? ¿Y vale la pena volver a congestionar las calles, tal vez con coches eléctricos, si la ciudad sigue expuesta al mismo riesgo? El coche, sin embargo, es sólo una metáfora de un sistema de vida absurdo -en este caso, la movilidad-, incompatible con el clima y el tiempo que nos espera. Hay alternativas al coche particular, como muchos otros productos y otras obras insostenibles, pero primero debemos sustituirlas, antes del siguiente desastre, para no quedar paralizados después.
No se trata sólo de dar la alarma “a tiempo“. Como mínimo, deberíamos preparar refugios seguros para las personas y para los bienes, y disponer de vehículos esenciales y equipos de rescate adecuados, compuestos por voluntarios capacitados y tal vez también soldados preparados para salvar vidas en lugar de destruirlas. Seguramente todos estamos muy atrasados ante la siguiente catástrofe o desastre, pero al menos debemos empezar a pensar en ello y hablar de ello como el principal problema al que nos enfrentamos. Los meteorólogos que comentan lo que está sucediendo deberían empezar a hacerlo, quizás sin sugerir a ocho mil millones de humanos “subir a las montañas“.
¿Podría haber sido peor que esto? No. En Valencia se presentó lo peor de la ecuación del desastre:
- Cantidad promedio de lluvia que cae en un año entero.
- Infraestructuras, poblaciones, ciudadanos no preparados.
- Fragilidad hidrogeológica.
- La política y la administración locales no están atentas o, peor aún, son inadecuadas para comprender la emergencia y dar la alarma a tiempo.
Número de víctimas: al menos 205 muertos, 121.000 desplazados, pero el recuento aún se está actualizando porque hay muchos desaparecidos. Cadáveres por todas partes. Atrapados en coches, en garajes, arrastrados por la corriente, abrumados por los escombros, arrastrados junto con carreteras, puentes, casas. En un instante o con una lentitud inexorable, te ahogas o te asfixias mientras buscas en vano la última burbuja de oxígeno. Todas las escenas de las películas apocalípticas que hemos visto se condensan en un día de devastación y muerte: muy real, muy cierto, muy cercano a nosotros. Y todo bajo torrentes de aguas… y montones de lodo…
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Valencia: hora de despertar del espejismo de la inocente ingenuidad del optimismo
Mientras el hombre, con sus guerras esparcidas por el mundo y actos terroristas, persevera en su destrucción y la de otras especies y el medio ambiente, señalo un poema sobre un fenómeno natural, el terremoto de Lisboa de 1755, creyendo que la inestabilidad del planeta ya requiere suficiente esfuerzo y energía como para no malgastarla en guerras y guerrillas de diversa índole.
«¡Pobres humanos! ¡Y nuestra pobre tierra! ¡Terrible mezcolanza de desastres! ¡Consoladores siempre de penas inútiles! Filósofos que osáis gritar que todo está bien, venid a contemplar estas horribles ruinas: muros hechos jirones, carne despedazada y cenizas. Mujeres y niños amontonados unos sobre otros bajo pedazos de piedras, miembros esparcidos; cien mil heridos que la tierra devora, desgarrados y ensangrentados pero aún palpitantes, sepultados por sus techos, perdiendo sus miserables vidas sin ayuda, entre atroces tormentos».
Así comienza el «Poema sobre la catástrofe de Lisboa» -de lectura aconsejada y recomendada- de François Marie Arouet de Voltaire (1694-1778), no un poema científico, sino un texto histórico y filosófico sobre los derechos humanos y las relaciones entre el hombre, la religión y la naturaleza.
La tesis expuesta por Voltaire es sencilla: el mal en el mundo no puede ser obra de Dios, pues entonces no sería un Dios bueno y justo, ni puede ser obra de otros, pues entonces no sería un Dios todopoderoso. Sin embargo, el mal existe y tenemos que enfrentarnos a él. Pero que el mal aparezca como tal para los humanos y que, en cambio, forme parte del bien universal, tesis recurrente en ciertas teodiceas y núcleo del pensamiento leibniziano, es una distorsión de la realidad en la medida en que niega el sufrimiento y es un insulto a esos hombres, mujeres, ancianos y niños -que, sin culpa alguna, fueron aplastados en Lisboa por los muros de sus propias casas o han sido, en general, víctimas de las leyes de la naturaleza.
Y si el mencionado Poema aún terminaba con una palabra de esperanza, Voltaire escribiría poco después Cándido, la obra considerada como su obra maestra literaria, en la que su pesimismo se haría total. El mal está representado en todas sus manifestaciones posibles a lo largo de la aventura humana de Cándido, de modo que representa la denuncia más eficaz del todo está bien leibniziano, esa «filosofía cruel bajo un nombre consolador», como escribió en una carta del 18 de febrero de 1756.
Propongo releer el mencionado texto de Voltaire y el hecho -el terremoto de 1755- porque ya entonces, en el Siglo de las Luces, muchos cuestionaban las certezas afirmadas por filósofos y religiosos: la necesidad y conveniencia del dominio siempre del hombre sobre la Naturaleza. La explotación extrema de los recursos naturales sin una necesidad real, a menudo con guerras de por medio, ha implicado desde entonces hasta nuestros días también a las fuentes fósiles de energía y la liberación de contaminantes en el medio ambiente.
La quizá posible elección del nuevo presidente de los Estados Unidos de América, el Sr. Donald Trump, y su visión extremista y negacionista de los problemas medioambientales y del cambio climático en curso, muestran lo lejos que nos queda aún a los ‘homo sapiens’ el camino hacia un «desarrollo sostenible» que respete las necesidades de las generaciones futuras y el papel actual de la Naturaleza y de nuestra inestable corteza terrestre.
En cuanto a los terremotos, en unos pocos casos (Japón, California) las políticas han sido previsoras y se han orientado a la prevención de estos catastróficos acontecimientos, con la construcción de edificios adecuados para soportar los temblores. Ojalá que así ocurra, mutatis mutandis, en España con respecto a las catástrofes/desastres naturales -Danas o no Danas- , o menos naturales, que puedan ocurrir en el futuro.
El Poema de Voltaire se inspiró en uno de los terremotos más catastróficos de los últimos siglos. La magnitud se estimó retrospectivamente entre 8,5 y 8,7 en la escala de Richter. En aquella época, la escala de Richter, basada en la energía liberada por el temblor sísmico, aún no se había ideado: el geofísico estadounidense Charles Richter la desarrolló en 1935. La escala Mercalli-Cancani-Sieberg, basada únicamente en los daños causados por los terremotos y, por tanto, empírica, también es posterior: 1883, con modificaciones en 1902.El terremoto de Lisboa de 1755 causó al menos 60.000 muertos, hasta 90.000 según otras fuentes.
En Wikipedia hay una descripción precisa de la catástrofe que asoló la capital portuguesa, escrita por el famoso geólogo escocés Charles Lyell (1797-1875), que también tuvo una gran influencia en Charles Darwin y en la publicación de «El origen de las especies»: «Primero se oyó un estruendo como un trueno procedente de las entrañas de la tierra, y poco después un violento temblor sacudió gran parte de la ciudad. Durante seis aterradores minutos murieron 60.000 personas. El mar primero retrocedió, dejando secos el muelle y la orilla, con todos los barcos y botes allí amarrados, y luego volvió a rugir, elevándose quince metros por encima de su nivel habitual…».
Por lo que se refiere a “Cándido o el optimismo” (cuya lectura y estudio es también siempre recomendada) es un ejemplo de relato filosófico escrito entre 1757 y 1758 por Voltaire, que lleva este tipo de novela a su máxima perfección. El libro escenifica, a través de personajes y situaciones, las ideas que el autor quería combatir o defender. Cándido es también una novela de formación: la historia es la de un adolescente que crece intelectual, psicológica y afectivamente.
Cándido no es un ser humano real, sino un medio utilizado por el autor para demostrar algunas de sus ideas y algunas consideraciones irónicas sobre el hombre real vistas con mucho humor. El objetivo de Voltaire son las ideas optimistas del filósofo Leibniz, que quería demostrar que el mundo en que vivimos es el mejor de los mundos posibles. El libro deja claro que, en cambio, el mundo está lleno de tanta maldad que uno duda de que exista una providencia divina.
Esto no significa que Voltaire no fuera creyente; era deísta y pensaba que Dios creó el mundo con un propósito, pero el hombre no sabe cuál es y debe limitarse y contentarse con vivir sin hacerse demasiadas preguntas. Este es también el mensaje final del libro: hay que «cultivar el propio jardín», una moraleja práctica que se aplica a todo el mundo, basta con usar la razón.
Fuente: remitido por el autor
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